Berlín

En enero de 1945, frau Elena y las últimas cuatro niñas que aún viven en el orfanato (las gemelas Hannah y Susanne Gerlitz, Claudia Förster y una Jutta Pfennig de quince años) son trasladadas de Essen a Berlín para trabajar en una fábrica de maquinaria.

Durante diez horas al día, seis días a la semana, desarman descomunales presas de forjado y amontonan el material utilizable en cajas que se transportan en trenes de carga. Desatornillar, serrar, cargar. Casi siempre frau Elena trabaja cerca de ellas llevando una parka hecha trizas que ha encontrado, murmurando en francés para sí misma o cantando canciones de su infancia.

Viven sobre una imprenta abandonada el mes anterior. Hay cientos de cajas de diccionarios a medio imprimir apiladas en los pasillos y las muchachas los queman página tras página en una barriguda estufa de hierro.

Ayer quemaron Dankeswort, Dankesworte, Dankgebet, Dankopfer.

Hoy Frauenverband, Frauenverein, Frauenvorsteher, Frauenwahlrecht.

Para comer, toman repollo y cebada en la cantina de la fábrica a mediodía y hacen interminables colas para recibir su ración por la noche. La mantequilla se corta en pequeñas porciones: tres veces a la semana, cada una recibe un cubo del tamaño de la mitad de un terrón de azúcar. El agua llega desde un grifo a dos manzanas de distancia. Las madres con niños no encuentran ropa de bebé ni cochecitos ni apenas leche de vaca. Algunas rompen las sábanas en tiras para hacer pañales; otras encuentran periódicos, los doblan en triángulos y se los ponen a los bebés entre las piernas.

Al menos la mitad de las chicas que trabajan en la fábrica no saben leer ni escribir, de modo que es Jutta la que les lee las cartas que llegan de los novios o padres o hermanos que están en el frente. A veces también les escribe las respuestas: «¿Te acuerdas de cuando comíamos pistachos y aquellos helados de limón con formas de flores? ¿Te acuerdas de cuando dijiste…?».

Los bombarderos vienen durante toda la primavera, todas y cada una de las noches; su único objetivo parece ser el de destruir la ciudad hasta sus cimientos. La mayoría de las noches las chicas corren hasta el final de la manzana y trepan hasta un estrecho refugio, y el estrépito de los edificios al derrumbarse las mantiene despiertas.

De vez en cuando, de camino a la fábrica, ven los cadáveres, momias carbonizadas, gente que ha ardido y es ya irreconocible. En otras ocasiones los cadáveres no tienen heridas aparentes, y son esos los que más atemorizan a Jutta: gente que parece que en cualquier momento va a levantarse y a reanudar su trabajo, como los demás.

Pero no se despiertan.

En una ocasión ve una fila de tres niños boca abajo con mochilas a las espaldas. Su primer pensamiento es: despertaos, a la escuela. Pero luego piensa que puede que haya comida en esas mochilas.

Claudia Förster deja de hablar. Pasan días enteros y no dice ni una palabra. La fábrica se queda sin materiales. Se oyen rumores de que ya no hay nadie a cargo, que el cobre, el zinc y el acero que se han matado por recuperar se ha cargado en trenes y se ha dejado en una vía muerta sin que nadie lo recoja.

Deja de llegar el correo. A finales de marzo cierra la fábrica de maquinaria y frau Elena y las muchachas son trasladadas a trabajar en una empresa civil que se dedica a limpiar las calles tras los bombardeos. Levantan bloques de mampostería, retiran el polvo y los cristales rotos. Jutta oye hablar de chicos de entre dieciséis y diecisiete años aterrados, locos por volver al hogar, de ojos temblorosos, que aparecen en las puertas de sus madres solo para ser arrastrados dos días más tarde entre alaridos fuera de sus escondites y ajusticiados en la calle por desertores. Imágenes de su infancia —montada en un carro detrás de su hermano, rebuscando entre la basura— vuelven a su mente. Tratando de rescatar algo que brille del lodo.

—Werner —susurra en voz alta.

En el otoño, en Zollverein, recibe dos cartas en las que se le informa de su muerte. Cada una menciona diferentes lugares de entierro: La Fresnais y Cherburgo. Tiene que buscarlas, son ciudades en Francia. A veces, en sus sueños, está en pie junto a él frente a una mesa cubierta de tornillos y correas y motores. Estoy haciendo algo, dice. Estoy construyendo una cosa. Pero no continúa haciéndolo.

En abril las mujeres solo hablan de los rusos y de las cosas que les harán, la venganza que se querrán cobrar. Son bárbaros, dicen. Tártaros, Russkis, salvajes, canallas. Los cerdos están en Strausberg. Los ogros en los suburbios.

Hannah, Susanne, Claudia y Jutta duermen en el suelo apiñadas. ¿Queda algo de bondad en todo este baluarte en ruinas? Un poco. Una tarde, Jutta regresa a casa cubierta de polvo y descubre que la gran Claudia Förster se ha encontrado una caja de panadería cerrada con cinta dorada. Las manchas de grasa se filtran a través del cartón. Todas las muchachas la contemplan como si fuera algo de otro mundo.

