Receso de enero
El comandante da una charla sobre la virtud y la familia y el fuego simbólico que los chicos de Schulpforta deben llevar con ellos adonde quiera que vayan, una copa de puro fuego para encender los corazones de las naciones. Que si el Führer esto, que si el Führer lo otro, todo llega a los oídos de Werner como una cantinela familiar. Uno de los chicos más atrevidos susurra a sus espaldas:
—Claro que sí, yo siento una copa llena de algo en el corazón.
En el dormitorio, Frederick se asoma por el borde de su litera. Su rostro parece un mapa púrpura y amarillo.
—¿Por qué no vienes a Berlín? Mi padre estará trabajando, pero podrías conocer a mi madre.
Frederick ha estado cojeando las últimas dos semanas, hinchado y cubierto de cardenales, pero en ninguna ocasión se ha dirigido a Werner más que con ese tono suyo de distraída amabilidad. En ningún momento le ha acusado de traición a pesar de que Werner no hizo nada mientras le golpeaban ni tampoco nada desde entonces: no ha pegado a Rödel ni ha apuntado con un rifle a Bastian ni ha golpeado indignado la puerta del doctor Hauptmann pidiendo justicia. Es como si Frederick entendiera que los dos han sido asignados a objetivos concretos y que no deben desviarse.
—No tengo… —dice Werner.
—Mi madre pagará tu viaje. —Frederick se recuesta y se queda mirando el techo—. No es nada.
El trayecto en tren es un viaje épico y somnoliento que dura seis horas; a cada hora el traqueteo se detiene y el vagón se mueve a un lado para dejar pasar otros trenes llenos de soldados que van al frente a toda prisa. Por fin Werner y Frederick desembarcan en una estación oscura de color carbón, suben un tramo de escaleras con cada uno de sus escalones pintado con la misma exclamación («¡Berlín fuma Junos!») y salen a las calles de la ciudad más grande que Werner ha visto jamás.
¡Berlín! Hasta el nombre suena como dos campanadas de gloria. La capital de la ciencia, la sede del Führer, la ciudad en la que nacieron Bohr, Einstein, Staudinger, Bayer. En algún lugar de estas calles se inventó el plástico, se descubrieron los rayos X y la deriva de las placas continentales. ¿Qué maravilloso descubrimiento de la ciencia estarán cultivando ahora? Soldados sobrehumanos, dice el doctor Hauptmann, máquinas que cambian el tiempo, misiles dirigidos por hombres a miles de kilómetros de distancia.
Del cielo cae un aguanieve plateada. Unos caballos grises pasan trotando y se unen en las líneas del horizonte, se agrupan como si intentaran escapar del frío. Ellos pasan caminando frente a tiendas en las que hay trozos de carne colgando, frente a un borracho con una mandolina rota en el regazo y a un trío de paseantes abrazados bajo una marquesina que les abuchean al ver sus uniformes.
Frederick le lleva hasta una casa de cinco plantas, a una manzana de una hermosa avenida llamada Knesebeckstrasse. Llama al número 2, se oye un zumbido en el interior y la puerta se abre. Entran en un estrecho vestíbulo y se quedan de pie frente a un par de puertas iguales. Frederick presiona un botón, resuena algo en lo alto del edificio y Werner pregunta:
—¿Tenéis ascensor?
Frederick sonríe. La maquinaria chirría al bajar y el ascensor se detiene frente a ellos, Frederick empuja la puerta de madera y entran. Werner contempla maravillado el interior del edificio. Cuando llegan hasta la segunda planta dice:
—¿Podemos cogerlo otra vez?
Frederick se ríe. Bajan de nuevo. Vuelven a subir. Bajan al vestíbulo por cuarta vez y suben de nuevo mientras Werner observa los cables y los pesos que hay junto al ascensor tratando de entender el mecanismo hasta que una mujer pequeña entra en el edificio y sacude el paraguas. Lleva en la otra mano una bolsa de papel. Sus ojos registran de inmediato los uniformes de los chicos, la intensa blancura del pelo de Werner y los moratones escarlata en los ojos de Frederick. En el pecho de su abrigo ha sido cosida con cuidado una estrella color mostaza. Perfectamente recta, con un vértice hacia abajo y el otro hacia arriba. Las gotas de lluvia caen desde la punta del paraguas como semillas.
