Gris
Diciembre de 1943. Las casas se alzan como helados desfiladeros. La única madera que no han quemado aún está verde y la ciudad entera huele a humo de leña. De camino a la panadería, una Marie-Laure de quince años pasa más frío que en toda su vida. Dentro de la casa se está un poco mejor pero es como si cayeran copos de nieve del techo de las habitaciones o el viento soplara a través de los agujeros de las paredes.
Escucha los pasos de su tío que cruzan el piso de arriba y también su voz —310 1467 507 2222 576881— y después la canción de su abuelo, el Claro de luna, cae sobre ella como una neblina azul.
Los aviones hacen lentas y perezosas pasadas sobre la ciudad. A veces suenan tan cerca que Marie-Laure teme que arañen los techos o golpeen las chimeneas con sus panzas. Pero no se estrella ningún avión, no explota ninguna casa. Nada parece cambiar a excepción del crecimiento de Marie-Laure: ya no le sirve nada de la ropa que trajo su padre en la bolsa hace tres años. Los zapatos le duelen y ha empezado a llevar tres pares de calcetines dentro de unos viejos mocasines con borlas de Etienne.
Se rumorea que solo podrán quedarse en Saint-Malo el personal imprescindible y aquellos que no puedan trasladarse por razones médicas.
—Nosotros no nos iremos —dice Etienne—, no ahora que por fin estamos haciendo algo bien. Si el doctor no nos da la aprobación la conseguiremos por otras vías, pagando.
En algún momento, todos los días, Marie-Laure se pierde en el reino de la memoria: las vagas impresiones del mundo visual antes de que cumpliera seis años, cuando París parecía una gigantesca cocina con pirámides de calabazas y zanahorias por todas partes; puestos de panaderos repletos de pasteles; peces apilados como leña en los puestos de pescado, con los canales de desagüe del mostrador cubiertos de escamas plateadas y gaviotas de alabastro descendiendo en picado para llevarse las vísceras. Cada esquina en la que doblaba estaba llena de color: el verde de los puerros, el violeta oscuro de las berenjenas.
Ahora su mundo se ha vuelto gris. Rostros grises, silencio gris, terror gris suspendido sobre la cola de la panadería, y el único color del mundo destella brevemente cuando Etienne sube por las escaleras hacia el desván haciendo crujir sus rodillas para leer una nueva serie de números en el éter, para enviar otro mensaje de madame Ruelle y poner otra canción. Ese pequeño desván estalla en colores magenta, aguamarina y dorado durante cinco minutos; luego la radio se apaga y el gris apresura su vuelta cuando su tío baja las escaleras.