Rendición obligatoria
Marie-Laure tiene que insistir tres veces a su padre antes de que él por fin lea la noticia en voz alta: «Todos los miembros de la población deberán renunciar a los receptores de radio que estén en su posesión. Las radios serán entregadas en el número 27 de la rue de Chartres antes del mediodía de mañana. Quien no cumpla esta orden será arrestado por sabotaje».
Nadie dice nada por el momento pero en el interior de Marie-Laure se despierta una vieja ansiedad.
—¿Y él…?
—Está en la vieja habitación de tu abuelo —dice madame Manec.
El mediodía del día siguiente. La mitad de la casa, piensa Marie-Laure, está ocupada por receptores de radio y por partes que los componen.
Madame Manec llama a la puerta de la habitación de Henri pero nadie contesta. Esa misma tarde empaquetan el equipo en el estudio de Etienne. Madame y el padre desconectan las radios y las embalan, Marie-Laure se sienta en el sofá a escuchar cómo se marchan uno a uno todos los receptores: la vieja Radiola 5, la G.M.R. Titan, la G.M.R. Orphée. Una Delco de 32 voltios que Etienne trajo en barco desde Estados Unidos en 1922.
El padre envuelve la más grande en cartón y utiliza un viejo carrito con ruedas para bajarla por las escaleras. Marie-Laure siente que se le entumecen las manos sobre el regazo y piensa en la máquina que hay en el desván, en sus cables e interruptores. Un transmisor para hablar con los fantasmas. ¿Se le puede considerar también un receptor de radio? ¿Debería mencionarlo? ¿Lo saben papá y madame Manec? Por lo visto no. Por la tarde la niebla ocupa la ciudad y trae con ella un frío aroma a pescado. Comen patatas con zanahorias en la cocina y madame Manec deja un plato en la puerta de Henri después de llamar sin éxito, pero nadie toca la comida.
—¿Y qué van a hacer con las radios? —pregunta Marie-Laure.
—Las enviarán a Alemania —contesta el padre.
—O las tirarán al mar —dice madame Manec—. Vamos, niña, tómate ese té, tampoco es el fin del mundo. Esta noche te pondré otra manta en la cama.
A la mañana siguiente Etienne sigue encerrado en la habitación de su hermano. Marie-Laure no podría decir si sabe lo que está sucediendo en la casa. A las diez de la mañana su padre comienza a llevar las radios a la rue de Chartres. Un viaje, dos, tres y cuando regresa para poner sobre el carrito la última radio, Etienne todavía no ha aparecido. Marie-Laure le da la mano a madame Manec cuando escucha que se cierra la verja, y oye a continuación el sonido del carrito que su padre empuja por la rue Vauborel.