—Buenas tardes, frau Schwartzenberger —dice Frederick. Se echa hacia atrás hasta tocar con la espalda el fondo del ascensor y le indica con un gesto que entre.
Ella entra y Werner sube detrás. De la bolsa sobresalen unos manojos de verduras. El cuello, se da cuenta Werner, está separado del resto del abrigo. Se está descosiendo. Si ella se volviera sus miradas quedarían a poco más de un palmo de distancia.
Frederick pulsa el dos, luego el cinco. Nadie habla. La anciana se acaricia una ceja con un tembloroso dedo índice. El ascensor pasa la primera planta. Frederick abre la puerta y Werner le sigue. Ve los zapatos grises de la anciana cuando pasan a la altura de su nariz. La puerta del número 2 está abierta y una mujer con delantal, brazos flácidos y el rostro aterciopelado sale a toda prisa y abraza a Frederick. Le besa en ambas mejillas y luego le roza los moratones con los dedos.
—No es nada, Fanni, ha sido jugando.
El apartamento es elegante y reluciente, está lleno de densas alfombras que engullen el sonido. Las ventanas traseras dan al esqueleto de cuatro tilos sin hojas. El aguanieve sigue cayendo afuera.
—Tu madre todavía no ha llegado —dice Fanni mientras se seca la palmas de las manos en el delantal y mira fijamente a Frederick—, ¿seguro que estás bien?
—Por supuesto —dice Frederick, y entra junto a Werner en una caldeada y limpia habitación. Frederick abre un cajón y cuando se da la vuelta lleva unas gafas con la montura oscura. Mira a Werner tímidamente.
—Vamos, ¿me vas a decir que no lo sabías?
Con las gafas puestas la expresión de Frederick parece más relajada, su cara tiene más sentido… Esto, piensa Werner, es lo que Frederick es en realidad. Un chico de piel suave con gafas, cabello color caramelo y una fina huella de un bigote sobre el labio. Un amante de los pájaros. Un niño rico.
—Apenas le doy a la diana en la clase de puntería, ¿no te diste cuenta?
—Puede ser, a lo mejor sí lo sospechaba. ¿Cómo conseguiste pasar los exámenes de la vista?
—Memorizando las tablas.
—¿Pero no usan varias diferentes?
—Memoricé las cuatro. Mi padre las consiguió con antelación y mi madre me ayudó a estudiar.
—¿Y tus prismáticos?
—Están graduados. Cuestan una fortuna.
Se sientan en la enorme cocina frente a una mesa que tiene el tablero de mármol. La sirvienta llamada Fanni aparece con una barra de pan de centeno y una tabla de quesos y sonríe a Frederick al sentarse. Hablan sobre las Navidades y sobre lo mucho que sintió Frederick habérselas perdido. La sirvienta desaparece detrás de una puerta batiente y regresa con dos platos tan delicados que tintinean cuando los apoya sobre la mesa. La mente de Werner da vueltas. ¡Un ascensor! ¡Una judía! ¡Una sirvienta! ¡Berlín! Se retiran al cuarto de Frederick, que está repleto de soldaditos de plomo, maquetas de aviones y cajones de madera llenos de tebeos. Se tumban boca abajo y pasan las páginas de los tebeos sintiendo el placer de estar fuera de la escuela, mirándose el uno al otro de vez en cuando como si les pareciera extraño darse cuenta de que su amistad puede continuar en otro lugar.
—Me marcho —dice Fanni y tan pronto como se cierra la puerta Frederick lleva a Werner del brazo hasta el cuarto de estar y sube por una escalera adosada a unas estanterías de madera, aparta una cesta de mimbre y saca del fondo un libro enorme: dos volúmenes encuadernados con inscripciones doradas, cada uno del tamaño de una cuna.
—Aquí está. —Su voz tiembla, le brillan los ojos—. Esto es lo que quería enseñarte.
