Rumores
Llegan nuevos rumores. Se acercan susurrando por los senderos del Jardin des Plantes y vuelan por los pasillos del museo. Hacen eco en los reductos de altos y polvorientos techos donde viejos y apergaminados botánicos estudian musgos exóticos. Dicen que los alemanes están cerca.
Los alemanes, asegura un jardinero, tienen una flota de sesenta mil aviones, pueden marchar durante días sin comer, dejan embarazadas a todas las estudiantes con las que se cruzan. La mujer que atiende una de las taquillas dice que los alemanes llevan cápsulas antiniebla y cinturones que les permiten volar. Sus uniformes, susurra la mujer, están construidos con telas especiales más resistentes que el acero.
Marie-Laure se sienta en un banco junto a un expositor de moluscos y aguza los oídos para escuchar a los grupos que pasan. Un chico suelta de repente:
—Tienen una bomba que llaman «La señal secreta»: emite un sonido y quienes lo escuchan ¡se lo hacen en los pantalones!
Risas.
—Regalan chocolates envenenados.
—Pues a mí me han dicho que en todas las ciudades por las que pasan encierran a los tullidos y a los imbéciles.
Cada vez que Marie-Laure le transmite un nuevo rumor a su padre, él le repite: «Alemania» entre signos de interrogación, como si lo oyera por primera vez. Dice que la toma de Austria no es preocupante, que todo el mundo recuerda la última guerra y que no hay nadie lo bastante loco como para querer pasar por una situación semejante de nuevo. El director no está preocupado, señala, ni tampoco lo están los jefes de departamento, así que no tiene ningún sentido que se preocupe una niña que aún tiene pendientes los deberes.
Parece cierto: lo único que cambia son los días de la semana. Todas las mañanas Marie-Laure se despierta, se viste, sigue a su padre cuando atraviesa la Entrada 2 y le oye saludar al vigilante nocturno y al celador. Bonjour, bonjour. Bonjour, bonjour. Los científicos y los libreros siguen recogiendo sus llaves por la mañana y estudiando sus prehistóricos dientes de elefante, sus exóticas aguavivas y sus hojas de herbolario. Las secretarias siguen discutiendo sobre moda, el director sigue llegando en su limusina Delage de dos colores y todos los mediodías los vendedores africanos siguen empujando silenciosamente sus carritos con sándwiches por los pasillos y murmurando: pan de centeno y huevo, pan de centeno y huevo.
Marie-Laure lee a Julio Verne en la conserjería, en el baño, en los corredores. Lee en los bancos que hay en la galería central y en cualquiera de los cientos de senderos de grava que hay en los jardines. Lee tantas veces la primera parte de Veinte mil leguas de viaje submarino que prácticamente se la acaba sabiendo de memoria.
«El mar es todo. Cubre siete décimas partes del globo… El mar no es más que un receptáculo para todas las criaturas prodigiosas y sobrenaturales que existen en su interior. No es más que movimiento y amor, es el infinito viviente».
Por la noche, en su cama, viaja en el interior del estómago del Nautilus del capitán Nemo mientras doseles de coral pasan sobre su cabeza bajo los vendavales.
El doctor Geffard le enseña los nombres de las conchas —Lambis lambis, Cypraea moneta, Lophiotoma acuta— y le deja tocar las espinas y espirales de cada una de ellas. Le explica las branquias en la evolución marina y la secuencia de los periodos geológicos. En los mejores días Marie-Laure llega a intuir la infinita duración de los milenios: millones de años, decenas de millones.
—Casi todas las especies que han existido alguna vez se han extinguido en el presente. No hay ningún motivo para pensar que con la raza humana vaya a ocurrir algo distinto. —El doctor Geffard pronuncia esas palabras casi con alegría mientras se sirve un poco de vino en la copa y ella imagina la cabeza de él como un armario con diez mil cajones.
Durante todo el verano el aroma de las ortigas, de las margaritas y el agua de lluvia llena los jardines. Ella y su padre cocinan una tarta de pera, se les quema por accidente y el padre abre la ventana para que salga el humo. Ella escucha una música de violín que se alza desde la calle de abajo. Aun así, al comienzo del otoño y en un par de ocasiones mientras está sentada en el Jardin des Plantes junto a los enormes setos o leyendo junto a la mesa de trabajo de su padre, Marie-Laure alza el rostro de su libro y cree oler un aroma a gasolina en el aire. Es como si un gran río de máquinas se estuviera acercando lenta pero irrevocablemente hacia ella.