Saint-Malo

Jutta ha terminado los exámenes, Max ha acabado el colegio, y no hará otra cosa que ir a la piscina todos los días, molestar a su padre con acertijos, plegar trescientos aviones como los que el gigante le ha enseñado a hacer. ¿No le vendría bien visitar otro país, aprender un poco de francés, ver el océano? Le hace esas preguntas a Albert aunque los dos saben que no es más que una forma de pedir permiso para ir ella misma, para llevar a su hijo.

El 26 de junio, una hora antes del amanecer, Albert prepara seis sándwiches de jamón y los envuelve en papel de plata. Después lleva a Jutta y a Max a la estación en el Prinz 4, la besa en los labios y ella sube al tren con el cuaderno de Werner y la maqueta de la casa en el bolso.

El viaje dura un día entero. Cuando llegan a Rennes el sol se ha hundido por detrás de la línea del horizonte y un olor a estiércol caliente entra por las ventanas abiertas mientras una hilera de árboles podados pasa a gran velocidad. Gaviotas y cuervos, en proporciones idénticas, siguen a un tractor a través de la nube de polvo que va levantando. Max se come un segundo sándwich de jamón y vuelve a leer su cómic; un manto de flores amarillas resplandece en los campos y Jutta se pregunta si alguna de ellas lo hace sobre los huesos de su hermano.

Antes del anochecer, un hombre bien vestido con una pierna ortopédica sube al tren, se sienta a su lado y enciende un cigarrillo. Jutta aprieta su bolsa entre las rodillas. Está segura de que es un herido de guerra, de que querrá empezar una conversación y de que su pobre francés la traicionará. O tal vez Max intentará decir algo. Puede que el hombre lo sepa ya, es posible que huelan a Alemania.

Él dirá: «Fuiste tú quien me hizo esto».

Por favor, delante de mi hijo no.

Pero el tren continúa moviéndose, el hombre se termina su cigarrillo, le dirige una sonrisa ausente y se queda dormido al instante.

Ella juega con la casita entre los dedos. Llegan a Saint-Malo alrededor de la medianoche y el taxista les deja en un hotel de la Place Chateaubriand. El encargado acepta el dinero que Albert cambió para ella y Max se apoya en su cadera medio dormido. Le da tanto miedo hablar en francés que prefiere irse hambrienta a la cama.

Por la mañana Max la lleva a través de un viejo agujero en las murallas hacia la playa. Corre por la arena a toda velocidad y luego se detiene y mira las murallas que se alzan frente a él como si estuviera imaginando cañones, banderas y arqueros medievales apostados sobre los parapetos.

Jutta no puede dejar de mirar el océano. Es de un verde esmeralda e increíblemente grande. Hay un velero solitario saliendo del puerto. En el horizonte aparecen un par de traineras entre las olas.

A veces me descubro mirándolo y me olvido completamente de mis obligaciones. Es lo bastante grande como para contener en su interior todas las cosas que un hombre puede sentir a lo largo de toda una vida.

Pagan para poder subir a la torre del Château.

—Vamos —dice Max subiendo a toda prisa por las estrechas y empinadas escaleras mientras Jutta resopla detrás. Cada cuarto de giro se abre una angosta ventana de cielo azul; Max prácticamente la arrastra por los escalones.

Desde lo alto pueden ver las pequeñas figuras de los turistas paseando frente a los escaparates. Ha leído cosas sobre el asedio y ha visto fotos de la vieja ciudad antes de la guerra, pero ahora, mirando a través de las enormes casas, a lo largo de esos cientos de tejados, no distingue los rastros de las bombas ni los edificios en ruinas. La ciudad parece haber sido reconstruida por completo.

Piden unas galettes para comer. Ella espera un gesto de sorpresa pero nadie parece advertirlo. No sabe si el camarero no se ha dado cuenta de que es alemana o si es que no le importa. Por la tarde lleva a Max a ver un enorme arco en la parte más alejada de la ciudad llamado Porte de Dinan. Cruzan el muelle y suben hasta un promontorio que cruza la desembocadura del río desde la vieja ciudad. En el interior del parque les esperan las ruinas de un fuerte cubiertas de maleza. Max se detiene en todos los bordes escarpados a lo largo del camino y tira piedras al mar.