Las hojas del interior están llenas de exuberantes y coloridos dibujos de pájaros. Dos halcones blancos vuelan uno encima del otro con los picos abiertos. Un flamenco rojo como la sangre posa su pico negro sobre el agua estancada. Unos gansos brillantes contemplan el cielo plomizo desde un promontorio. Frederick pasa las páginas con las dos manos. Pipiri papamoscas. Serreta de pecho beis. Pájaro carpintero de cabeza roja. Muchos de esos pájaros son más grandes en el libro que en la vida real.
—Audubon —dice Frederick— era americano. Investigó durante años los pantanos y bosques cuando ese país era todavía solo pantanos y bosques. Se pasaba días enteros estudiando a un solo pájaro. Luego le disparaba, lo sostenía con cables y palos, y lo pintaba. Probablemente nadie ha sabido tanto de pájaros como él, ni antes ni después. Cuando terminaba de pintarlos, se los comía. ¿Te imaginas? —la voz de Frederick tiembla de excitación al mirarle—. ¿Toda esa neblina y tú con un arma al hombro y los ojos firmes?
Werner intenta ver lo que ve Frederick: una época anterior a la fotografía, anterior a los prismáticos, en la que ya existía alguien dispuesto a sumergirse en un mundo salvaje, ir al encuentro de lo desconocido y dibujarlo. Un libro no tan lleno de pájaros como de evanescencia, de misterios de alas azules.
Piensa en el programa de radio del francés, en los Principios de la mecánica de Heinrich Hertz. ¿Acaso no reconoce ese entusiasmo en la voz de Frederick? Dice:
—A mi hermana le encantaría esto.
—Mi padre dice que se supone que no deberíamos tenerlo. Dice que hay que mantenerlo escondido aquí detrás de la cesta porque es americano y fue impreso en Escocia. ¡Si son solo pájaros!
La puerta principal se abre y se oyen unos pasos que cruzan el recibidor. Frederick mete a toda prisa los libros en sus fundas. Dice:
—¿Madre?
Y una mujer con un traje de esquiar verde con rayas blancas en las piernas entra gritando:
—¡Fredde, Fredde!
Abraza a su hijo, lo aparta con los brazos extendidos y le retira el pelo que le cae por la frente. Frederick mira por encima de su hombro con un gesto de pánico en la mirada. ¿Acaso tiene miedo de que ella se dé cuenta de que ha estado mirando el libro prohibido o tal vez teme que se enfade por los moratones? Ella no dice nada, se queda mirando a su hijo perdida en pensamientos que Werner no consigue adivinar y luego vuelve en sí.
—¡Y tú debes de ser Werner! —La sonrisa regresa a su rostro—. ¡Frederick no para de hablar de ti! ¡Y mira ese pelo! Nos encanta tener invitados.
Sube por la escalera y vuelve a poner los pesados volúmenes de Audubon en la estantería, primero uno y luego el otro, como si apartara algo irritante. Los tres se sientan frente a una mesa de roble, Werner agradece el billete de tren y ella relata la historia de un hombre con el que se acaba de cruzar, algo realmente increíble, porque aparentemente es un famoso jugador de tenis. Cada tres minutos se acerca y se prende del brazo de Frederick.
—Te sorprendería muchísimo —dice más de una vez y Werner observa la cara de su amigo para saber si se sorprendería o no. Fanni regresa y sirve vino y más Rauchkäse y durante una hora Werner se olvida de Schulpforta y de Bastian y de la goma negra y de la judía que vive unos pisos más arriba… ¡Las cosas que tiene esta gente! En una esquina hay un violín sobre una base y muebles brillantes hechos de acero cromado y un telescopio de latón y un ajedrez de plata pura y este queso magnífico que sabe como si hubiesen derretido humo en la mantequilla.
El vino se desliza soñoliento en el estómago de Werner y el aguanieve cae sobre los tilos cuando la madre de Frederick anuncia que van a salir.
—Ajustaos las corbatas, ¿de acuerdo?
Pone un poco de maquillaje bajo el ojo de Frederick y caminan hasta un bistró, el tipo de restaurante en el que Werner pensó que jamás iba a entrar, y un chico de chaqueta blanca, apenas mayor que ellos, les ofrece más vino.
