Jungmänner[7]

Es un castillo como los que aparecen en los cuentos: ocho o nueve edificios de piedra protegidos por las colinas, con tejados color óxido, estrechas ventanas, agujas y torretas, y hierba entre las tejas de los techos. Un hermoso riachuelo avanza atravesando los campos de deporte. Ni en la más despejada hora del día más limpio de Zollverein había respirado Werner un aire tan puro como este.

Un jefe de dormitorio con un solo brazo les explica las reglas con tono beligerante.

—Este será vuestro uniforme de desfile, este vuestro uniforme de campo y este vuestro uniforme de deporte. Los tirantes van cruzados en la parte de atrás y paralelos por delante, la camisa enrollada hasta el codo. Cada uno podrá llevar un cuchillo y su funda en el lado derecho del cinturón. Cuando queráis pedir algo levantad el brazo derecho. Alineaos siempre en filas de diez. Nada de libros, ni cigarrillos, ni comida, ni objetos personales, no quiero nada en vuestros armarios salvo los uniformes, las botas y el cuchillo. Todo debe estar impecable. Nada de charlas cuando se apagan las luces. Las cartas a casa se enviarán los miércoles. Aquí os desharéis de vuestra debilidad, vuestra cobardía y vuestras dudas. Seréis como una cascada, una lluvia de balas, todos marcharéis en la misma dirección, con el mismo paso y hacia el mismo objetivo. Olvidaréis las comodidades y viviréis solo para el deber. Vuestro alimento será vuestro país y vuestro aire, la patria. ¿Lo habéis entendido?

Los chicos gritan que sí. Son cuatrocientos alumnos, treinta instructores y cincuenta más entre personal de plantilla, suboficiales, cocineros y encargados. Algunos cadetes tienen apenas nueve años. Los mayores tienen diecisiete. Rostros góticos, narices afiladas, barbillas puntiagudas. Ojos azules, todos ellos.

Werner duerme en un pequeño dormitorio con otros siete chicos de catorce años. En la litera de arriba duerme Frederick, un chico escuálido, delgado como un junco, con la piel más blanca que la leche. Frederick también es nuevo. Viene de Berlín. Su padre es ayudante de un embajador. Al hablar Frederick siempre mira hacia arriba como si estuviera escrutando el cielo en busca de algo.

Él y Werner comen su primera comida en una larga mesa de madera en el refectorio, con los nuevos uniformes almidonados. Algunos chicos hablan en susurros, otros se sientan solos, otros engullen como si no hubiesen comido durante días. Al otro lado de las tres ventanas arqueadas, el amanecer proyecta un puñado de sagrados rayos dorados.

Frederick agita los dedos y pregunta:

—¿Te gustan los pájaros?

—Claro.

—¿Has oído hablar de los cuervos encapuchados?

Werner niega con la cabeza.

—Los cuervos encapuchados son más inteligentes que la mayoría de los mamíferos, incluso que los monos. He visto a algunos poner nueces que no podían romper en la carretera y esperar a que pasaran coches por encima para comer lo que había dentro. Werner, tú y yo vamos a ser grandes amigos, estoy seguro.

Un retrato del Führer preside cada clase. Los chicos se sientan en bancos sin respaldo frente a mesas de madera marcadas por el aburrimiento de incontables chicos antes que ellos, escuderos, monjes, reclutas, cadetes. El primer día Werner pasa junto a la puerta medio abierta del laboratorio de ciencias y entrevé una habitación del tamaño de la farmacia de Zollverein en la que hay alineadas unas piletas nuevas y vitrinas de cristal en las que esperan probetas, cilindros graduados, balanzas y hornillos. Frederick tiene que empujarle para que siga avanzando.

El segundo día, un viejo frenólogo hace una presentación para todo el alumnado. Bajan las luces del refectorio, un proyector comienza a zumbar y en la pared opuesta aparece un gráfico lleno de círculos. El anciano se detiene bajo la pantalla y agita el extremo de un palo de billar sobre la cuadrícula.