Cada cien pasos se cruzan con un gran casquete de acero bajo el cual hubo en su momento un soldado dispuesto a utilizar su cañón contra quien intentara tomar la colina. Algunos de estos fortines están tan cubiertos de cicatrices de los asaltos que apenas consigue hacerse una idea del fuego, la velocidad y el terror de los proyectiles lloviendo sobre ellos. Un pie de acero parece derretido como mantequilla caliente bajo los dedos de un niño.

Lo que tuvo que haber sido estar aquí.

Ahora están llenos de bolsas de patatas, cigarrillos apagados, envoltorios de papel. En el centro del parque, en lo alto de la colina, ondean banderas norteamericanas y francesas. En este lugar, dice un cartel, los alemanes abrieron túneles bajo tierra para luchar hasta el final. Tres adolescentes pasan riéndose y Max les observa con mucha atención. En una pared de cemento llena de abolladuras y cubierta de liquen han atornillado una pequeña placa de piedra. Ici a été tué Buy Gaston Marcel agé de 18 ans, mort pour la France le 11 août 1944. Jutta se sienta en el suelo. El mar tiene un aspecto pesado y es de color gris pizarra. No hay ninguna placa que recuerde a los alemanes que murieron aquí.

moon

¿Por qué ha venido? ¿Qué respuestas espera encontrar? La segunda mañana se sientan en la Place Chateaubriand frente al museo histórico donde hay unos robustos bancos frente a parterres de flores rodeados por altos semicírculos de metal brillante. Bajo los toldos, los turistas curiosean los jerséis de rayas azules y blancas de las tiendas y las acuarelas de barcos cosarios. Un padre canturrea rodeando con el brazo a su hija.

Max alza la mirada del libro y dice:

—Mutti, ¿qué va alrededor del mundo pero se mantiene en una esquina?

—No lo sé, Max.

—El sello de una postal.

El niño le sonríe.

—Vuelvo enseguida —dice ella.

El hombre que está tras la ventanilla del museo tiene unos cincuenta años y lleva barba. Es lo bastante mayor como para recordar. Ella abre el bolso y desenvuelve la casita medio rota diciéndole en su mejor francés:

—Mi hermano tenía esto. Creo que lo encontró aquí durante la guerra.

El hombre niega con la cabeza y ella vuelve a guardarla en el bolso. Luego él le pide que se la enseñe otra vez. Sostiene la casa de la maqueta bajo la lámpara y le da la vuelta hasta que tiene la fachada frente a él.

Oui —dice al fin. Le hace un gesto para que le espere fuera y poco después cierra la puerta tras él y les lleva a ella y a Max por unas estrechas e inclinadas calles. Tras una docena de giros a la izquierda y a la derecha se encuentran frente a la fachada de la casa. Una imitación real de la casa que ahora tiene Max en las manos.

—El número 4 de la rue Vauborel —dice el hombre—, la casa de LeBlanc. Fue subdividida para apartamentos de verano hace años.

El liquen crece entre las piedras y algunos fragmentos de minerales han dejado filigranas o manchas. Unas macetas cubiertas de geranios adornan las ventanas. ¿Hizo Werner la casa en miniatura? ¿La compró?

—¿Había una muchacha? ¿Sabe algo de una muchacha?

—Sí, había una muchacha ciega que vivió en esta casa durante la guerra. Mi madre me contó historias sobre ella. Se marchó cuando la guerra acabó.

Jutta siente unos puntos verdes en la mirada, como si hubiese estado mirando directamente al sol. Max le tira del vestido.

—Mutti, Mutti.

—¿Por qué razón —pregunta luchando con su francés— pudo tener mi hermano una reproducción en miniatura de esta casa?

—Tal vez se la dio la muchacha que vivía aquí. Puedo conseguirle su dirección.

—Mutti, Mutti, mira —dice Max, tirando lo bastante fuerte como para conseguir su atención. Ella mira hacia abajo—. Creo que la casa se abre. Creo que hay una manera de abrirla.

La luz que no puedes ver
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