Etienne
Durante tres días no se cruza con su tío abuelo, pero en la mañana del cuarto día, cuando va hacia el baño, pisa algo pequeño y duro. Se agacha y lo busca con los dedos.
Es suave y tiene forma oval, una escultura de pliegues verticales tallados en una estrecha espiral. La apertura es ancha y elíptica. Susurra: «Un caracol marino».
A un paso de la primera caracola encuentra otra. Luego una tercera y una cuarta. El rastro de caracolas pasa de largo por el cuarto de baño y emprende vuelo hacia la puerta cerrada de la quinta planta donde, para entonces, ella ya sabe que se encuentra él. Detrás se escucha el susurro de un concierto de piano. Una voz dice:
—Adelante.
Ella espera encontrar un ambiente condensado, cierto olor a anciano, pero la habitación huele ligeramente a jabón, libros y algas secas. No como el laboratorio del doctor Geffard.
—¿Tío abuelo?
—Marie-Laure.
Su voz es baja y suave, como un trozo de seda guardado en un cajón que solo se saca en ocasiones especiales, para acariciarlo con los dedos. Avanza y una mano fría y de huesos frágiles como los de un pájaro la agarra. Le dice que ya se siente mejor.
—Perdona que no haya podido presentarme antes.
El punteo del piano avanza muy despacio. Suena como si se tratara de una docena de pianos al unísono y la melodía naciera de todos los puntos del compás.
—¿Cuántas radios tienes, tío?
—Déjame que te muestre. —Apoya la mano de Marie-Laure sobre un estante—. Esta funciona en estéreo. Sistema heterodino. La monté yo mismo.
Ella imagina a un pianista diminuto vestido de esmoquin tocando en el interior de la máquina. Luego le dirige la mano para que la pose sobre una radio enorme y a continuación sobre una tercera radio del tamaño de una tostadora. En total son once, asegura con un orgullo infantil en la voz.
—Puedo escuchar las radios de los barcos en el mar. Transmisiones de Madrid, Brasil, Londres. En una ocasión sintonicé una emisora de la India. Aquí, a las afueras de la ciudad y en una casa tan alta, hay una recepción soberbia.
Le permite que meta la mano en una caja de fusibles y luego en otra con interruptores. La acompaña hasta las estanterías de libros: los lomos de cientos de ejemplares, una jaula para pájaros, escarabajos en el interior de cajas de cerillas, una trampa para ratones eléctrica, un pisapapeles de cristal en cuyo interior, dice, hay enterrado un escorpión, jarros con diferentes conectores y cientos de objetos que ella es incapaz de identificar.
Tiene a su disposición toda la quinta planta (una enorme habitación, excepto por el descansillo, para él solo). Tres ventanas abiertas que dan a la rue Vauborel en el frente y otras tres que dan al callejón trasero. Hay una vieja y estrecha cama con una colcha suave y bien ajustada. Una mesa limpia y un sofá grande.
—Fin del recorrido —dice él en voz baja. Su tío abuelo parece amable, curioso y completamente sano. Quietud: eso es lo que emana sobre todo. La quietud de un árbol. O de un ratón que parpadea en la oscuridad.
Madame Manec sube con los sándwiches. Etienne no tiene ningún libro de Julio Verne pero asegura que tiene uno de Darwin y le lee un fragmento de El viaje del «Beagle» que traduce del inglés al francés a medida que avanza: «La variedad de especies de arañas saltarinas es casi infinita…». La música sube en espiral desde la radio y es fantástico estar calentita y recién comida, recostada en el sofá, escuchando esas frases que la elevan y la llevan hacia algún otro lugar.
A seis manzanas de distancia queda la oficina de telégrafos. El padre de Marie-Laure acerca la cara a la ventana para observar a las dos motos con sidecar alemanas que pasan rugiendo bajo la Porte Saint-Vincent. Todos los postigos de la ciudad están cerrados pero miles de ojos espían a través de las rendijas sobre los alféizares. Detrás de las motocicletas avanzan dos camiones. Y en la retaguardia resplandece un único Mercedes negro. El sol se refleja en el capó y en los ornamentos cromados cuando la pequeña procesión frena al llegar al paseo de grava que está frente a los muros cubiertos de líquenes del Château de Saint-Malo. Un anciano de piel prodigiosamente morena —alguien le dice que es el alcalde— espera con un pañuelo blanco entre sus enormes manos de marinero; sus muñecas tiemblan casi imperceptiblemente.
Los alemanes saltan de los vehículos, son más de una docena. Sus botas relucen y los uniformes están impecables. Dos llevan claveles. Uno baja a un beagle con una correa, otros miran con la boca abierta la fachada del Château.
Un hombre bajito con uniforme de capitán sale de la parte trasera del Mercedes y se sacude algo invisible de la manga de su abrigo. Intercambia unas cuantas palabras con el delgado aide-de-camp[6], que se las traduce a su vez al alcalde. El alcalde asiente. A continuación el hombre bajito desaparece al otro lado de las enormes puertas. Minutos más tarde el aide-de-camp abre los postigos de una de las ventana superiores y por un instante echa un vistazo a los tejados antes de desplegar una bandera carmesí sobre el ladrillo y ajustar los ojales al alféizar.