Abre los ojos

Werner y Jutta sintonizan las transmisiones del francés una y otra vez. Lo hacen siempre a la hora de acostarse, atentos a un guion que cada día les resulta más familiar.

«Pensemos hoy, niños, en esa máquina giratoria que hay dentro de vuestras cabezas y que os permite levantar las cejas…». Escuchan un programa sobre criaturas marinas y otro sobre el polo norte. A Jutta le gusta particularmente uno sobre imanes. El favorito de Werner es uno sobre la luz: eclipses y relojes de sol, auroras y longitudes de onda. «¿A qué denominamos luz visible? Al color. El espectro electromagnético abarca desde cero en una dirección y hasta el infinito en la otra y por ese motivo, niños, matemáticamente hablando, toda luz es en realidad invisible».

A Werner le gusta agacharse en su buhardilla e imaginar las ondas de radio como si se trataran de larguísimas cuerdas de arpas que se doblan sobre Zollverein y vibran. Atraviesan volando los bosques, las ciudades, los muros. Cerca de la medianoche, Jutta y él recorren la ionosfera buscando esa noble y penetrante voz y cuando la encuentran Werner siente como si hubiese sido elevado a una vida diferente, a un lugar secreto donde todos los descubrimientos son posibles y donde un huérfano de una ciudad minera es capaz de resolver los misterios ocultos del mundo físico.

Junto a su hermana emula los experimentos del francés, fabrica lanchas con cajas de cerillas e imanes con agujas de coser.

—¿Por qué no dice en qué ciudad está, Werner?

—Tal vez porque no quiere que lo sepamos.

—Suena como si fuera rico y estuviera solo. Te apuesto lo que quieras a que hace esas transmisiones desde una mansión enorme, tan grande como toda nuestra colonia, un lugar con miles de habitaciones y miles de sirvientes.

Werner sonríe.

—Puede ser.

De nuevo la voz. De nuevo el piano. Puede que solo sea la imaginación de Werner pero con cada nuevo programa le parece que la calidad se va degradando un poco más, el sonido se vuelve más débil, como si el francés hiciera sus emisiones desde un barco que se aleja cada día.

A medida que pasan todas esas semanas en las que Jutta duerme a su lado, Werner mira el cielo nocturno y se desata cierta inquietud en su interior. La vida sucede más allá de las fábricas, más allá de las puertas. Ahí fuera la gente se hace preguntas importantes. Se imagina a sí mismo como si fuera un gran ingeniero con bata blanca en un laboratorio: los calderos gorgotean, las máquinas rechinan y hay complejos diseños clavados con chinchetas en las paredes. Coge una linterna, sube por una sinuosa escalera hasta un observatorio de estrellas y se acerca al visor de un enorme telescopio cuyo objetivo apunta a la oscuridad.

La luz que no puedes ver
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