El arresto del cerrajero

Le cogen a las afueras de Vitré, a unas horas de París. Dos policías con ropa de paisano le sacan del tren ante la mirada asombrada de una docena de pasajeros. Le interrogan en el interior de una furgoneta y luego otra vez en una gélida oficina de entresuelo decorada con espantosas acuarelas de barcos de vapor en altamar. Los primeros interrogadores son franceses, una hora más tarde se convierten en alemanes. Le retienen su cuaderno de notas y su caja de herramientas. Alzan su manojo de llaves y cuentan hasta siete llaves maestras. Quieren saber qué abren esas llaves y para qué utiliza esas pequeñas limas y sierras. ¿Qué les puede decir del cuaderno de notas repleto de medidas arquitectónicas?

Una maqueta para mi hija.

Llaves del museo en el que trabajo.

Por favor.

Le llevan a la fuerza hasta una celda. El cerrojo y las bisagras son tan antiguos que parecen de la época de Luis XIV, de Napoleón quizá. En cualquier momento a partir de ahora el director y algún asistente aparecerá y explicará todo. No hay duda de que ocurrirá.

Por la mañana los alemanes le hacen pasar por un segundo y más lacónico interrogatorio mientras un mecanógrafo registra todo desde una esquina. Parecen estar acusándole de una trama para destruir el Château de Saint-Malo aunque no queda claro por qué lo sospechan. Hablan en un francés correcto y parecen más interesados en las preguntas que en las respuestas. Le niegan el acceso a papel, a ropa, al teléfono. Tienen fotografías suyas.

Se muere de ganas de fumar un cigarrillo. Se tumba boca arriba sobre el suelo y se imagina que besa a Marie-Laure en los ojos mientras duerme. Dos días después del arresto le llevan a un gallinero a unos kilómetros a las afueras de Estrasburgo. A través de la verja observa una columna de colegialas uniformadas caminando en doble fila bajo un sol invernal.

El guarda le lleva sándwiches envasados, queso duro, agua. En el gallinero hay otras treinta personas que duermen sobre la paja o sobre el barro congelado. La mayoría son franceses pero hay también algunos belgas, cuatro flamencos, dos valones. Todos han sido acusados de crímenes de los que hablan siempre con reticencia, nerviosos ante cualquier pregunta que pueda convertirse finalmente en una trampa. Por la noche se comentan rumores entre susurros.

—Estaremos en Alemania unos meses —dice alguien y las palabras van pasando de unos a otros.

—Nos necesitan de mano de obra para las plantaciones mientras sus hombres están en el frente.

—Luego nos enviarán a casa.

Todos los que están allí piensan que es imposible. Y a continuación que tal vez sea cierto. Solo unos meses y luego a casa.

No hay ningún abogado oficial. Ningún tribunal militar. El padre de Marie-Laure pasa tres días temblando en el gallinero. No llega ningún rescate de parte del museo, no aparece ninguna limusina del director, no le permiten escribir cartas. Cuando pide usar un teléfono, los guardias ni siquiera se molestan en sonreír.

—¿Sabes cuándo fue la última vez que nosotros usamos un teléfono?

Cada hora que pasa es una plegaria por Marie-Laure, cada respiración.

El cuarto día todos los prisioneros son apilados en el interior de un camión y llevados hacia el este.

—Estamos cerca de Alemania —susurra un hombre. La ven al otro lado del río: una masa de árboles de baja estatura dispersos sobre campos cubiertos de nieve, negras hileras de viñedos, cuatro columnas de humo gris que se disuelven en un cielo blanquecino.

El cerrajero echa un vistazo. ¿Alemania? No parece muy distinto desde este lado del río.

Podría muy bien tratarse del borde de un precipicio.

La luz que no puedes ver
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