Los boches

El padre dice que sus armas brillan como si jamás hubiesen disparado. Que sus botas están limpias y sus uniformes impolutos. Que da la sensación de que han bajado de un tren con aire acondicionado.

Las mujeres del pueblo que se detienen frente a la puerta de la cocina de madame Manec, solas o acompañadas, dicen que los alemanes (a los que llaman los boches) han comprado hasta la última postal en las farmacias, que los boches compran muñecas de paja y melocotones en almíbar y pasteles rancios de los escaparates de las confiterías, que los boches compran camisas de monsieur Verdier y lencería de monsieur Morvan, que los boches reclaman cantidades absurdas de mantequilla y de queso, que los boches se han bebido hasta la última botella de champán que el caviste les ha vendido.

Hitler, murmuran las mujeres, está visitando los monumentos parisinos.

Se han instalado los toques de queda. Se ha prohibido todo tipo de música en la calle. Se han prohibido los bailes públicos. El país entero está de luto y nosotros debemos comportarnos respetuosamente, anuncia el alcalde. Lo que no queda claro es bajo qué autoridad lo dice.

Cada vez que se acerca, Marie-Laure oye el chasqueo que emite su padre al encender otra cerilla. Sus manos se agitan en el interior de los bolsillos. Durante las mañanas alterna la cocina de madame Manec con el estanco y la oficina de correos, donde hace interminables colas para utilizar el teléfono. Por las tardes repara cosas aquí y allá en la casa de Etienne, la puerta suelta de un armario, el tablón chirriante de un escalón. Le pregunta a madame Manec sobre la fiabilidad de los vecinos. Abre y cierra la caja de herramientas una y otra vez hasta que Marie-Laure le suplica que se detenga.

Un día Etienne se sienta junto a Marie-Laure y comienza a leerle con su voz ligera. Luego sufre algo que él llama dolor de cabeza y se encierra en su estudio bajo llave. Madame Manec le entrega a escondidas a Marie-Laure barras de chocolate y trozos de pastel. Esta mañana ha exprimido unos limones en unos vasos con agua y azúcar y le ha dicho a Marie-Laure que podía beber todo lo que quisiera.

—¿Cuánto tiempo suele quedarse ahí, madame?

—A veces uno o dos días —responde madame Manec—, otras veces más.

La primera semana en Saint-Malo se convierte en la segunda. Marie comienza a tener la sensación de que su vida, como en Veinte mil leguas de viaje submarino, se ha interrumpido a la mitad. Estaba el primer volumen, cuando Marie-Laure y su padre vivían en París e iban al trabajo, y ahora está el segundo volumen, en el que los alemanes cruzan con sus motocicletas estas calles estrechas y extrañas y en el que su tío desaparece en el interior de su propia casa.

—Papá, ¿cuándo nos marcharemos?

—Tan pronto como tenga noticias de París.

—¿Por qué tenemos que dormir en esta habitación tan pequeña?

—Podríamos limpiar una de las habitaciones de abajo, si prefieres.

—¿Y por qué no la habitación que está frente a la nuestra?

—Etienne y yo decidimos no utilizarla jamás.

—¿Por qué?

—Porque pertenecía a tu abuelo.

—¿Cuándo podré ir al mar?

—Hoy no, Marie.

—¿Podemos salir a dar una vuelta a la manzana?

—Es demasiado peligroso.

Tiene ganas de chillar. ¿Qué peligro les acecha? Cuando abre la ventana del dormitorio no oye gritos ni explosiones, apenas el canto de unos pájaros a los que su tío llama «glotones», el mar y de vez en cuando el vuelo de un avión sobre sus cabezas.

Se pasa las horas memorizando la casa. La primera planta pertenece a madame Manec. Es limpia y navegable y siempre hay algún visitante que llega hasta la cocina para intercambiar chismes de pueblo. Está el comedor, el vestíbulo, un aparador en el recibidor lleno de viejos platos que tiemblan cada vez que alguien pasa a su lado y una puerta en la cocina que da directamente a la habitación de madame: una cama, un lavabo y un armario.

Once serpenteantes escalones llevan hasta una segunda planta repleta de los olores de un pasado de grandeza, un viejo cuarto de costura y el cuarto de la empleada. Justo ahí, en el descansillo, le comenta madame Manec, a los portadores se les cayó el ataúd de la tía abuela de Etienne.

—El ataúd se dio media vuelta y el cadáver rodó por la escalera. Todo el mundo se quedó horrorizado, aunque a ella no pareció importarle mucho.

La tercera planta está más desordenada: cajas con jarras, discos de metal, sierras oxidadas, cubos repletos de lo que han debido ser componentes eléctricos, manuales de ingeniería apilados junto al lavabo. En la cuarta planta hay cosas por todas partes, en las habitaciones, en los pasillos y a lo largo de la escalera: cestas de lo que parecen partes de máquinas, cajas de zapatos llenas de tornillos, antiguas casas de muñecas construidas por su bisabuelo. El estudio de Etienne ocupa toda la quinta planta. A ratos está en silencio y a ratos lleno de voces o de música o del sonido de la estática.

Por último está la sexta planta. El minúsculo dormitorio de su abuelo a la izquierda, el baño justo en el medio y la pequeña habitación en la que duerme con su padre a la derecha. Cuando sopla viento, algo que ocurre casi siempre, con el crujido de las paredes y el golpeteo de los postigos, las habitaciones sobrecargadas y la escalera que gime con severidad en el centro, la casa parece de un material similar al del interior de su tío: aprensiva, aislada, repleta de maravillas cubiertas de telas de araña.

En la cocina las amigas de madame Manec montan un gran alboroto por el pelo y las pecas de Marie-Laure. Las mujeres dicen que en París la gente hace hasta cinco horas de cola para conseguir una barra de pan, que se están comiendo a sus mascotas y que machacan a las palomas con ladrillos para hacer sopa. No hay cerdos, ni conejos, ni coliflores. Los faros de los coches están todos pintados de azul y por las noches la ciudad está tan silenciosa como un cementerio: no hay autobuses, trenes ni apenas gasolina. Marie-Laure se sienta frente a la mesa cuadrada con un plato de galletas frente a ella y se imagina a las viejas con sus manos venosas, sus ojos lechosos y sus grandes orejas. Desde la ventana de la cocina se oye el uit, uit, uit de una golondrina, los pasos sobre la muralla y el tintineo de los mástiles, las bisagras y cadenas de los barcos en el puerto. Fantasmas. Alemanes. Caracoles.

La luz que no puedes ver
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