Mayo
Los últimos días de mayo de 1944 en Saint-Malo le recuerdan a Marie-Laure los últimos días de mayo de 1940 en París: días largos, henchidos y fragantes, como si todas las criaturas vivas se apresuraran a afianzarse antes de la llegada de algún cataclismo. Camino de la panadería de madame Ruelle, la brisa huele a mirto, a magnolia y a verbena. Se abren las flores de las glicinas y por todas partes hay galerías, cortinas y colgantes de flores.
Cuenta alcantarillas: veintiuna hasta que llega al carnicero, oye el sonido de una manguera sobre las baldosas, y al llegar a la veinticinco está en la panadería. Pone sobre el mostrador un cupón de racionamiento.
—Una barra de pan normal, por favor.
—¿Y cómo está tu tío?
Las palabras son las mismas pero la voz de madame Ruelle suena distinta, galvanizada.
—Mi tío está bien, gracias.
Madame Ruelle hace algo que nunca había hecho antes: se inclina sobre el mostrador y acaricia la cara de Marie-Laure con sus manos que huelen a harina.
—Eres una chica asombrosa.
—¿Está llorando, madame? ¿Va todo bien?
—Todo va perfectamente, Marie-Laure.
Las manos se retiran y recibe la barra de pan pesada, caliente, más grande de lo normal.
—Dile a tu tío que ha llegado la hora, que las sirenas tienen el pelo descolorido.
—¿Las sirenas, madame?
—Están llegando, querida. En menos de una semana. Pon las manos.
Del otro lado del mostrador llega un húmedo y fresco repollo del tamaño de una bola de cañón. Marie-Laure casi no consigue meterlo en la mochila.
—Gracias, madame.
—Y ahora vete a casa.
—¿Está limpio el camino?
—Tan limpio como el agua de la fuente. Nada se interpone, es un día hermoso, un día para recordar.
Ha llegado la hora. Les sirènes ont les cheveux décolorés. Su tío ha oído rumores en la radio de que al otro lado del Canal, en Inglaterra, se está agrupando una colosal flota, que han sido requisados todos los barcos, desde los pesqueros hasta los ferris, y que han sido modernizados y equipados con armas. Cinco mil barcos, once mil aviones, cincuenta mil vehículos.
Cuando llega a la intersección de la rue d’Estrées no gira a la izquierda, hacia casa, sino a la derecha. Cincuenta metros hacia la muralla, unos cien más a lo largo de la base del muro; saca la llave de hierro de Hubert Bazin. Han cerrado las playas hace varios meses, ahora están repletas de minas y amuralladas con alambradas de cuchillas, pero aquí en la vieja perrera, alejada de la mirada de todos, Marie-Laure puede sentarse entre sus caracoles y dejar llevar su imaginación hacia el gran biólogo marino Aronnax, invitado de honor y a la vez prisionero de la gran máquina de curiosidad del capitán Nemo, un hombre libre de patria y de política para cruzar las caleidoscópicas maravillas del mar. ¡Ser libre! Recostarse una vez más en el Jardin des Plantes con papá, sentir sus manos en las suyas, escuchar los pétalos de los tulipanes temblando con la brisa. Él la había convertido en el corazón de su existencia, la había hecho sentir como si cada paso que daba fuera importante.
¿Sigues ahí, papá?
Están llegando, querida. En menos de una semana.