Frederick

Vive con su madre a las afueras de Berlín Occidental. Su apartamento es el intermedio en un tríplex. La única ventana da a unos liquidámbares, a un enorme y apenas utilizado aparcamiento de supermercado y a una autopista al fondo.

La mayoría de los días Frederick se sienta en el patio trasero y observa cómo la brisa juega con las bolsas de plástico en el aparcamiento. A veces las alza muy alto y hacen giros impredecibles antes de quedarse atrapadas entre las ramas o desaparecer de su vista. Hace dibujos a lápiz de confusas espirales y gruesos sacacorchos. Llena una hoja de papel con dos o tres, le da la vuelta, y a continuación llena también la otra cara. El apartamento está repleto de ellas: hay miles en las encimeras, en los cajones, en el cuarto de baño. Su madre solía tirarlas cuando Frederick no miraba pero últimamente ha empezado a desistir.

—Ese muchacho es como una fábrica —solía decir a sus amigos y trataba de sonreír animosamente, aunque le salía un gesto desesperado.

Ahora vienen pocos amigos. Quedan pocos.

Un miércoles (¿pero qué son los miércoles para Frederick?) su madre llega con el correo.

—Una carta —dice—, para ti.

Después de la guerra, desde hace décadas, ella ha desarrollado el instinto de esconderse. Esconderse de sí misma, de lo que le ha sucedido a su hijo. No era la única viuda que se sentía cómplice de un crimen innombrable. En el interior de un sobre grande hay una carta y un sobre más pequeño. La carta la envía una mujer de Essen que ha seguido el rastro del sobre más pequeño desde su hermano hasta un campo norteamericano de prisioneros de guerra en Francia, luego a un depósito militar de Nueva Jersey, posteriormente a la organización de veteranos alemanes de Berlín Occidental. De allí, a un antiguo sargento, y de él a la mujer que escribe esta carta.

Werner. Aún recuerda a ese muchacho: pelo blanco, manos tímidas, una tenue sonrisa. El único amigo de Frederick. Dice en voz alta:

—Era muy pequeño.

La madre de Frederick le enseña el sobre cerrado (es de color sepia, está viejo y arrugado, y el nombre ha sido escrito con pequeñas letras cursivas), pero él no muestra ningún interés. Ella lo deja sobre la mesa cuando cae la tarde, mide una taza de arroz, lo pone a hervir, y enciende, como hace siempre, todas las lámparas y las luces del techo, no para ver nada en particular, sino sencillamente porque está sola, porque los apartamentos que están a cada lado están vacíos y porque las luces la hacen sentirse como si estuviera esperando a alguien.

Hace un puré de verduras. Le pone a Frederick la cuchara en la boca y él hace ruido al tragar: está feliz. Le limpia la barbilla y le pone una hoja de papel enfrente y él coge su lápiz y empieza a dibujar.

Llena la bañera con agua y jabón. Luego abre el sobre. Dentro hay un grabado doblado de dos pájaros a todo color. Planta acuática - Lavandera. Macho 1. Hembra 2. Dos pájaros sobre un tallo de Arisaema triphyllum. Mira en el interior del sobre buscando una nota, una explicación, pero no encuentra nada.

Recuerda el día en que le compró aquel libro a Fredde: al librero le llevó un buen rato envolverlo. Ella no entendía del todo la atracción que le producía pero estaba segura de que le iba a encantar a su hijo.

Los médicos aseguran que Frederick no tiene recuerdos, que su cerebro mantiene solo las funciones básicas, pero hay momentos en los que ella duda. Aplana las arrugas lo mejor que puede, acerca la lámpara un poco más y pone el grabado frente a su hijo. Él ladea la cabeza y ella trata de convencerse de que lo está observando, pero sus ojos son grises, cerrados, están llenos de sombras y poco después regresa a sus espirales.

Cuando termina de lavar los platos lleva a Frederick al exterior, hasta el patio elevado, como es su costumbre, donde se sienta con el babero todavía al cuello, mirando inconsciente. Mañana intentará enseñarle de nuevo el grabado de los pájaros.

Es otoño y los estorninos vuelan en grandes nubes sobre la ciudad. A veces le parece que él reacciona al verlos, al escuchar todas esas alas batiendo y batiendo y batiendo.

Se sienta mirando la línea de árboles que van hacia el enorme y vacío aparcamiento cuando una sombra oscura atraviesa el reflejo de una farola. Desaparece y aparece de nuevo, y súbita y silenciosamente aterriza en la barandilla a menos de dos metros de distancia.

Es un búho. Grande como un bebé. Retuerce el cuello y parpadea con los ojos amarillos. En la cabeza de ella ruge un único pensamiento: «Has venido a por mí».

Frederick se sienta más rígido.

El búho oye algo. Se queda allí, escuchando de una forma en la que ella jamás ha visto escuchar a nada. Frederick observa y observa.

Luego se marcha: tres audibles sacudidas de las alas y la oscuridad vuelve a engullirlo.

—¿Lo has visto? —susurra—. ¿Lo has visto, Fredde?

Él mantiene la mirada vuelta hacia las sombras, pero ahora solo quedan las bolsas de plástico atrapadas entre las ramas y las docenas de esferas de luz artificial que brillan en el aparcamiento.

—¿Mutti? —dice Frederick—. ¿Mutti?

—Estoy aquí, Fredde.

Ella le pone la mano en la rodilla. Él tiene los dedos cerrados en torno a los brazos de la silla. Todo su cuerpo se pone rígido. Las venas se le marcan en el cuello.

—¿Frederick? ¿Qué sucede?

Él la mira. Sus ojos no parpadean.

—¿Qué hacemos, Mutti?

—Oh, Fredde, estamos aquí sentados. Estamos aquí sentados contemplando la noche.

La luz que no puedes ver
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