El más débil

El sargento encargado de los ejercicios de campo es el comandante Bastian, un profesor demasiado entusiasta que tiene una manera efusiva de caminar, una barriga redonda y un abrigo que tiembla bajo el peso de tantas medallas de guerra. La cara está cubierta de marcas de viruela y los hombros parecen tallados en una arcilla suave. No se quita ni un segundo las botas militares con clavos y los cadetes bromean y comentan que salió del útero materno dando patadas con ellas.

Bastian les obliga a memorizar mapas, a estudiar los ángulos de la posición del sol y a que se hagan sus propios cinturones de cuero. Todas las tardes, no importa el tiempo que haga, se pone de pie en el medio del campo y grita las máximas que el Estado desea que conozcan:

—La felicidad depende de la ferocidad. Lo único que mantiene a nuestras queridas abuelas tomando el té con galletas son los puños que tenéis al final de vuestros brazos.

Lleva una antigua pistola colgando del cinturón; los cadetes más entusiastas lo miran con los ojos brillantes. Para Werner, Bastian es un hombre capaz de ejercer la más severa y crónica violencia.

—El cuerpo del ejército —explica haciendo girar el cabo de una manguera de goma de tal forma que su punta pasa zumbando a pocos centímetros de la nariz de uno de los chicos— no se diferencia en nada del cuerpo de un hombre. Al igual que os pedimos a cada uno de vosotros que erradiquéis la debilidad de vuestros cuerpos, así debéis aprender a erradicar la debilidad del cuerpo del ejército.

Una tarde de octubre Bastian saca de la fila a un cadete con los pies torcidos hacia adentro.

—Tú serás el primero. ¿Cómo te llamas?

—Bäcker, señor.

—Bäcker. Cuéntanos, Bäcker: ¿quién es el miembro más débil de este grupo?

Werner se estremece. Es el más pequeño de todos los cadetes de su edad. Intenta inflar el pecho y mantenerse lo más erguido posible. Bäcker recorre la fila con la mirada.

—¿Él, señor?

Werner exhala, Bäcker ha elegido a un chico que está a lo lejos, a la derecha, uno de los pocos cadetes de pelo oscuro. Un tal Ernst. Una elección segura, Ernst es un corredor muy lento, un chico de piernas caballunas que aún tiene que crecer.

Bastian le dice a Ernst que dé un paso al frente. El labio inferior del chico tiembla cuando se da media vuelta y queda frente al grupo.

—No creo que te ayude ponerte a llorar —dice Bastian mientras hace un vago gesto hacia el final distante del campo donde una línea de árboles atraviesa la maleza—. Te daré diez segundos de ventaja. Convénceme antes de que sean ellos los que me convenzan, ¿de acuerdo?

Ernst no asiente ni niega con la cabeza. Bastian finge frustración.

—Cuando levante el brazo izquierdo comienzas a correr tú, cuando levante el brazo derecho comenzáis a correr el resto de vosotros, pardillos. —Bastian da unos pasos caminando como un pato con la manguera de goma alrededor del cuello y la pistola meciéndose a un costado.

Sesenta chicos esperan, cargando de aire los pulmones. Werner piensa en Jutta, en su cabello irisado, su mirada rápida y sus modales francos. A ella jamás la habrían tomado por la más débil. El tal Ernst tiembla de pies a cabeza. Cuando Bastian está a menos de doscientos metros de distancia se da media vuelta y levanta la mano izquierda. Ernst echa a correr con los brazos flojos y las piernas descontroladas. Bastian cuenta hacia atrás desde diez.

—Tres —grita desde lejos—, dos, uno.

Cuando llega a cero levanta el brazo derecho y el grupo se desata. El chico de pelo moreno está a unos cincuenta metros de distancia pero el grupo comienza a ganar terreno a toda velocidad.

Corriendo al límite de sus fuerzas, noventa y nueve chicos de catorce años persiguen a uno. Werner se mantiene en el centro del grupo cuando este comienza a estirarse, con el corazón palpitando en medio de una oscura confusión, preguntándose dónde está Frederick, qué hacen persiguiendo a ese chico y qué se supone que tienen que hacer cuando le cojan.

Aunque lo cierto es que, en un rincón atávico de su cerebro, sabe perfectamente lo que harán.

Algunos corredores son excepcionalmente rápidos y alcanzan a la solitaria figura. Los miembros de Ernst se agitan con furia pero resulta evidente que no está acostumbrado a esprintar y pierde energía. Sobre las olas de hierba, los árboles están transidos por la luz del sol y el grupo se acerca cada vez más. Werner piensa molesto por qué Ernst no puede correr más rápido, por qué no ha practicado. ¿Cómo consiguió pasar el examen de ingreso?

El cadete más rápido estira el brazo intentando tocar la espalda del chico. Casi le tiene. El tal Ernst de pelo oscuro está a punto de ser alcanzado y Werner se pregunta si algo en su interior desea que eso ocurra. Pero el chico consigue llegar hasta el comandante apenas un segundo antes de que el resto se abalance sobre él.

La luz que no puedes ver
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