Las vigas

Los proyectiles caen sobre sus cabezas haciendo temblar el sótano como trenes de mercancías al pasar. Werner imagina a los artilleros americanos: observadores tras las miras, apostados en rocas, sobre tanques de agua o en las barandillas de hoteles, oficiales que miden la velocidad del viento, la elevación de los cañones, la temperatura del aire, encargados de radio con auriculares de teléfono en el oído que indican un objetivo.

Tres grados a la derecha, el mismo alcance. Voces tranquilas y cansadas que dirigen el ataque. Tal vez la misma voz que utiliza Dios cuando convoca a las almas. Por aquí, por favor.

No son más que números, pura matemática. Tienes que acostumbrarte a pensar de esa forma. En su lado ocurre lo mismo.

—Mi bisabuelo —dice Volkheimer de pronto— era un leñador en la época previa a los barcos de vapor, cuando todo el mundo navegaba a vela.

Werner no está seguro pero en la oscuridad le parece que Volkheimer está de pie recorriendo con los dedos una de las tres vigas astilladas que soportan el techo. Tiene las rodillas dobladas para colocarse a la altura. Como Atlas a punto de acomodarse la carga sobre los hombros.

—En aquella época —dice Volkheimer— toda Europa necesitaba mástiles para los barcos pero en casi todos los países se habían talado los árboles más grandes. Inglaterra, decía mi bisabuelo, no tenía ningún árbol que valiera la pena en toda la isla de modo que los mástiles para los barcos británicos y españoles, y también para los portugueses, salían de Prusia, de los bosques en los que yo crecí. Mi bisabuelo sabía dónde estaban los gigantes. Algunos de aquellos árboles eran tan grandes que un equipo de cinco hombres tardaba tres días en tirarlos abajo. Primero se introducía las cuñas, como agujas en la piel de un elefante (eso decía él). Los troncos más grandes eran capaces de tragar cien cuñas antes de crujir.

Resuena la artillería, tiembla el sótano.

—Mi bisabuelo me dijo que le agradaba imaginar esos árboles siendo arrastrados por caballos por toda Europa, cruzando ríos o el mar de Bretaña, para ser pulidos, tratados y alzados de nuevo como mástiles, un lugar desde el que podrían contemplar décadas de batallas en una segunda vida, navegar por los grandes océanos hasta caer de nuevo en una segunda muerte.

Cae un nuevo proyectil y a Werner le parece escuchar el crujido de la madera de los mástiles que hay encima de ellos. En algún momento ese trozo de carbón fue una planta verde, un helecho o un junco vivo hace un millón de años, dos millones de años o cien millones de años. ¿Os imagináis lo que son cien millones de años?

—Del lugar del que yo vengo también sacan árboles. Árboles prehistóricos —dice Werner.

—Estaba desesperado por marcharme de allí —dice Volkheimer.

—Yo también.

—¿Y ahora?

Bernd se pudre en la esquina. Jutta camina por algún lugar del mundo, contempla las sombras que se desenredan de la oscuridad de la noche, ve a los mineros salir al amanecer. Eso bastaba cuando Werner era un muchacho, ¿no es cierto? Un mundo de flores salvajes que brotan de las formas oxidadas. Un mundo de alambradas y pieles de zanahorias y cuentos de hadas de frau Elena, de áspero olor a alquitrán y del sonido de los trenes que pasan y el de las abejas al volar sobre las macetas. Las cuerdas, los cables y la voz de la radio ofrecen un telar en el que prender sus sueños.

La luz que no puedes ver
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