Rue des Patriarches

Von Rumpel entra en un bloque de apartamentos del 5º arrondissement. La atontada casera de la primera planta coge los cupones de comida que le ofrece y se los mete en el bolsillo de la bata. Los gatos se restriegan por sus tobillos. Tras ella un piso excesivamente decorado apesta a flores de manzano marchitas, confusión y vejez.

—¿Cuándo se marcharon, madame?

—En el verano de 1940.

Le mira como si le fuera a sisear como una serpiente.

—¿Quién paga el alquiler?

—No lo sé, monsieur.

—¿Llegan facturas del Museo de Historia Natural? ¿Cuándo fue la última vez que vino alguien?

—Nunca viene nadie. Los cheques los envían.

—¿De dónde?

—No lo sé.

—¿Y nadie entra ni sale del piso?

—No desde ese verano —contesta, mientras se retira con su cara y sus uñas de buitre hacia la olorosa oscuridad.

Sube las escaleras. Un sencillo pestillo en la puerta señala el apartamento del cerrajero. En el interior, las ventanas están cegadas con paneles de madera y una luz perlada entra a través de los agujeros en la estancia de aire estancado. Es como si hubiera trepado hasta el interior de una caja oscura que cuelga dentro de una columna de pura luz. Los armarios están abiertos, los cojines del sofá ligeramente torcidos, una silla de la cocina caída de lado. Todo indica una salida precipitada, una búsqueda rigurosa, o ambas cosas. Una oscura capa de verdín forma un círculo en el interior de la taza del váter, donde ya no queda agua. Inspecciona el dormitorio, el baño, la cocina, con una endemoniada e irreductible esperanza en su interior: ¿Qué ocurriría si…?

Sobre una mesa de trabajo hay pequeños bancos, pequeños postes de luz, pequeños trapezoides de madera pulida. También tornillos minúsculos, cajas de clavos y pequeños botes de pegamento hace tiempo endurecidos. Y junto a la mesa, protegida por una tela, encuentra una sorpresa: una complicada maqueta del 5º arrondissement. Los edificios no han sido pintados pero aun así están repletos de hermosos detalles: postigos, puertas, ventanas, alcantarillas. No hay personas. ¿Es un juguete?

En el armario cuelgan varios vestidos de niña mordidos por las polillas y un jersey en el que unas cabras bordadas comen flores. Hay unas piñas polvorientas alineadas en el alféizar de la ventana, ordenadas de mayor a menor. Y en el suelo de la cocina han clavado bandas rugosas a la madera. Es un lugar de tranquila disciplina, sereno, ordenado. Un cordel sencillo va desde la mesa de la cocina hasta el cuarto de baño y el reloj parado no tiene la cubierta de cristal, pero no resuelve el acertijo hasta que no descubre tres enormes libros de Julio Verne en braille.

Se trata de un constructor de cajas fuertes, un hombre brillante con los candados que vive a una distancia a pie del museo. Ha sido un empleado de la institución durante toda su vida adulta. Es alguien humilde, sin visibles ambiciones de riqueza y con una hija ciega. Sobran los motivos para la lealtad.

—¿Dónde te escondes? —dice en voz alta en la habitación. El polvo flota en medio de una extraña luz.

Puede estar en el interior de una bolsa o una caja, ajustado tras un rodapié, en algún compartimento entre los tablones del suelo o emparedado en el muro. Abre los cajones de la cocina y se asegura de que no está allí, aunque lo más probable es que ya lo hayan mirado quienes buscaron antes que él.

Su atención se desliza lentamente sobre la maqueta del barrio. Cientos de minúsculas casas con sus mansardas y sus balcones. Es exactamente este barrio, se da cuenta de pronto, sin color ni gente, miniaturizado. Su diminuta versión espectral. Uno de los edificios parece particularmente pulido por la insistencia del tacto: el edificio en el que se encuentra, el hogar.

Se inclina para ubicar su mirada al nivel de la calle convirtiéndose en un dios que se asoma sobre el Barrio Latino. Con dos dedos podría agarrar a cualquier persona que eligiera o aplastar de un golpe la mitad de la ciudad. Posa los dedos sobre el tejado de la casa en la que se encuentra y la agita de atrás adelante. La casa se desprende de la maqueta con facilidad, como si hubiese sido diseñada con ese propósito. Le da la vuelta a la altura de sus ojos: dieciocho pequeñas ventanas, seis balcones y una diminuta puerta de entrada. Ahí abajo, bajo esta misma ventana, acecha la pequeña casera con sus gatos y aquí, en la cuarta planta, está ahora él mismo.

En el fondo descubre un pequeño agujero que no se diferencia en nada a una de las cerraduras del joyero que vio en el museo hace tres años. La casa, lo entiende de pronto, es un contenedor, un receptáculo. Juega un rato con él intentando resolverlo. Le da la vuelta, prueba por la parte de abajo, por un lado.

Se disparan las palpitaciones de su corazón. Algo húmedo y febril le cubre la lengua.

¿Guardas algo en tu interior?

Von Rumpel pone la pequeña casa sobre el suelo, alza el pie y la destroza.

La luz que no puedes ver
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