—Los círculos en blanco representan la sangre alemana pura. Los círculos con negro indican la proporción de sangre extranjera. Fijaos en el grupo dos, número cinco. —Golpea con el palo la pantalla y esta se mece—. Un matrimonio entre un alemán puro y una persona con un cuarto de sangre judía es aceptable, ¿veis?

Quince minutos más tarde Werner y Frederick leen a Goethe en la clase de lengua. Luego magnetizan agujas para el trabajo de campo. El jefe del dormitorio anuncia unos horarios completamente enrevesados: los lunes ciencias mecánicas, historia nacional y ciencias raciales. Los martes equitación, orientación e historia militar. Todo el mundo, incluso los niños de nueve años, tiene que aprender a limpiar, a desmontar y a disparar rifles Mauser.

Por las tardes les cuelgan un cinturón de cartuchos y les hacen correr. Corren hasta los refectorios, corren hasta la bandera, corren hasta lo alto de la colina, corren llevándose unos a otros a las espaldas, corren con el rifle sobre la cabeza, corren, gatean, nadan. Y luego corren todavía un poco más.

Las noches llenas de estrellas, los amaneceres cubiertos de rocío, los silenciosos deambulatorios, el obligado ascetismo. Werner jamás se ha sentido parte de algo tan cerrado, nunca ha sentido tanto deseo de pertenecer. En las hileras de dormitorios los cadetes hablan de esquí alpino, de duelos, de clubs de jazz, de institutrices y de cacerías de jabalíes. Son chicos que manejan las palabrotas con virtuosismo y hablan de cigarrillos que se llaman igual que estrellas de cine. Chicos que hablan de «llamar por teléfono al coronel» y que son hijos de baronesas. Algunos muchachos han sido elegidos no porque sean buenos en nada en particular sino porque sus padres trabajan para algún ministro. Y la forma en la que hablan:

—No se le pueden pedir peras al olmo.

—Me la voy a follar en un abrir y cerrar de ojos, ya lo verás.

—Ánimo y relajaos, chicos.

Hay cadetes que hacen todo bien, tienen una pose perfecta, son expertos tiradores y tienen las botas tan impecables que reflejan las nubes. Hay cadetes que tienen la piel parecida a la mantequilla, ojos como zafiros y redes de venas ultrafinas y azuladas en la espalda y en las manos. Al menos por ahora, bajo el látigo de la administración, son todos iguales. Todos Jungmänner. Todos cruzan las puertas a la vez, engullen huevos fritos en el refectorio al mismo tiempo, marchan a través del patio interior, les pasan lista, saludan a la bandera, disparan sus rifles, corren, se bañan y sufren juntos. Cada uno es un trozo de barro y el alfarero, que no es otro que un corpulento comandante de cara reluciente, tiene intención de convertirlos en cuatrocientas jarras idénticas.

«Somos jóvenes», cantan, «estamos decididos, nunca nos hemos comprometido, tenemos aún tantos castillos que atacar».

Werner oscila entre el cansancio, la confusión y la euforia. Le asombra que su vida haya cambiado tanto de rumbo. Mantiene a raya las dudas memorizando las canciones y los caminos a las clases o manteniendo firme la mirada en el laboratorio de ciencias: nueve mesas, treinta banquetas, bobinas, condensadores de variables, amplificadores, baterías y soldadores de hierro guardados bajo llave en los relucientes armarios.

Sobre él, de rodillas en su catre, Frederick echa un vistazo por la ventana abierta con un par de antiguos prismáticos de campo y hace un recuento de los pájaros que distingue. Una muesca por cada somorgujo de cuello rojo, seis muescas por cada tordo. Detrás de los campos de deporte un grupo de niños de diez años camina con antorchas y banderas con esvásticas hacia el río. La procesión se detiene y la brisa hace temblar las llamas de las antorchas. Luego continúan la marcha y su canción se eleva hasta la ventana como una nube viva y luminosa.

Oh, llévame, llévame hasta las filas

para no morir como la gente común.

No quiero morir en vano,

quiero morir sobre la pira de los sacrificios.

La luz que no puedes ver
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