La conserjería
Cataratas congénitas. En ambos ojos. Incurables.
—¿Puedes ver esto?
Marie-Laure jamás volverá a ver nada. Los lugares que alguna vez le resultaron cercanos —el apartamento de cuatro habitaciones que compartía con su padre, la pequeña plaza rodeada de árboles al final de la calle— se han convertido en laberintos llenos de peligros. Los cajones nunca están donde deberían. El lavabo es un abismo. El vaso con agua está siempre demasiado cerca o demasiado lejos y sus dedos son demasiado grandes, siempre demasiado grandes.
¿Qué es la ceguera? Donde debería estar la pared, sus manos no encuentran nada. Y donde no debería haber nada, la pata de una mesa se le clava en la espinilla. Los coches rugen en la calle, las hojas zumban en el cielo y la sangre susurra en sus oídos internos. En el rellano de la escalera, en la cocina, incluso detrás de la cama las voces de los adultos parecen perder la esperanza.
—Pobre niña.
—Pobre monsieur LeBlanc.
—No lo ha tenido fácil. Su padre murió en la guerra, su mujer murió en el parto. ¡Y ahora esto!
—Es como si fuera víctima de una maldición.
—Pobrecita. Y pobre él también.
—La tiene que mandar lejos.
Son meses de moratones y desastres: las habitaciones se mecen como veleros, Marie-Laure choca de bruces contra las puertas entreabiertas, su único santuario es la cama, con el dobladillo del edredón bajo la barbilla. Su padre fumando un cigarrillo a su lado mientras talla otra de sus pequeñísimas maquetas, hace tap tap tap con su pequeño martillo y un chirrido rítmico, reconfortante, con su pequeño trozo de papel de lija.
La desesperación no dura mucho. Marie-Laure es demasiado joven y su padre muy paciente. No existen, asegura, las maldiciones. Como mucho hay suerte, buena y mala, una leve inclinación hacia el éxito o el fracaso, pero nada de maldiciones.
Seis días a la semana él la despierta antes del amanecer y ella mantiene los brazos extendidos en el aire mientras él la viste. Le pone las medias, el vestido, el jersey. Si hay tiempo, intenta que ella se ate sola los cordones de los zapatos. Luego toman una taza de café juntos en la cocina: caliente, fuerte, con todo el azúcar que le quiera poner.
A las seis y cuarenta ella coge su bastón blanco que está en el rincón, engancha un dedo en la parte trasera del cinturón de su padre y le sigue cuatro pisos por las escaleras y seis manzanas hasta el museo.
Él abre la Entrada 2 a las siete en punto. En el interior la aguardan olores ya familiares: las cintas de la máquina de escribir, la cera del suelo, el polvo. También el eco familiar de sus propias pisadas mientras atraviesan la galería central. Saluda a uno de los guardias nocturnos, luego a un celador, le contestan siempre con las mismas dos palabras: Bonjour, bonjour.
Dos veces a la izquierda, una a la derecha. El llavero de su padre tintinea. Una cerradura se abre, una puerta se abre.
Dentro está la conserjería y en su interior las seis vitrinas con cristal en las que miles de llaves de hierro cuelgan en sus clavos. Hay teclas y llaves maestras, hay llaves graciosas y otras más serias, llaves de ascensores y llaves de repisas. Hay llaves tan largas como el antebrazo de Marie-Laure y otras más pequeñas que su pulgar.
El padre de Marie-Laure es el cerrajero mayor del Museo Nacional de Historia Natural. Entre los laboratorios, los almacenes, cuatro museos públicos en edificios independientes, las colecciones de animales, los invernaderos, los cientos de metros cuadrados de jardines medicinales y decorativos en el Jardin des Plantes y más de una docena de taquillas y pabellones, su padre calcula que en total hay unas doce mil cerraduras en todo el complejo del Museo. Y no existe nadie capaz de discutir esa cuestión.
Se pasa la mañana al frente de la conserjería entregando llaves a los empleados: primero llegan los encargados del zoológico, luego los empleados administrativos siempre a toda prisa y antes de las ocho, luego los técnicos en tropel, los bibliotecarios y los asistentes y por último los científicos, a cuentagotas. Todas las llaves están numeradas y clasificadas por color. Cada empleado, desde los cuidadores hasta el director, debe llevar siempre consigo su llave. Nadie puede marcharse de su puesto de trabajo con su llave, nadie la puede dejar sobre el escritorio. Después de todo, en el museo hay piezas de jade del siglo XIII de valor incalculable, cavansita de la India y rodocrosita de Colorado. Bajo llave, su padre ha diseñado un espacio para conservar un dispensario florentino esculpido en lapislázuli que especialistas de todo el mundo vienen cada año a examinar desde ciudades que están a miles de kilómetros.
Su padre la pone a prueba: ¿esta es la llave de la bóveda o de un candado, Marie? ¿Esta es la llave de una alacena o la de una cerradura de seguridad? La pone a prueba sobre la ubicación de las vitrinas y sobre el contenido de los armarios. Constantemente apoya algún objeto inesperado en la palma de sus manos: una bombilla, un pescado fosilizado, una pluma de flamenco.
