Agorafobia
Treinta minutos. Normalmente le lleva solo veintiuno a Marie-Laure, Etienne lo ha contado muchas veces. En una ocasión fueron veintitrés. Con frecuencia menos, nunca más.
Treinta y uno.
Hasta la panadería hay un paseo de cuatro minutos. Cuatro para ir y cuatro para volver, y en algún lugar del camino esos otros trece o catorce minutos desaparecen. Sabe que por lo general ella va al mar porque regresa oliendo a algas, con los zapatos mojados y las mangas decoradas con plantas marinas, olor a una hierba que madame Manec llamaba pioka. No sabe exactamente adónde va, pero siempre se tranquiliza pensando que ella sabe cuidarse, que su curiosidad la sustenta y que es más capaz que él en miles de sentidos.
Treinta y dos minutos. Al otro lado de la ventana de la quinta planta no ve llegar a nadie. Podría estar perdida, tanteando con los dedos los muros de las afueras de la ciudad, alejándose un poco más a cada instante. Puede haber cruzado frente a un camión, haberse ahogado en un charco o haber sido atrapada por un mercenario enloquecido. Alguien ha podido averiguar lo del pan, los números, el transmisor.
La panadería en llamas.
Baja a toda prisa, atraviesa la cocina y echa un vistazo a la calle. Hay un gato durmiendo y una mancha trapezoidal de luz sobre el muro oriental. Todo esto es culpa suya.
Etienne hiperventila. Según su reloj han pasado treinta y cuatro minutos. Se pone los zapatos y un sombrero que pertenecía a su padre. Está de pie en el vestíbulo tratando de reunir fuerzas. La última vez que salió, hace casi veinticuatro años, intentó mirar a la gente a la cara, presentar lo que podría considerarse un aspecto normal. Pero los ataques eran astutos, impredecibles, devastadores: saltaban sobre él como bandidos. Primero una terrible sensación ominosa colmaba el aire. A continuación cualquier luminosidad, incluso la que se filtraba a través de los párpados, se volvía dolorosamente brillante. No podía caminar por el estruendo que producían sus propios pies. Pequeños ojos parpadeaban mirándole desde el empedrado. Había cadáveres mezclados en las sombras. Cuando madame Manec acudía a ayudarle, se arrastraba hasta el rincón más oscuro de la cama y se envolvía la cabeza con almohadas. Concentraba toda su energía en ignorar el sonido de su propio pulso.
Su corazón palpita gélido en una jaula lejana. Se acerca un dolor de cabeza, piensa. Un espantoso espantoso espantoso dolor de cabeza.
Veinte latidos. Treinta y cinco minutos. Gira el pestillo, abre la puerta, sale a la calle.