Hacia el este

Van en furgones que atraviesan Lodz, Varsovia, Brest. Durante kilómetros y kilómetros al otro lado de la ventanilla abierta Werner no ve más señales de vida humana que algunos ocasionales coches volcados junto a las vías, magullados y torcidos por algún tipo de explosión. Los soldados suben y bajan, delgados, pálidos, cada uno con su bolsa, su rifle y su casco de acero. Duermen a pesar del ruido, del frío, del hambre, como si estuvieran desesperados por apartarse del mundo el mayor tiempo posible.

Hileras de pinos dividen las infinitas llanuras de color metálico. El día no tiene el brillo del sol. Neumann Dos se despierta y orina por la ventanilla, saca la caja de pastillas de su abrigo y se traga dos o tres más.

—Rusia —dice aunque Werner es incapaz de saber cómo ha podido adivinar la transición.

El aire huele a acero.

Al atardecer el tren se detiene y Neumann Dos lleva a pie a Werner a través de hileras de casas en ruinas, rodeadas de montones de vigas y ladrillos. Las paredes que siguen en pie están marcadas por el fuego de las ametralladoras. Al anochecer Werner es enviado ante un musculoso capitán que cena solo en un sofá que consiste en un marco de madera y muelles. Un guiso de carne gris humea desde un cuenco de lata que está sobre el regazo del capitán. Estudia a Werner sin decir nada durante un rato con una mirada en la que no hay decepción pero sí una cansada diversión.

—Ya no les quedan mayores, ¿verdad?

—No, señor.

—¿Cuántos años tienes?

—Dieciocho, señor.

El capitán se ríe.

—Parece que tienes doce.

Se mete un trozo de carne en la boca y mastica un buen rato hasta que por fin se mete dos dedos en la boca y saca un trozo de cartílago.

—Supongo que querrás familiarizarte con el equipo. Mira a ver si lo puedes hacer mejor que el último al que enviaron.

Neumann Dos lleva a Werner a la parte trasera de un sucio Opel Blitz, un camión todoterreno de tres toneladas con un palé de madera adosado a la parte trasera. En uno de los flancos hay barriles de gasolina atados. Un rastro de balas los ha perforado por debajo. El pesado atardecer se disuelve. Neumann Dos le acerca a Werner una linterna de queroseno.

—Los aparatos están dentro.

Luego desaparece sin más explicaciones. Bienvenido a la guerra. Pequeñas polillas bailan alrededor de la linterna. La fatiga se ha apoderado de hasta la última molécula de Werner. ¿Esta es la idea que el doctor Hauptmann tiene de un premio o de un castigo? Anhela estar sentado en los bancos del orfanato escuchando las canciones de frau Elena, sentir el calor que salía de la estufa salamandra y la aguda voz de Siegfried Fischer hablando de submarinos y aviones de caza, mientras Jutta dibujaba las miles de ventanas de su ciudad imaginaria al otro lado de la mesa.

En el interior del camión hay olor a barro y a gasolina mezclado con algo en putrefacción. Tres ventanas cuadradas reflejan la luz de la linterna. Es un camión radio. Sobre el banco que hay a lo largo de la pared izquierda ve un par de mugrientos asientos de escucha del tamaño de una almohada. Ve la antena RF plegable que puede ser subida o bajada desde el interior. También descubre tres auriculares, un armero, una taquilla. Marcadores de cera, compases, mapas. Y ahí, en unos estuches maltrechos, esperan dos de los transceptores que él diseñó junto al doctor Hauptmann.

Le tranquiliza encontrarse con ellos a tanta distancia, como si en medio del mar hubiese perdido y luego encontrado flotando a su lado a un viejo amigo. Saca el primer transceptor de su estuche y desatornilla la placa trasera. El medidor está rajado, varios fusibles han estallado y la clavija del transmisor ha desaparecido. Busca herramientas, un destornillador, un poco de cable de cobre. Mira el campo silencioso al otro lado de la puerta abierta en el que miles de estrellas brillan en el cielo.

¿Están los tanques rusos esperando ahí fuera? ¿Apuntan con sus armas hacia la luz de la linterna?

Recuerda la enorme Philco de madera de nogal de herr Siedler. Mira los cables, se concentra, evalúa la situación. Al final se impondrá una pauta.

Cuando vuelve a alzar la vista un ligero resplandor se asoma tras una distante fila de árboles, como si algo estuviera ardiendo ahí fuera. Es el amanecer. A un kilómetro de distancia dos chicos con palos se inclinan sobre una manada de huesudos bueyes. Werner abre el estuche del segundo transceptor cuando un gigante aparece en la puerta del camión.

—Pfennig.

El hombre cuelga los largos brazos de la barra superior del toldo del camión, eclipsando el pueblo en ruinas, los campos, el sol naciente.

—¿Volkheimer?

La luz que no puedes ver
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