Sin salida
En enero de 1942 Werner se dirige al caldeado y reluciente despacho del doctor Hauptmann, una habitación dos veces más caldeada que cualquier otro rincón del castillo, y pide que le envíen a casa. El pequeño doctor está sentado tras su gran escritorio frente a un plato sobre el que hay un anémico pájaro asado. Codorniz, paloma o urogallo. A su derecha hay una pila de diagramas. Los perros están tendidos sobre la alfombra frente al fuego.
Werner está de pie con la gorra entre las manos. Hauptmann cierra los ojos y se pasa la punta del dedo por una ceja.
—Trabajaré para pagar el billete de tren, señor.
Ve las pulsaciones en el racimo de venas azules de la frente de Hauptmann. Abre los ojos.
—¿Tú? —Los perros alzan la cabeza al unísono como si fueran una hidra de tres cabezas—. ¿Tú, que tienes todo lo que quieres? ¿Que vienes aquí a escuchar conciertos, a comer chocolate y a calentarte al fuego?
Un bocado de pájaro asado danza entre las mejillas de Hauptmann. Puede que sea la primera vez que Werner contempla en el fino pelo rubio de su profesor, en sus oscuros orificios nasales, en esas pequeñas y casi élficas orejas algo despiadado e inhumano, algo determinado solo a sobrevivir.
—¿Acaso te has creído que eres alguien? ¿Alguien importante?
Werner retuerce la gorra entre las manos a sus espaldas para que sus hombros dejen de temblar.
—No, señor.
Hauptmann dobla la servilleta.
—Tú eres huérfano, Pfennig, no tienes aliados. Puedo hacer contigo lo que quiera, puedo convertirte en un agitador, en un criminal o en un adulto, puedo enviarte al frente y asegurarme de que te encierren en una trinchera helada hasta que los rusos te corten las manos y te las den de comer.
—Sí, señor.
—Te darán las órdenes precisas cuando la escuela esté preparada para dártelas. Ni un minuto antes. Estamos a servicio del Reich, Pfennig, no es él el que nos sirve a nosotros.
—Sí, señor.
—Esta noche vendrás al laboratorio, como siempre.
—Sí, señor.
—Se acabaron los chocolates. Se acabó el trato especial.
En la entrada, después de cerrar la puerta tras él, Werner apoya la frente contra el muro y regresa una imagen de los últimos momentos de la vida de su padre, la crujiente presión de los túneles, el techo desplomándose sobre él, la mandíbula golpeando contra el suelo, el cráneo estallando. No puedo volver a casa, piensa. Pero tampoco puedo quedarme.