Algo prometedor

Mientras el resto de los chicos juegan a la rayuela en el callejón o nadan en el canal, Werner se sienta a solas bajo su claraboya y hace pruebas con la radio. En una semana logra desarmarla y volver a armarla con los ojos cerrados. El condensador, el inductor, la rosca para sintonizar y los cascos. Un alambre va a tierra y el otro al cielo. No hay nada en el mundo que parezca tener tanto sentido.

Recoge partes en los almacenes: pequeños trozos de cable de cobre, tornillos y un destornillador doblado. Se gana a la mujer del farmacéutico para que le dé unos cascos rotos, rescata un solenoide de un timbre desechado, lo suelda a una resistencia y construye un megáfono. Durante el mes siguiente se las arregla para rediseñar el aparato por completo, agrega algunas partes por aquí y otras por allá y lo conecta a una fuente de alimentación.

Todas las noches baja su radio a la sala y frau Elena deja que los más pequeños la escuchen durante una hora. Sintonizan informativos, conciertos, óperas, oyen al coro nacional y espectáculos de música folclórica. Son doce niños en semicírculo alrededor del aparato junto a frau Elena.

«Estamos viviendo una época emocionante —dice la radio—, no debemos quejarnos. Nos pondremos en pie con firmeza y ningún ataque conseguirá acabar con nosotros».

A las niñas más mayores les gustan las competiciones de canto, las clases de gimnasia que retransmiten por la radio y un anuncio que ponen con frecuencia llamado «Consejos de ocasión para los enamorados», que provoca el aullido de los más pequeños. A los pequeños les gustan las obras, los boletines, los himnos militares. A Jutta le gusta el jazz. A Werner le gusta todo. Los violines, la trompeta, la batería, los discursos —una boca que le habla a un micrófono en una noche lejana pero simultánea—, un hechizo que lo mantiene embelesado.

«¿Es acaso un milagro —pregunta la radio— que la valentía, la confianza y el optimismo hayan crecido hasta llenar el corazón de los alemanes? ¿Acaso no es la llama de una nueva fe la que ha nacido en esta disposición al sacrificio?».

Ciertamente, a medida que pasan las semanas, a Werner le parece que algo nuevo está naciendo. La producción de las minas aumenta y el desempleo cae. De pronto en las cenas del domingo hay carne, cordero, cerdo, salchichas de Frankfurt…, cosas que hace solo un año habrían sido unas extravagancias inauditas. Frau Elena compra un sillón tapizado de pana naranja y un fogón con anillos negros en las placas. Llegan tres Biblias del consistorio en Berlín y una caldera para lavar la ropa que entregan por la puerta trasera. Werner recibe pantalones nuevos y a Jutta le tocan un par de zapatos. En las casas de los vecinos suenan llamadas de trabajo.

Una tarde, cuando camina de regreso a casa después de las clases, Werner se detiene frente a la farmacia y aplasta la nariz contra el cristal: unos soldados de metro y medio de altura pertenecientes a las tropas de asalto desfilan al otro lado, cada hombrecito de juguete lleva una camisa marrón y un pequeño brazalete rojo, algunos llevan flautas, otros tambores, un par de oficiales van a horcajadas sobre sementales negros, brillantes. Por encima de todos, suspendido de un cable, se ve un reloj de hojalata con puentes de madera y una hélice giratoria que hace una órbita eléctrica, hipnótica. Werner lo estudia a través del cristal un buen rato, tratando de comprender cómo funciona.

Cae la noche, es el otoño de 1936 y Werner carga la radio escaleras abajo y la apoya en un aparador. El resto de los niños se mueven inquietos a su alrededor, a la expectativa. El transistor zumba al calentarse. Werner da un paso atrás con las manos en los bolsillos. Del altavoz sale el canto de un coro de niños: «Solo queremos trabajar, trabajar y trabajar y trabajar, marchar hacia un glorioso trabajo por la patria». A continuación comienza una obra de teatro patrocinada por el gobierno de Berlín: la historia de unos invasores que se cuelan en una aldea en mitad de la noche.

Los doce niños se sientan cautivados. En la obra, los invasores tienen la nariz aguileña y son dueños de grandes almacenes, deshonestos joyeros o banqueros inmorales. Venden basura brillante, dejan sin trabajo a los hombres de negocios de las aldeas, traman el asesinato de niños alemanes mientras duermen. Hasta que un vigilante, un humilde vecino del lugar, comprende la trama, llama a la policía y aparecen oficiales grandes, apuestos y sonoros, de espléndidas voces. Tiran abajo las puertas, sacan a rastras a los invasores y suena una marcha patriótica. Todo el mundo vuelve a ser feliz.

La luz que no puedes ver
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