De caza

En enero de 1943 Werner localiza una segunda transmisión ilegal ubicada en un huerto en el que ha caído un proyectil que partió la mayoría de los árboles por la mitad. Dos semanas más tarde encuentra una tercera y luego una cuarta. Cada nuevo hallazgo es apenas una ligera variación del anterior: el triángulo se estrecha, los segmentos se contraen simultáneamente, los vértices se acercan hasta que todo se reduce a un único punto, un granero o una casa de campo o el sótano de una fábrica o algún desagradable campamento sobre el hielo.

—¿Está retransmitiendo ahora?

—Sí.

—¿En ese cobertizo?

—¿No ves la antena en el muro oriental?

Siempre que puede Werner graba lo que dicen los partisanos en una cinta magnética. A todo el mundo, empieza a comprender, le gusta escucharse hablar. Es la hibris, como en las más viejas historias. Alzan la antena demasiado o retransmiten durante demasiados minutos, creyendo que el mundo brinda seguridad y lógica cuando evidentemente no es así.

El capitán les hace saber que está encantado con su progreso y promete permisos, filetes, brandy. Durante todo el invierno el Opel atraviesa territorios ocupados, ciudades que Jutta anotó en el registro de radios que llevaban: Praga, Minsk, Liubliana.

A veces el camión pasa junto a un grupo de prisioneros y Volkheimer le pide a Neumann Uno que vaya más despacio. Se sienta muy rígido buscando algún hombre de su tamaño. Cuando ve a uno, golpea el salpicadero. Neumann Uno frena y Volkheimer sale a la nieve, habla con el guarda y camina entre los prisioneros llevando generalmente solo una camiseta puesta.

—Se ha dejado el rifle en el camión —suele decir Neumann Uno—, se ha dejado aquí el puto rifle.

A veces está demasiado lejos. Pero otras veces Werner le oye a la perfección. «Ausziehen», es lo que suele decir Volkheimer con una nube de vapor frente a él, y casi siempre el gigantesco ruso le entiende. Quítate todo. Es un ruso fornido que parece no sorprenderse con nada en el mundo. A excepción de esto, tal vez: otro gigante caminando hacia él.

Se quitan las manoplas, el abrigo raído, la camisa de algodón. Solo cuando les pide las botas les cambia la cara: niegan con la cabeza, miran hacia arriba o hacia abajo, giran los ojos como caballos asustados. Perder las botas, Werner lo sabe, significa morir. Pero Volkheimer aguarda, un hombre enorme frente a otro hombre enorme, y al final los prisioneros siempre ceden. Se quedan de pie con sus roídos calcetines en mitad de la nieve tratando de mirar al resto de los prisioneros sin conseguir que nadie les devuelva la mirada. Volkheimer sostiene las diversas prendas, se las prueba y se las devuelve si no le caben. Luego regresa al camión y Neumann Uno arranca otra vez el Opel.

El hielo cruje, las aldeas arden en medio del bosque, en las noches hace tanto frío que ni siquiera llega a nevar. El invierno se muestra como una extraña e hipnótica estación durante la cual Werner merodea la estática como solía merodear por los callejones junto a Jutta, empujando la carretilla a través de las colonias de Zollverein. Una voz se materializa en medio de la distorsión de los auriculares y luego se esfuma, y entonces él comienza a buscarla. Ahí está, piensa Werner cuando la encuentra de nuevo, ahí: una sensación parecida a cerrar los ojos y deslizar los dedos por un hilo kilométrico hasta que por fin tantean el pequeño bulto de un nudo.

A veces pasan días enteros hasta que Werner vuelve a oír otra transmisión. Son problemas que resolver, algo en lo que mantener la mente entretenida, mucho mejor, seguro, que luchar en alguna apestosa y helada trinchera repleta de piojos tal y como sus viejos instructores de Schulpforta lucharon en la Primera Guerra. Esto es más limpio, más automático. Una guerra que se entabla en el aire, invisible, sin líneas de frente. ¿Acaso no hay un encanto arrebatador en una cacería así? ¿Con el camión tambaleándose en la oscuridad, buscando la señal de antenas entre los árboles?

Te oigo.

Una aguja en un pajar. Una espina en la pata de un león. Él se encarga de encontrarlas y Volkheimer de sacarlas.

Durante todo el invierno los alemanes conducen sus caballos y trineos y tanques y camiones sobre las mismas carreteras, caminando sobre la nieve, transformándola en un cemento helado, denso y cubierto de sangre. Y cuando por fin llega el mes de abril, apestando a serrín y a cadáveres, las paredes de nieve se derriten mientras permanece el hielo de las carreteras obtusamente fijo, como una luminosa e intestina red de invasión: una prueba de la crucifixión de Rusia.

Una noche cruzan un puente sobre el Dniéper y ven a lo lejos las cúpulas y los floridos árboles de Kiev, las cenizas que cubren todo y las prostitutas que llenan los callejones. Se sientan en un café a dos mesas de distancia de un soldado de infantería apenas mayor que Werner. Lee un periódico con los ojos muy abiertos, sorbe su café y parece sorprendido. Estupefacto.

Werner no puede dejar de mirarle. Finalmente Neumann Uno se inclina hacia él.

—¿Quieres saber por qué mira así?

Werner asiente con la cabeza.

—El frío ha hecho que pierda los párpados. Pobre tipo.

El correo no llega hasta donde están ellos. Pasan los meses y Werner no escribe a su hermana.

La luz que no puedes ver
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