El Mar de Llamas

Los rumores circulan por todo el museo, se mueven rápidamente, ágiles y coloridos como bufandas. El museo está considerando la posibilidad de exhibir una piedra preciosa, una gema cuyo valor es mayor que el de cualquier otra pieza de sus colecciones.

—Te doy mi palabra —escucha Marie-Laure que le dice un taxidermista a otro—, la piedra viene de Japón, es muy antigua, en el siglo XI perteneció a un oficial japonés.

—Pues a mí me han dicho —dice el otro— que la han sacado de una de nuestras cajas fuertes. Eso quiere decir que ha estado aquí mucho tiempo pero que no hemos tenido permiso para enseñarla por alguna razón legal.

Al principio se trata de un racimo de un extraño compuesto de magnesio y dióxido de carbono, luego de una estrella de zafiro capaz de quemar la mano de un hombre al tocarla y al final se convierte en un diamante. Definitivamente es un diamante. Algunos lo bautizan «la piedra del pastor», otros como el Khon-Ma, pero enseguida todo el mundo comienza a llamarlo Mar de Llamas.

Marie-Laure piensa: han pasado cuatro años.

—Tiene un poder maligno —dice uno de los vigilantes del puesto de seguridad—, provoca sufrimientos a quien lo lleva. He oído decir que los nueve dueños anteriores de la piedra se han acabado suicidando.

Una segunda voz dice:

—Pues yo he oído que si lo llevas sin guantes mueres en el plazo de una semana.

—No, no. Quien lo lleva no muere jamás, los que mueren son todos los que están a su lado en menos de un mes, o antes de un año, no lo sé con seguridad.

—Yo por si acaso no pienso tocarlo —dice un tercero riéndose.

El corazón de Marie-Laure se acelera. Tiene diez años y sobre la pantalla negra de su imaginación proyecta de todo: un barco de vela, una batalla con espadas, el Coliseo pintado de color. Ha leído La vuelta al mundo en ochenta días hasta que el braille ha quedado suave y desdibujado. En el cumpleaños de este año su padre le ha regalado un libro todavía más voluminoso: Los tres mosqueteros de Dumas.

Marie-Laure oye decir que el diamante tiene color verde pálido y es del tamaño del botón de un abrigo, después que es grande como una caja de cerillas. Al día siguiente es azul y del tamaño del puño de un bebé. En su imaginación ve una diosa iracunda acechando los pasillos y arrojando maldiciones por las galerías como nubes envenenadas. El padre le pide que no se deje llevar por la imaginación. Las piedras no son más que piedras, la lluvia no es más que lluvia y la desgracia es solo mala suerte. Sucede que algunas cosas son un poco más extraordinarias que otras y por ese motivo son necesarios tantos cerrojos.

—Papá, ¿tú crees que es real?

—¿El diamante o la maldición?

—Los dos. Cualquiera.

—No son más que cuentos, Marie.

Y a partir de ese momento cada vez que algo sale mal los empleados susurran que es por culpa del diamante. Los plomos saltan durante una hora: el diamante. Una tubería agujereada arruina un estante entero de muestras botánicas: el diamante. Cuando la mujer del director se resbala en el hielo de la Place des Vosges y se parte en dos la muñeca, dentro del museo estalla la máquina de los chismes.

Más o menos por esa época citan al padre de Marie-Laure a la oficina del director. Se queda allí durante dos horas. ¿En qué otra ocasión que ella pueda recordar su padre ha estado durante dos horas reunido en la oficina del director? Nunca.

Inmediatamente después su padre comienza a trabajar duro para la sección de Mineralogía, se pasa semanas entrando y saliendo de la conserjería, empujando carros cargados con diferentes herramientas, se queda trabajando incluso horas después de que el museo haya cerrado y todas las noches, cuando regresa a su despacho, huele a serrín y aleaciones de metal. Cada vez que ella le pide que le deje acompañarle, él pone reparos. Es mejor, le dice, que se quede en la conserjería con sus libros en braille o en la planta de arriba, en el laboratorio de moluscos. Hasta que en un desayuno ella le pregunta directamente:

—Estás construyendo un recipiente especial para mostrar el diamante. Una especie de caja fuerte transparente.

Su padre enciende un cigarrillo.

—Vamos, Marie, coge tu libro. Es hora de irse.

Las respuestas del doctor Geffard no son más claras.

—¿Sabes cómo crecen los diamantes, Laurette, cómo crecen en realidad todos los cristales? Añadiendo estratos microscópicos, unos cuantos miles de átomos al mes, cada uno encima de los anteriores durante milenios y milenios. De esa forma también se acumulan las historias. Todas las piedras antiguas son una acumulación de historias. Esa pequeña piedra que tanto te interesa pudo haber visto el saqueo de Roma o haberse reflejado en los ojos de los faraones. Tal vez alguna reina escita haya bailado durante toda una noche llevándolo encima. Y hasta puede que haya llegado a provocar alguna guerra.

—Papá dice que las maldiciones no son más que historias inventadas para desanimar a los ladrones, que hay sesenta y cinco millones de especímenes aquí y que, con un profesor adecuado, todos pueden llegar a ser igual de interesantes.

—Aun así —contesta él— hay ciertas cosas que atraen más a la gente. Las perlas, por ejemplo, y las conchas levógiras que se enrollan hacia la izquierda. Hasta los mejores científicos sienten de vez en cuando la tentación de meterse algo en el bolsillo, algo pequeño y hermoso, o algo de mucho valor. Solo los más fuertes pueden sobreponerse a ese tipo de sentimientos.

Se quedan en silencio unos instantes.

Marie-Laure dice:

—He oído que el diamante es un fragmento de la luz de la creación del mundo. Un fragmento de luz enviado a la tierra por Dios.

—A ti te gustaría saber el aspecto que tiene, por eso sientes tanta curiosidad.

Ella juega con el caracol murex. Se lo acerca al oído. Diez mil cajones, diez mil susurros dentro de diez mil conchas.

—No —contesta—, quiero creer que papá no se ha acercado en ningún momento al diamante.

La luz que no puedes ver
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