Todas las mañanas, incluso los domingos, la obliga a sentarse frente a un libro de ejercicios en braille durante un hora. La A es un punto en la esquina superior. La B son dos puntos formando una línea vertical. Jean. Visita. Al. Panadero. Jean. Visita. Al. Quesero.
Por la tarde la lleva consigo a hacer el recorrido. Le echa aceite a los pestillos, repara los armarios, pule los escudetes alrededor de las cerraduras. La guía vestíbulo tras vestíbulo, galería tras galería. Algunos estrechos pasillos desembocan en enormes bibliotecas, las puertas de cristal se abren a invernaderos inundados por el olor del humus, del papel de periódico mojado y de las lobelias. Los depósitos de los carpinteros, los estudios de los taxidermistas, cientos de metros cuadrados con cajones y estantes repletos de especímenes, museos enteros dentro del museo.
Algunas tardes deja a Marie-Laure en el laboratorio del doctor Geffard, un envejecido especialista en moluscos cuya barba siempre huele a lana húmeda. El doctor Geffard deja de hacer lo que esté haciendo, abre una botella de Malbec y le habla a Marie-Laure con voz susurrante sobre los arrecifes que visitó en su juventud: en las islas Seychelles, en Belice, en Zanzíbar. La llama Laurette. Todos los días almuerza pato asado a las tres de la tarde. Controla un catálogo aparentemente infinito de nombres latinos compuestos.
En la pared del fondo del laboratorio del doctor Geffard hay armarios que tienen más cajones de los que ella es capaz de contar y él le da permiso para que los abra uno tras otro y coja las conchas —caracolas, olivas, cymbiolas imperiales de Tailandia, conchas de gasterópodos de la especie Lambis traídas de la Polinesia—; el museo conserva más de diez mil especímenes, casi la mitad de los que se conocen en el mundo, y Marie-Laure puede jugar con la mayoría de ellos.
—Esa concha, Laurette, pertenecía a una caracola violácea, un tipo de caracol ciego que pasa toda su vida en la superficie del mar. En cuanto es liberado en el océano, el caracol agita el agua para crear burbujas sobre las que desprende una mucosidad que le permite construirse una balsa. Después flota a la deriva y se alimenta de cualquier criatura acuática invertebrada que pase por allí, pero, si en algún momento pierde su balsa, se hunde y se ahoga.
La concha de una Carinária es, al mismo tiempo, liviana y pesada, dura y suave, lisa y áspera. El caracol Murex que el doctor Geffard tiene sobre su escritorio la mantiene entretenida durante media hora: las espinas huecas, las espirales rígidas, la grieta profunda. Es un bosque de puntas, cavidades y texturas. Un reino.
Sus manos se mueven incesantemente recolectando información, palpando, haciendo pruebas. Las plumas del pecho de una paloma disecada y montada son increíblemente suaves, su pico afilado como una aguja. El polen en la punta de las anteras de los tulipanes no parece polvo sino pequeñas motas de aceite. Comprende que tocar algo de verdad —la corteza de un sicómoro en el parque, una abeja sujeta con alfileres en el Departamento de Entomología, el interior de una vieira exquisitamente pulido en el despacho del doctor Geffard— es comenzar a amarlo.
En casa, por la noche, el padre guarda los zapatos de los dos en el mismo cubículo y cuelga los abrigos en el mismo gancho. Marie-Laure cuenta seis bandas rugosas colocadas a la misma distancia en el suelo de la cocina hasta llegar a la mesa y luego sigue el cordel que su padre ha instalado desde la mesa hasta el baño. Él sirve la cena en un plato redondo y le describe la posición de los alimentos según las agujas del reloj. «Las patatas a las seis en punto, ma chérie. Los champiñones a las tres». Luego enciende un cigarrillo y se va a trabajar en sus maquetas sobre la mesa de trabajo que está en un rincón de la cocina. Está construyendo una maqueta a escala del vecindario completo, de los edificios altos con cristales, de las alcantarillas, de la laverie, de la boulangerie y de la pequeña place[2] al final de la calle, con sus cuatro bancos y sus diez árboles. En las noches cálidas Marie-Laure abre las ventanas de su cuarto y oye el rumor de la noche que cae sobre las terrazas, los frontales y las chimeneas, lánguida y pasiva, hasta que el barrio real y el de miniatura comienzan a mezclarse en su mente.
Los martes el museo permanece cerrado. Marie-Laure y su padre se quedan durmiendo y a luego toman su café doble con azúcar. Caminan hasta el Panthéon, hasta algún mercado de flores o junto a la ribera del Sena. Cada cierto tiempo visitan una librería. Él le alcanza algún diccionario, un periódico o una revista llena de fotografías.
—¿Cuántas páginas, Marie-Laure?
Ella recorre con la uña el lomo.
—¿Cincuenta y dos?
O:
—¿Setecientas cinco?
O:
—¿Ciento treinta y nueve?
Él le retira el pelo detrás de las orejas y la levanta por encima de su cabeza. Le dice que ella es su émerveillement[3]. Le dice que jamás la abandonará, nunca.