El número 4 de la rue Vauborel
Marie-Laure LeBlanc está sola, de pie en su habitación, oliendo una octavilla que no puede leer. El lamento de las sirenas. Cierra los postigos y vuelve a cerrar las ventanas. A cada segundo que pasa, los aviones están un poco más cerca. Cada segundo es un segundo perdido. Debería estar bajando las escaleras a toda prisa. Debería estar metiéndose por la trampilla que hay en la esquina de la cocina y que lleva a un sótano polvoriento, lleno de alfombras comidas por las ratas y cajas que no se abren desde hace años.
Regresa a la mesa que está al pie de la cama y se arrodilla junto a la maqueta de la ciudad.
De nuevo sus dedos encuentran la muralla, el Bastion de la Hollande y la pequeña escalera que baja. En esa ventana, justo allí pero en la ciudad real, una mujer sacude las alfombras todos los sábados. Desde esta otra ventana, justo aquí, en una ocasión un niño le gritó: «¡Mira por dónde andas! ¿Estás ciega o qué te pasa?».
En las casas tiemblan los cristales de las ventanas. Los cañones antiaéreos disparan una nueva descarga, la Tierra rota un poco más rápido.
Bajo la punta de sus yemas, la rue d’Estrées en miniatura se cruza con la rue Vauborel en miniatura. Sus dedos doblan a la derecha, leen por encima las entradas de las casas. Una, dos, tres. Cuatro. ¿Cuántas veces las ha recorrido?
El número 4: un nido alto y descuidado propiedad de su tío abuelo Etienne. Allí ha vivido los últimos cuatro años y allí está arrodillada ahora, sola en el sexto piso, mientras una docena de bombarderos norteamericanos se acercan rugiendo.
Presiona la pequeñísima puerta hacia el interior, un resorte salta y la minúscula casa se eleva y se suelta de la maqueta. En su mano tiene casi el mismo tamaño que una de las cajetillas de tabaco de su padre.
Los bombarderos están tan cerca que el suelo comienza a estremecerse bajo sus pies. Afuera, en el pasillo, suenan los colgantes de la araña de cristal suspendida sobre la escalera. Marie-Laure gira noventa grados la chimenea de la casa en miniatura, luego levanta tres paneles de madera que decoran el techo y da media vuelta a la casa.
Sobre la palma de su mano cae una piedra.
Está fría. Es del tamaño de un huevo de paloma. Tiene la forma de una gota.
Marie-Laure aprieta la casa en miniatura en una mano y la piedra en la otra. La habitación parece endeble, frágil, como si unos dedos gigantes fueran a atravesar las paredes en cualquier momento.
—¿Papá? —susurra.