La pequeña casa
Etienne dice que jamás debería haber permitido que participara tanto, que no debería haberla puesto en peligro. Dice que ya no puede salir más a la calle. Lo cierto es que Marie-Laure se siente aliviada. El alemán la persigue en sus pesadillas, es un cangrejo de tres metros de altura que hace sonar sus pinzas y susurra «Solo una pregunta» en su oído.
—¿Qué pasará con las barras de pan, tío?
—Yo mismo iré. Debería haberlo hecho desde el principio.
Las mañanas del 4 y del 5 de agosto Etienne se detiene frente a la puerta principal murmurando para sí mismo y a continuación abre la verja y sale. Poco después la campanilla de la tercera planta suena y cuando entra en la casa ya de vuelta cierra los candados y permanece quieto en el vestíbulo para recuperar la respiración como si hubiese cruzado un campo repleto de peligros.
Aparte del pan, no tienen casi nada para comer: guisantes secos, cebada, leche en polvo. Y las últimas latas de verduras que preparó madame Manec. Los pensamientos de Marie-Laure galopan como sabuesos sobre las mismas preguntas. Primero aquellos policías de hace dos años: «Mademoiselle, ¿no le comentó nada en particular?». A continuación la voz mortecina del sargento mayor cojo: Solo quiero que me diga si su padre le dejó algo o le habló sobre llevar alguna cosa al museo.
Papá se marcha. Madame Manec se marcha. Recuerda las voces de sus vecinos en París cuando ella perdió la vista: Es como si estuvieran malditos.
Intenta olvidar el miedo, el hambre, las preguntas. Debe vivir como los caracoles, momento a momento, centímetro a centímetro. Pero en la tarde del 6 de agosto lee las siguientes líneas a Etienne en el sofá de su estudio: «¿Es cierto que el capitán Nemo jamás abandonó el Nautilus? Con frecuencia, al final no le veía durante semanas. ¿Qué hacía durante todo ese tiempo? ¿Es posible que estuviera a cargo de alguna misión secreta totalmente desconocida para mí?».
Cierra el libro de un golpe.
—¿No tienes ganas de saber si conseguirán escapar esta vez? —pregunta Etienne, pero Marie-Laure está recitando en su mente la tercera carta de su padre, la última que recibió.
«¿Te acuerdas de tus cumpleaños? ¿Que siempre había dos regalos sobre la mesa cuando te despertabas? Siento que las cosas hayan salido así. Si alguna vez quieres entenderlo, mira dentro de la casa de Etienne, dentro de la casa. Sé que harás lo correcto. Aunque me gustaría que el regalo fuera mejor».
Mademoiselle, ¿no le comentó nada en particular?
¿Podemos echar un vistazo a lo que trajo con él?
Tenía muchas llaves en el museo.
No es el transmisor. Etienne se equivoca. El alemán no estaba interesado en la radio, era algo diferente, algo que pensaba que solo ella sabía. Y oyó lo que quería oír. Al final ella contestó a todas sus preguntas.
Solo una estúpida maqueta de esta ciudad.
Ese fue el motivo por el que él se marchó.
Mira dentro de la casa de Etienne.
—¿Qué sucede? —pregunta Etienne.
Dentro de la casa.
—Necesito descansar —dice ella, sube las escaleras de dos en dos, cierra la puerta de su habitación y recorre con los dedos la ciudad en miniatura. Ochocientos sesenta y cinco edificios. Ahí, cerca de una de las esquinas, espera la alta y estrecha casa del número 4 de la rue Vauborel. Sus dedos recorren la fachada hacia abajo hasta que encuentran el hueco de la puerta principal. Presiona hacia dentro y la casa se desprende hacia arriba y hacia fuera. Cuando la agita no oye nada, pero las casas nunca hacen ruido cuando las agita, ¿no es así?
Le tiemblan los dedos pero no le lleva mucho tiempo resolverlo, dobla la chimenea noventa grados y quita los paneles del techo. Uno, dos, tres.
Una cuarta puerta y luego una quinta y así hasta llegar a la decimotercera, una puerta cerrada que apenas tiene el tamaño de un zapato.
Y entonces —preguntaron los niños— ¿cómo sabe que está allí de verdad?
Porque creo en la historia.
Vuelca la pequeña casa y una piedra con forma de pera cae sobre la palma de su mano.