El sótano
Bajo el vestíbulo del hotel de Las Abejas, el antiguo sótano de un corsario se abre paso entre los cimientos. Tras las cajas, los armarios y los tableros para colgar herramientas se ven las paredes de granito. El techo se mantiene firme gracias a tres enormes vigas de madera hechas a mano, arrastradas hasta aquí desde algún viejo bosque bretón y levantadas varios siglos antes por caballos.
Una única bombilla proyecta sombras temblorosas por toda la habitación.
Werner Pfennig se sienta en una silla plegable frente a una mesa de trabajo, comprueba la batería y se pone los auriculares. La radio es un transceptor bidireccional de acero con una antena de 1,6 metros de banda que le permite comunicarse con un transceptor similar que se encuentra en la planta superior, otros dos equipos antiaéreos dentro de las murallas de la ciudad y con el comando de la guarnición subterránea al otro lado de la desembocadura del río.
El transceptor zumba mientras comienza a calentarse. A través de los auriculares escucha a un observador que lee coordenadas y a un soldado de la artillería que las repite. Werner se frota los ojos. A sus espaldas, hay diferentes tesoros confiscados y apiñados hasta el techo: tapices enrollados, relojes de pie, armarios y grandes cuadros de paisajes cuarteados y con grietas. En una repisa frente a Werner descansan ocho o nueve bustos de yeso cuyo origen no consigue determinar.
El gigantesco sargento del estado mayor Frank Volkheimer baja por la estrecha escalera de madera y agacha la cabeza para evitar golpearse con una de las vigas. Sonríe a Werner con amabilidad, se sienta en un sillón de respaldo alto tapizado en seda dorada y apoya el fusil en los muslos, donde apenas parece una batuta.
Werner pregunta:
—¿Ha comenzado?
Volkheimer asiente. Apaga su linterna y parpadea con unas pestañas que en la penumbra parecen de una delicadeza extraña.
—¿Cuánto va a durar?
—No mucho. Aquí abajo estamos a salvo.
Por último llega el ingeniero Bernd. Es un hombre pequeño, de pelo castaño y desaliñado. Tras pasar cierra la puerta del sótano, echa el pestillo y se sienta a mitad de la escalera de madera con gesto sombrío; es difícil saber si se trata de miedo o determinación.
Al cerrar la puerta, el ruido de las sirenas se suaviza. Por encima de sus cabezas titila la bombilla del techo.
«Agua», piensa Werner. «Se me ha olvidado el agua».
Se oye un segundo ataque antiaéreo desde algún rincón distante de la ciudad y luego le vuelve a tocar el turno al 88 de arriba, estentóreo, mortal. Werner escucha el sonido del proyectil abriéndose camino en el cielo. Del techo se desprende una cascada de polvo. A pesar de los auriculares Werner oye cantar a los austriacos.
… auf d’Wulda, auf d’Wulda, da scheint d’Sunn a so gulda…
Volkheimer se rasca distraído una mancha en los pantalones. Bernd expulsa el aire de sus pulmones entre las manos ahuecadas. El transceptor cruje mientras transmite la velocidad del viento, la presión del aire, los recorridos. Werner piensa en su casa; en frau Elena inclinada sobre sus pequeños zapatos, haciendo nudos dobles en cada cordón; en las estrellas girando al otro lado de la buhardilla; en su hermana menor, Jutta, con el edredón sobre los hombros y el auricular de una radio apretado contra la oreja izquierda.
Cuatro pisos más arriba los austriacos introducen otro proyectil en la recámara humeante del 88, controlan el travesaño y se cubren los oídos cuando el cañón descarga, pero abajo Werner escucha solo las voces de la radio de su infancia. «La Diosa de la Historia miró abajo, hacia la Tierra. Solo a través de los fuegos más poderosos se puede alcanzar la purificación». Ve un campo de girasoles agonizantes, una bandada de mirlos alzándose desde un árbol como un estallido.