Atrapado

Aparece una luz, una luz que —espera Werner— no ha creado su imaginación: un rayo ámbar que se dispersa entre el polvo. Se mueve entre los escombros, alumbra un trozo de muro caído, ilumina unas estanterías torcidas. Vaga por encima de un par de armarios de metal doblados y hechos trizas como si una mano gigante hubiera descendido y los hubiera aplastado. Brilla sobre las cajas de herramientas y sobre los tableros de clavijas y sobre una docena de frascos intactos llenos de tornillos y de clavos.

Es Volkheimer. Sostiene su linterna y proyecta el haz constantemente sobre una pila compacta de escombros en una de las esquinas: piedras, cemento, astillas de madera. Werner tarda un instante en reconocer la escalera.

O lo que queda de la escalera.

Esa esquina del sótano ya no existe. El haz de luz se mantiene ahí un instante, como si estuviera esperando a que Werner tome conciencia de la situación en la que se encuentran, y luego se vuelve hacia la derecha, se tambalea sobre algo que se encuentra cerca y, bajo el reflejo de la luz, a través de la madeja de polvo, Werner descubre la gigantesca silueta de Volkheimer moviéndose a trompicones y con la cabeza agachada entre las barras y tuberías que cuelgan. Por fin se detiene la luz. Con la linterna en la boca, entre las sombras que se despliegan de cintura para arriba, Volkheimer levanta pedazos de ladrillos, de argamasa y yeso, maderas hechas pedazos y bloques de estuco. Werner ve que hay algo debajo de todo eso, algo enterrado debajo de todo ese peso, una sombra que empieza a tomar forma.

El ingeniero. Bernd.

El rostro de Bernd está blanco por el polvo, sus ojos parecen vacíos y su boca es un agujero rojo oscuro. Bernd está gritando, pero Werner no le oye, se lo impide el rugido como de sierra que se ha instalado en sus oídos. Volkheimer alza al ingeniero —el hombre mayor parece un niño entre esos brazos como vigas del sargento, que sostiene la linterna entre los dientes— y atraviesa el espacio en ruinas con él en brazos, vuelve a bajar la cabeza para evitar el techo que cuelga y lo deposita en el sillón de seda dorado que se ha mantenido erguido en una esquina, aunque cubierto de polvo blanco.

Volkheimer apoya una de sus enormes manos en el mentón de Bernd y, con gentileza, cierra la boca del hombre. Werner, apenas a unos pasos de distancia, no oye nada.

La estructura que los rodea vuelve a estremecerse y desprende otra cascada de polvo caliente.

La luz de la linterna de Volkheimer comienza a recorrer el perímetro para comprobar qué queda del techo. Las tres enormes vigas de madera están partidas, pero ninguna se ha desprendido del todo. El estuco entre ellas parece una tela de araña y las tuberías están perforadas en dos sitios. La luz gira bruscamente hacia la zona que hay detrás de Werner e ilumina una mesa de trabajo volcada y la caja magullada de la radio. Finalmente se topa con Werner, que levanta una mano para cubrirse.

Volkheimer se acerca, con su enorme y solícito rostro, despejado, reconocible, los grandes ojos hundidos bajo el casco. Los altos pómulos y la enorme nariz con la punta ensanchada como la cabeza de un fémur. La barbilla parece un continente entero. Muy despacio, con cuidado, Volkheimer toca la mejilla de Werner. Las yemas de sus dedos se alejan enrojecidas.

Werner dice:

—Tenemos que salir. Tenemos que encontrar otra salida.

¿Otra salida? —dicen los labios de Volkheimer. Niega con la cabeza—. No hay otra salida.

La luz que no puedes ver
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