Simultaneidad de los instantes
El ladrillo golpea contra el suelo. Las voces se detienen. Ella oye una discusión y luego el disparo suena como un estallido de luz roja: la erupción del Krakatoa. La casa se parte en dos por unos instantes.
Marie-Laure casi resbala, está a punto de caer por la escalera de mano y se apoya contra la falsa pared del armario. Unos pasos se apresuran a través del pasillo y entran en la habitación de Henri. Se oye un sonido de agua arrojada y un siseo y siente el olor de humo y vapor.
Los pasos se vuelven de pronto dubitativos, son distintos de los del sargento mayor. Más ligeros. Avanzan, se detienen, abren la puerta del armario. Piensa, intenta descifrarlo.
Ella oye un leve sonido como el de una caricia cuando él pasa los dedos por el falso fondo del armario. Agarra con más fuerza el mango del cuchillo.
Tres manzanas hacia el este, Frank Volkheimer pestañea al sentarse sobre las ruinas de un apartamento en la esquina de la rue des Lauriers y la rue Thévenard mientras come con los dedos de una lata de ñame. Al otro lado de la desembocadura del río, bajo un metro de cemento, un asistente sostiene en el aire la chaqueta abierta del jefe en mando de la guarnición mientras el coronel mete un brazo en una manga y luego el otro. Precisamente en ese instante, un explorador norteamericano de diecinueve años trepa por la colina hacia el fortín, se detiene, da media vuelta y tiende un brazo hacia el soldado que está tras él. Mientras tanto con la mejilla apoyada en un adoquín de granito del Fuerte Nacional, Etienne LeBlanc decide que si él y Marie-Laure consiguen sobrevivir a esta situación, pase lo que pase, le pedirá que elija un lugar sobre el ecuador e irán allí, reservarán un billete, viajarán en barco, volarán en avión, hasta que se encuentren juntos en una selva rodeados de flores que jamás han olido y escuchando pájaros que jamás han oído. A cuatrocientos kilómetros de distancia del Fuerte Nacional, la mujer de Reinhold von Rumpel despierta a sus hijas para ir a misa y contempla el buen aspecto que tiene su vecino que acaba de regresar de la guerra después de haber perdido un pie. No tan lejos de ella, Jutta Pfennig duerme en medio de las sombras azul ultramar del dormitorio de chicas y sueña que la luz se espesa y refleja un campo cubierto de nieve, y no tan lejos de Jutta, el Führer alza un vaso de leche caliente (nunca hirviendo) hasta sus labios, mientras sobre su plato hay una tostada de pan negro de Oldenburg y una manzana, su desayuno diario. Mientras tanto, en un desfiladero a las afueras de Kiev, dos presos se frotan las manos con arena porque se les han quedado resbaladizas y agarran de nuevo una camilla mientras un sonderkommando aviva el fuego que hay bajo ellos con una barra de acero. Una lavandera revolotea de baldosa en baldosa en un patio de Berlín buscando caracoles para comer y en la escuela Napola de Schulpforta ciento diecinueve chicos de entre doce y trece años esperan en fila tras un camión para recibir una mina antitanque de trece kilos, unos chicos a los que casi exactamente dentro de ocho meses, abandonados en medio del avance de los rusos, la escuela completa separada como una isla, les entregarán una caja del último chocolate amargo del Reich y uno cascos de la Wehrmacht rescatados de entre los cuerpos de los soldados muertos, y a continuación esta última cosecha de la juventud de la nación saldrá con el chocolate aún deshaciéndose en sus gargantas para unirse con los cascos bamboleantes sobre sus rapadas cabezas y sesenta lanzamisiles Panzerfaust en las manos para defender en un último espasmo de futilidad un puente que ya ni siquiera requiere defensa alguna, mientras tanques T-34 del Ejército Blanco de los rusos se acercan tintineando y a trompicones para destruirlos a todos, hasta el último muchacho. Amanece en Saint-Malo y se oye una sacudida al otro lado del armario… Werner oye cómo inhala Marie-Laure y Marie-Laure oye cómo Werner araña con tres dedos la madera, un sonido no muy distinto del de un disco al deslizarse bajo una aguja, con sus brazos y rostros separados por el falso fondo del armario.
Él dice:
—Es-tu là?