Tejiendo calcetines
Werner se despierta pasada la medianoche y encuentra a una Jutta de once años arrodillada en el suelo junto a su catre. Tiene la radio de onda corta en el regazo y junto a ella, sobre el suelo, una hoja de dibujar en la que su imaginación ha intentado plasmar una ciudad llena de ventanas.
Jutta se quita el auricular y le mira de reojo. En la penumbra, las salvajes volutas de su pelo parecen más radiantes que nunca. Una cerilla deslumbrante.
—En la Liga de la Juventud Femenina —murmura— nos obligan a tejer calcetines. ¿Para qué quieren tantos?
—Seguro que el Reich necesita calcetines.
—¿Para qué?
—Para los pies, Jutta, para los pies de los soldados. Déjame dormir.
Como si se hubieran puesto de acuerdo, uno de los chicos —Siegfried Fischer— grita en la planta de abajo una vez y luego otra. Werner y Jutta esperan hasta oír los pasos de frau Elena en las escaleras y luego su amable asistencia. La casa vuelve a quedar en silencio.
—Lo único que te interesa son las matemáticas y jugar con las radios. ¿No quieres saber lo que está pasando?
—¿Qué estás escuchando?
Ella cruza los brazos, se vuelve a poner el auricular y no contesta.
—¿Estás escuchando algo que se supone que no deberías escuchar?
—¿Y a ti qué te importa?
—Es peligroso, por eso me importa.
Ella se tapa el otro oído con un dedo.
—A las otras chicas no parece importarles —susurra Werner—, lo de hacer calcetines, recolectar periódicos y todo eso.
—Estamos bombardeando París —dice ella en voz alta y él resiste el impulso de taparle la boca con la mano.
Jutta le mira desafiante, como si hubiese sido azotada por una especie de viento invisible del Ártico.
—Eso es precisamente lo que estoy escuchando, Werner. Nuestra aviación está bombardeando París.