Un flujo constante de comensales se acerca a la mesa para darles la mano a Frederick y a Werner y a preguntarle a la madre de Frederick, entre susurros, por los últimos avances de su marido. En una esquina Werner descubre a una chica radiante que baila sola con la cara hacia el techo y los ojos cerrados. La comida está rica. A cada instante la madre de Frederick ríe, él se toca el maquillaje de la cara con aire ausente y ella dice:
—A Fredde le están dando la mejor educación en esa escuela, la mejor.
Y a cada minuto alguna nueva cara besa a la madre de Frederick en ambas mejillas y le susurra algo al oído. Cuando Werner escucha a la madre de Frederick decirle a una mujer:
—¡Oh, esa bruja de Schwartzenberger se habrá ido para fin de año y entonces podremos tener también la última planta, du wirst schon sehen!
Él se da la vuelta hacia Frederick, cuyas gafas se han empañado a la luz de la vela, y ve que el maquillaje le da ahora un aspecto extraño y libidinoso, como si hubiera intensificado los moratones más que disimularlos, y siente que le invade una enorme sensación de incomodidad. Escucha de nuevo a Rödel haciendo girar la goma y descargándola sobre las manos alzadas de Frederick. Escucha las voces de los chicos en su Kameradschaft allá en Zollverein mientras cantaban «Sed leales, luchad con valor y morid riendo». El restaurante está repleto, las bocas de todo el mundo se mueven muy rápido, la mujer que habla con la madre de Frederick emana una nauseabunda cantidad de perfume y en la lechosa luz de pronto él tiene la sensación de que la bufanda que lleva al cuello la chica que baila es una horca.
Frederick dice:
—¿Te encuentras bien?
—Perfecto, está delicioso.
Pero Werner siente algo en su interior que le atenaza cada vez más.
En el camino de vuelta Frederick y su madre van más adelante. Ella enlaza su esbelto brazo en el de él y le habla en voz baja. Fredde esto, Fredde lo otro. La calle está vacía, las ventanas cerradas, las luces apagadas. A su alrededor hay muchísimas tiendas, millones de personas que duermen en camas, pero ¿dónde están todos? Cuando llegan a la manzana de Frederick una mujer con un vestido se inclina contra un edificio y vomita sobre la acera.
Al llegar a la casa Frederick se pone un pijama de seda verde, deja las gafas en la mesilla de noche y trepa descalzo a su cama infantil. Werner se mete en la cama plegable por la que la madre de Frederick se ha disculpado en tres ocasiones, a pesar de que el colchón es el más cómodo en el que ha dormido en toda su vida.
El edificio se queda en silencio. En las estanterías de Frederick brillan las maquetas de coches.
—¿Alguna vez deseas —susurra Werner— no tener que volver?
—Mi padre necesita que esté en Schulpforta. Mi madre también. No importa lo que yo quiera.
—Por supuesto que importa. Yo quiero ser ingeniero y tú quieres estudiar a los pájaros, ser como ese pintor americano de los pantanos. ¿Para qué hacer todo esto si no es para convertirnos en lo que queremos ser?
La quietud de la habitación. Ahí fuera, en los árboles al otro lado de la ventana, pende una luz extraña.
—Tu problema, Werner —dice Frederick—, es que crees en tu propia vida.
Cuando Werner se despierta hace tiempo que ha amanecido. Le duelen la cabeza y los globos oculares. Frederick ya está vestido. Lleva pantalones, una camisa planchada y corbata, está apoyado contra la ventana con la nariz pegada al cristal.
—Ahí vuela una lavandera verde —señala. Werner mira en esa dirección hacia el interior de los tilos desnudos.
—No parece muy impresionante, ¿verdad? —murmura Frederick—, apenas cincuenta gramos de plumas y huesos, pero ese pájaro es capaz de volar hasta África y volver alimentándose solo de insectos y gusanos y deseo.
La lavandera verde salta de rama en rama. Werner se restriega los ojos doloridos. No es más que un pájaro.
—Vinieron hace diez mil años —murmura Frederick—, millones de pájaros cuando este lugar era un jardín, un jardín sin final, de un extremo al otro.