Una barra de pan normal
Están en la cocina, con las cortinas echadas. Marie-Laure todavía siente la excitación de haber salido de la panadería con el cálido peso de la barra de pan en su mochila.
Etienne parte el pan.
—Aquí está. —Deja caer un pequeño rollo de papel, no más grande que una concha de cauri, en la palma de ella.
—¿Qué dice?
—Números. Montones de números. Puede que los tres primeros sean frecuencias, no estoy seguro. El cuarto (2300) puede que sea una hora.
—¿Lo hacemos ahora?
—Esperemos a que sea de noche.
Etienne trabaja instalando cables en toda la casa, los esconde tras los muros, conecta uno a una campanilla en la tercera planta, junto a la mesita del teléfono, otro a una segunda campanilla en el desván y un tercero en la puerta de entrada. En tres ocasiones Marie-Laure los prueba, sale a la calle y abre la verja exterior. Desde el interior de la casa se oyen dos débiles campanillas.
Luego construye un falso fondo para el armario y lo instala sobre un raíl a modo de puerta corrediza para que se pueda abrir desde ambos lados. Al anochecer beben té y mastican el harinoso, denso pan de la panadería de los Ruelle. Cuando cae la noche Marie-Laure sigue a su tío abuelo escaleras arriba, hasta la sexta planta, y suben por la escalera de mano hasta el desván. Etienne alza la pesada antena telescópica a lo largo del tiro de la chimenea, enciende unos interruptores y el desván se inunda de un delicado chisporroteo.
—¿Estás preparada? —Suena como su padre cuando estaba a punto de decir una tontería. En el recuerdo Marie-Laure puede oír a los dos policías: Hay gente que ha sido arrestada por mucho menos. Y a madame Manec: ¿No quiere sentirse vivo antes de morir?
—Sí.
Él se aclara la garganta, enciende el micrófono y dice:
—567, 32, 3011, 2300, 110, 90, 146, 7751.
Y así salen los números, volando sobre los tejados, a lo largo del mar hacia quién sabe qué destino. Hacia Inglaterra, hacia París, hacia los muertos.
Sintoniza una segunda frecuencia y repite la transmisión. Y luego una tercera. A continuación apaga el aparato. La máquina cruje al enfriarse.
—¿Qué significan, tío?
—No lo sé.
—¿Lo traducen a palabras?
—Supongo que deben hacerlo.
Bajan por la escalera de mano y pasan a través del armario. En el recibidor no hay soldados esperándoles con armas alzadas. Nada parece distinto. Marie-Laure recuerda de pronto una cita de Julio Verne: «La ciencia, amigo mío, está hecha de errores, pero se trata de errores en los que ha sido útil caer porque nos han ido acercando poco a poco a la verdad».
Etienne se ríe como para sí mismo.
—¿Te acuerdas de lo que solía decir madame sobre cocinar una rana?
—Sí, tío.
—Me pregunto a quién se refería con la rana. ¿A los alemanes o a ella misma?