En el interior les esperan quince pasteles separados por cuadrados de papel encerado y rellenos de fresa confitada. Las cuatro muchachas y frau Elena se sientan en su húmedo apartamento, bajo la lluvia de primavera que cae sobre la ciudad, con toda la ceniza flotando entre las ruinas, todas las ratas asomándose desde las cuevas que han formado los ladrillos caídos, y cada una come tres pasteles sin dejar nada para más tarde, con las narices manchadas de azúcar, la mermelada entre los dientes y un vértigo electrizado en la sangre.

Solo una gigantona y petrificada Claudia podía obrar un milagro como ese. Solo ella podía ser lo bastante buena para compartirlo.

Las mujeres jóvenes que aún quedan se visten con harapos y se esconden en sótanos. Jutta escucha que las abuelas restriegan a sus nietas con heces, les cortan el pelo con cuchillos de cocina, cualquier cosa con tal de hacerlas menos atractivas para los rusos.

Escucha que las mujeres ahogan a sus hijas.

Escucha que se puede oler la sangre que los cubre desde un kilómetro de distancia.

—Ya no queda mucho —dice frau Elena con las palmas abiertas sobre la estufa, frente a un agua que se resiste a hervir.

Los rusos llegan un limpio día de mayo. Solo son tres y solo llegan esa única vez. Entran en la imprenta que hay abajo buscando alcohol pero no encuentran nada y se ponen a hacer agujeros en las paredes. Se oye un crujido y un temblor, una bala que silba sobre una vieja prensa desmantelada, y en el apartamento de arriba frau Elena se sienta con su parka hecha jirones y una edición abreviada del Nuevo Testamento en el bolsillo, sostiene las manos de las muchachas y mueve los labios en una plegaria silenciosa.

Jutta se permite creer que no subirán las escaleras. Durante algunos minutos no lo hacen. Hasta que lo hacen y sus botas comienzan a resonar escaleras arriba.

—Permaneced tranquilas —dice frau Elena a las muchachas. Hannah y Suzanne, Claudia y Jutta, ninguna tiene más de dieciséis años. Frau Elena habla en voz baja con tono desmoralizado, pero no parece asustada. Decepcionada, tal vez—. Permaneced tranquilas y no dispararán. Me aseguraré de ir la primera. Después de eso serán más amables.

Jutta se sujeta las manos tras la cabeza para evitar que tiemblen. Claudia parece muda, sorda.

—Y cerrad los ojos —dice frau Elena.

Hannah solloza.

—Yo quiero verles —dice Jutta.

—Entonces déjalos abiertos.

Los pasos se detienen al final de la escalera. Los rusos buscan en los armarios y ellas oyen cómo dan patadas a los cubos y fregonas ebrios y tiran diccionarios escaleras abajo hasta que uno abre el picaporte. Le dice algo a otro y la puerta se abre de golpe.

Uno es un oficial, los otros dos no tienen más de diecisiete años. Todos están sucios más allá de lo imaginable pero, en algún lugar en las horas previas, consiguieron rociarse con perfume de mujer. Los muchachos son quienes más apestan a perfume. En parte parecen tímidos muchachos de escuela y en parte lunáticos a los que les queda tan solo una hora de vida. El primero lleva por cinturón una cuerda y está tan delgado que no tiene ni que desatarla para bajarse los pantalones. El segundo se ríe: con una risa extraña y desencajada, como si no creyera del todo que los alemanes hubiesen ido a su país dejando atrás una ciudad como esta. El oficial se sienta junto a la puerta con las piernas estiradas y echa un vistazo a la calle. Hannah grita durante medio segundo pero ella misma se tapa de inmediato la boca con la mano.

Frau Elena lleva a los chicos a la otra habitación. Solo hace un ruido: una tos, como si tuviera algo atrapado en la garganta.

Claudia es la siguiente. Solo se oyen algunas quejas.

Jutta no se permite hacer un solo sonido. Todo es extrañamente metódico. El oficial va el último y prueba a todas por turno. Dice palabras sueltas mientras está sobre Jutta con los ojos abiertos pero sin ver. Sería imposible decir, viendo su gesto contraído, si las palabras son piropos o insultos. Bajo la colonia, huele como un caballo.

Años más tarde, Jutta oirá repetidas en su recuerdo las palabras que le dijo (Kirill, Pavel, Afanasy, Valentin) y decidirá entonces que eran nombres de soldados muertos. Pero podría equivocarse.

Antes de partir, los más jóvenes disparan sus armas un par de veces contra el techo y una suave lluvia de yeso cae sobre Jutta. En el eco reverberante, oye a Suzanne en el suelo junto a ella, sin sollozar, respirando muy lentamente mientras oye cómo el oficial se pone de nuevo los pantalones. Después los hombres salen a la calle, frau Elena se pone su parka, descalza, acariciándose el brazo izquierdo con la mano derecha, como si intentara calentar esa pequeña porción de sí misma.

La luz que no puedes ver
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