7 de agosto de 1944

Marie-Laure se despierta con la conmoción de la artillería pesada. Cruza el descansillo, abre el armario, con la punta del bastón atraviesa las camisas colgantes y golpea tres veces el falso fondo. Nada. Después baja a la quinta planta y golpea a la puerta de Etienne. La cama está vacía y fría.

No está en la segunda planta ni tampoco en la cocina. El clavo tras la puerta en el que madame Manec solía colgar las llaves está vacío. Tampoco están sus zapatos.

Estaré fuera solo una hora.

Contiene su pánico. Es importante no suponer lo peor. En la entrada comprueba el cable: está intacto. A continuación coge un trozo de la barra de pan de ayer y mastica en la cocina. Milagrosamente han vuelto a dar el agua de modo que llena dos cubos de metal galvanizado, los sube escaleras arriba y los pone junto a la esquina de su cama. Piensa unos instantes, regresa a la tercera planta y llena la bañera hasta el borde.

Luego abre la novela. El capitán Nemo ha plantado su bandera en el Polo Sur pero, si no salen pronto hacia el norte en el submarino, se quedarán atrapados en el hielo. Acaba de pasar el equinoccio de primavera y por delante les esperan seis meses de noche sin tregua.

Marie-Laure cuenta los capítulos que le quedan: nueve. Está tentada de seguir leyendo pero ella y Etienne están viajando juntos en el Nautilus y tan pronto como él regrese retomará la lectura. Será en cualquier momento.

Vuelve a comprobar la pequeña casa bajo la almohada, lucha contra la tentación de sacar la piedra y vuelve a poner la casa en la maqueta al pie de la cama. Al otro lado de la ventana ruge un camión. Pasan las gaviotas chillando como burros y en la distancia las armas comienzan de nuevo y el sonido del camión se desvanece mientras Marie-Laure trata de concentrarse releyendo uno de los capítulos anteriores de la novela: convierte lo puntos en letras, las letras en palabras, las palabras en un mundo.

Por la tarde la cuerda tiembla y la campanilla escondida bajo la mesa del teléfono de la tercera planta produce un único sonido. En el desván sobre su cabeza otra campanilla la acompaña. Marie-Laure alza los dedos de la página pensando: por fin. Pero cuando baja volando las escaleras y pone la mano sobre el candado y pregunta: «¿Quién es?», no escucha la tranquila voz de Etienne sino la aceitada voz del perfumero Claude Levitte.

—Déjeme pasar, por favor.

Incluso del otro lado de la puerta puede sentir su olor a menta, almizcle y aldehído. Y de fondo, el sudor, el miedo.

Ella quita los dos candados y abre la puerta hasta la mitad. Él le habla a través de la puerta entreabierta.

—Tiene que venir conmigo.

—Estoy esperando a mi tío abuelo.

—He hablado con su tío abuelo.

—¿Ha hablado con él? ¿Dónde?

Marie-Laure escucha que monsieur Levitte se cruje los nudillos uno tras otro, oye cómo se esfuerzan sus pulmones en el interior de su pecho.

—Si pudiera ver, mademoiselle, habría leído las órdenes de evacuación. Han cerrado las puertas de la ciudad.

Ella no contesta.

—Están deteniendo a todos los hombres de entre dieciséis y sesenta años. Les han reunido en la torre del Château. Cuando baje la marea los llevarán al Fuerte Nacional. Que Dios los acompañe.

Fuera, en la rue Vauborel, todo suena tranquilo. Las golondrinas pasan por entre las casas y dos palomas riñen en un canalón. Alguien pasa en bicicleta traqueteando. De nuevo el silencio. ¿Han cerrado realmente las puertas de la ciudad? ¿Ha hablado este hombre realmente con Etienne?

—¿Irá usted con ellos, monsieur Levitte?

—No planeo hacerlo. Debe usted ponerse a cubierto de inmediato —dice monsieur Levitte— o ir a la cripta que hay bajo Notre-Dame en Rocabey. Ahí es adonde acabo de enviar a madame. Es lo que me pidió su tío, que deje todo tal y como está y me acompañe.

—¿Por qué?

—Su tío sabe por qué, todos saben por qué. Porque este lugar ya no es seguro. Venga conmigo.

—Pero usted mismo ha dicho que las puertas de la ciudad están cerradas.

—Sí, ya lo sé, muchacha. Ya está bien de preguntas por ahora. —Suspira—. No está a salvo aquí y he venido a ayudarla.

—Mi tío dice que nuestro sótano es seguro. Dice que ha durado cinco siglos y que durará también unas cuantas noches más.

El perfumero se aclara la garganta. Ella se lo imagina alargando su grueso cuello para mirar en el interior de la casa, el abrigo en el estante, las migas de pan sobre la mesa de la cocina. Todos comprueban lo que tienen los demás. Su tío jamás le habría pedido al perfumero que la llevara a un refugio, ¿cuándo fue la última vez que Etienne habló con Claude Levitte? Piensa de nuevo en la maqueta que está en la planta de arriba, en la piedra que hay en su interior. Escucha la voz del doctor Geffard: Algo pequeño y hermoso, o algo de mucho valor.

—Las casas están ardiendo en Paramé, mademoiselle. Los barcos huyen del puerto, están bombardeando la catedral y no hay agua en el hospital. Los médicos se lavan las manos con vino. ¡Con vino!

El tono de voz de monsieur Levitte se agita. Ella recuerda a madame Manec diciendo en una ocasión que cada vez que se detectaba la presencia de un ladrón en la ciudad, monsieur Levitte se iba a la cama con la billetera metida entre las nalgas.

—Me quedaré aquí —dice Marie-Laure.

—Por Dios, muchacha. ¿Es que tendré que obligarla?

Recuerda al alemán al otro lado de la verja de la gruta de Hubert Bazin, el borde del periódico entre las barras, y cierra la puerta un poco más. Alguien ha debido enviar al perfumero.

—Lo más probable —dice— es que mi tío y yo no seamos los únicos que durmamos esta noche bajo nuestro propio techo.

Hace un esfuerzo por mostrarse impávida. El olor de monsieur Levitte resulta inaguantable.

—Mademoiselle —suplica—, sea razonable, venga conmigo y deje todo esto.

—Lo mejor es que hable con mi tío cuando vuelva. —Y cierra la puerta.

Ella puede oírle al otro lado haciendo su cálculo de beneficios. Después da media vuelta y regresa calle abajo arrastrando su miedo como una carreta detrás de él. Marie-Laure se inclina junto a la mesa de la entrada, encuentra el cable de seguridad y lo vuelve a colocar. ¿Qué habrá visto? ¿Un abrigo, media barra de pan? Etienne estaría contento. Al otro lado de la ventana de la cocina los vencejos se lanzan en picado en busca de insectos y los filamentos de una tela de araña reflejan la luz un instante y vuelven a apagarse.

¿Y si el perfumero decía la verdad?

La luz del día se vuelve dorada. Unos cuantos grillos comienzan su canto en el sótano: un cri-cri rítmico. Es una tarde de agosto, Marie-Laure se sube las medias llenas de rotos y regresa a la cocina para darle otro pellizco a la barra de pan de madame Ruelle.

La luz que no puedes ver
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