Cielo
Durante unas semanas madame Manec se siente mejor. Le promete a Etienne que no olvidará la edad que tiene ni intentará serlo todo para todo el mundo, que no hará la guerra ella sola. Una tarde a comienzos de junio, casi dos años exactos después de la invasión de Francia, ella y Marie-Laure caminan sobre un campo de florecillas al este de Saint-Malo. Madame Manec le ha dicho a Etienne que iban a ver si conseguían fresas en el mercado de Saint-Servan, pero Marie-Laure sabe que cuando se han detenido a saludar a una mujer en el camino hacia allí, madame ha entregado un sobre y ha recogido otro.
Por sugerencia de la propia madame se tumban un rato en la hierba; Marie-Laure escucha a las abejas que polinizan las flores e intenta imaginar sus viajes tal y como los describe Etienne: cada obrera sigue un riachuelo de aroma, busca patrones ultravioleta en las flores, llena las cestas que hay adosadas a sus patas con granos de polen y luego regresa borracha y pesada a casa.
¿Cómo saben las pequeñas abejas el papel que deben cumplir?
Madame Manec se quita los zapatos, enciende un cigarrillo y deja escapar un gruñido de satisfacción. Se oye el zumbido de los insectos: avispas, sírfidos, una libélula. Etienne ha enseñado a Marie-Laure a distinguir a cada uno por su sonido.
—¿Qué es una multicopista, madame?
—Algo que sirve para hacer octavillas.
—¿Y qué tiene eso que ver con la mujer con la que nos hemos cruzado?
—Nada de lo que debas preocuparte, querida.
Un caballo relincha, la brisa marina las alcanza con una dulzura y frescura llena de olores.
—Madame, ¿qué aspecto tengo?
—Tienes miles de pecas.
—Papá solía decir que eran como estrellas en el cielo o como manzanas en un árbol.
—Son puntos marrones, niña. Miles de pequeños puntos marrones.
—Eso suena mal.
—Pero en ti son bonitos.
—Madame, ¿cree que en el cielo realmente veremos a Dios cara a cara?
—Es posible.
—¿Y qué sucede si eres ciega?
—Yo diría que, si Dios quiere que veamos algo, lo más probable es que lo veamos.
—El tío Etienne dice que el cielo es como la manta a la que se aferran los bebés. Dice que la gente ha volado en aviones a diez mil metros del suelo y no han visto allí ningún reino, ni puertas, ni ángeles.
Madame Manec irrumpe en una cadena de tosidos que asustan a Marie-Laure.
—Tú estás pensando en tu padre —dice al fin—. Tienes que creer que tu padre regresará.
—¿No se cansa de creer, madame? ¿No necesita pruebas a veces?
Madame Manec pone una mano sobre la frente de Marie-Laure, esa mano pesada que la primera vez le hizo pensar en la de un jardinero o la de un geólogo.
—Nunca dejes de creer. Eso es lo más importante.
Las florecillas se mecen en sus tallos y las abejas hacen su duro trabajo. Ojalá la vida fuera como una novela de Julio Verne, piensa Marie-Laure, y uno pudiera pasar las páginas cuando lo necesita para saber lo que va a suceder más adelante.
—¿Madame?
—Sí, Marie.
—¿Qué cree que comen en el cielo?
—No estoy segura de que necesiten comida en el cielo.
—¡No comen! Entonces no creo que le guste ese sitio, ¿verdad?
Pero madame Manec no se ríe como Marie-Laure había esperado. No dice nada en absoluto. Solo se escucha su respiración.
—¿La he ofendido, madame?
—No, niña.
—¿Estamos en peligro?
—No más que cualquier otro día.
La hierba se inclina y estremece. Los caballos relinchan. Madame dice, casi en un susurro:
—Ahora que lo pienso, niña, espero que el cielo sea algo parecido a esto.