El Gran Claude
El perfumero Levitte es fofo y rollizo, como si estuviera untado con su propia vanidad. Mientras habla con él, Von Rumpel se esfuerza por mantener la calma pero la acumulación de tantos olores en la tienda le sobrepasa. La semana pasada ha tenido que viajar a una docena de distintas propiedades situadas a lo largo de la costa bretona para acudir a mansiones de verano en las que tenía que recolectar pinturas y esculturas que o bien no existían o bien no le interesaban. Todo para justificar su presencia en la zona.
Sí, sí, le dice el perfumero con la mirada fija en las insignias de Von Rumpel. Colaboró con las autoridades hace algunos años para apresar a un recién llegado a la ciudad que tomaba medidas de los edificios. Se limitó a hacer lo correcto.
—¿Dónde vivió durante esos meses el tal monsieur LeBlanc?
El perfumero bizquea al calcular. Los ojos azules de Von Rumpel envían un único mensaje: «Lo quiero, dámelo». Todas estas enojosas criaturas, piensa, esforzándose bajo distintas presiones. Pero aquí Von Rumpel es el depredador, lo único que necesita es ser paciente, infatigable, apartar los obstáculos uno a uno.
Cuando se da media vuelta para marcharse la autocomplacencia del perfumero se hace añicos.
—Espere, espere, espere.
Von Rumpel mantiene la mano en el pomo de la puerta.
—¿Dónde vivía monsieur LeBlanc?
—Con su tío. Un hombre inútil, un loco, eso dicen.
—¿Dónde?
—Ahí mismo —señala—, en el número 4.