Salida

Durante un segundo el espacio que hay alrededor de Werner se parte por la mitad como si hubiesen arrancado de él las últimas moléculas de oxígeno. Luego una lluvia de piedra, madera y metal se desploma sobre su casco y contra la pared a sus espaldas sobre la barricada de Volkheimer. En medio de la oscuridad hay cosas que golpean y se deslizan por todas partes. Apenas consigue respirar. La detonación genera un movimiento tectónico en los escombros del edificio y se produce un crujido al que siguen múltiples cascadas en mitad de las sombras. Cuando Werner deja de toser y se aparta los restos que han caído sobre su pecho, encuentra a Volkheimer mirando un nítido agujero de luz violeta.

El cielo.

Un cielo nocturno.

Un rayo de luz de estrellas entra a través del polvo y cae sobre el borde de un montículo de escombros que hay en el suelo. Werner lo inhala un instante. Luego Volkheimer le insta a trepar por los restos de la escalera. Abren los bordes del agujero con una barra de hierro. Suena el metal, se hace heridas en las manos y brilla en medio del polvo su barba de seis días. Werner observa cómo Volkheimer progresa rápidamente: la delgada luz plateada se convierte en una cuña violeta, tan grande como para que Werner introduzca las dos manos.

Con una explosión más Volkheimer consigue pulverizar una gran losa de escombros, la mayoría le golpea en el casco y en los hombros y luego todo es tan sencillo como escarbar y trepar. Desliza la parte superior del cuerpo a través del agujero, los hombros arañan los bordes y rasgan la chaqueta, y tras retorcer la cintura logra salir al exterior. Se inclina para ayudar a Werner y saca también su bolsa de lona y el rifle.

Están de rodillas sobre lo que en su día fue un callejón. El cielo está lleno de estrellas. Werner no ve la luna por ninguna parte. Volkheimer vuelve las sangrantes palmas de sus manos como si tratara de agarrar el aire para hacerlo resbalar sobre su piel. Del hotel solo quedan dos muros en pie unidos por una esquina y trozos de yeso sobre uno de los muros internos. Tras él las casas muestran sus interiores a la noche. La muralla que estaba detrás del hotel sigue en pie a pesar de que han reventado casi todas las troneras, apenas se oye el murmullo del mar al otro lado. El resto son escombros y silencio. La luz de las estrellas cae sobre las almenas. ¿Cuántos hombres se descomponen bajo las pilas de piedra que hay frente a ellos? ¿Nueve? Tal vez más.

Suben a la muralla tambaleándose como borrachos y cuando llegan al muro Volkheimer mira a Werner y luego al cielo nocturno. Tiene la cara tan cubierta de polvo blanco que parece un coloso embadurnado de harina.

¿Seguirá la muchacha retransmitiendo su grabación a cinco manzanas de distancia hacia el sur?

—Coge el rifle. Ve —dice Volkheimer.

—¿Y tú?

—Comida.

Werner se restriega los ojos bajo la gloriosa noche estrellada. No siente hambre. Es como si se hubiese librado para siempre de la molestia de comer.

—¿Pero volveremos…?

—Tú ve —repite Volkheimer. Werner le mira por última vez con su chaqueta rota y su enorme mandíbula. La ternura de sus enormes manos. Podrías ser lo que quisieras.

¿Lo sabía? ¿Lo ha sabido todo este tiempo?

Werner avanza poniéndose a cubierto. Lleva la bolsa en la mano izquierda y el rifle en la derecha. Le quedan cinco balas. En su mente aún escucha el susurro de la chica: Está aquí. Va a matarme. Baja hacia el oeste por un cañón de escombros, entre ladrillos, cables y tejas, la mayoría aún calientes, entre las calles aparentemente desiertas, aunque podría haber ojos siguiéndole desde las ventanas cerradas, ojos alemanes o franceses, americanos o británicos, no lo sabe. Es posible que baile sobre su cabeza en este instante el punto de mira de un francotirador.

Aquí un zapato de plataforma. Aquí un chef de madera caído de espaldas con una pizarra en las manos en la que aún aparece escrita con tiza la sopa del día. Aquí enormes rollos enredados de alambre de púas. Por todas partes el hedor de los cadáveres.

Subiendo hasta lo alto de los escombros de lo que en su día fue una tienda de souvenirs (hay unos cuantos platos de recuerdo sobre unos estantes, cada uno con un nombre distinto escrito en el borde y ordenados alfabéticamente), Werner intenta ubicarse en la ciudad. Coiffeur Dames está al otro lado de la calle. Hay un banco sin ventanas. Un caballo muerto sujeto a un carro, algunos edificios intactos, todavía en pie, sin cristales en las ventanas. Las filigranas de humo ascienden desde las ventanas como si fueran sombras de hiedra que alguien hubiera arrancado.

¡Cuánta luz brilla en la noche! Nunca lo había sospechado. Cuando llegue el día tal vez le deje ciego.

Gira a la derecha en lo que le parece la rue d’Estrées. El número 4 de la rue Vauborel aún está en pie. Todos los cristales de la fachada están rotos pero los muros están apenas quemados. Dos maceteros de madera aún cuelgan de ella.

Está justo debajo de mí.

Le dijeron que debía tener certeza, un propósito, convicción. El comandante Bastian, con sus andares de abuela y su pecho de palomo, decía que le arrancarían la indecisión del cuerpo.

Somos una descarga de balas, somos bolas de cañón, somos la punta de la espada.

¿Quién es el más débil?

La luz que no puedes ver
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