La marca de la bestia
Noviembre de 1939. Un viento gélido arrastra las enormes hojas de los árboles hacia los senderos de grava en el Jardin des Plantes. Marie-Laure lee Veinte mil leguas de viaje submarino («… podría hacer largas trenzas con algas marinas, unas esféricas y otras tubulares, laurenciae, cladostephae, con su delgado follaje…») cerca de la puerta de la rue Cuvier, cuando un grupo de chicos se acerca pisando las hojas.
La voz de un niño dice algo y otros ríen. Marie-Laure alza los dedos de la novela. La risa gira y da vueltas. La primera voz está de pronto junto a su oído.
—Les encantan las niñas ciegas, ¿sabes?
Tiene la respiración acelerada y ella extiende el brazo hacia el espacio que hay a su lado pero no consigue tocar nada.
No podría decir cuántos son. Quizá tres, cuatro. Tiene la voz de un chico de unos doce o trece años. Marie-Laure se pone de pie abrazando el libro contra el pecho, oye que su bastón rueda por el banco y repiquetea contra el suelo.
Alguien dice:
—Seguro que se llevan antes a las ciegas que a las cojas.
El primer chico gime de una manera burlesca. Marie-Laure alza el libro como si quisiera protegerse.
El segundo chico dice:
—Las obligan a hacer cosas.
—Cosas repugnantes.
Una voz de adulto, en la distancia, les llama.
—¡Louis, Peter!
—¿Quiénes sois? —grita Marie-Laure.
—Adiós, niña ciega.
Entonces llega el silencio. Marie-Laure se queda oyendo el susurro de los árboles con el corazón acelerado. Durante un eterno y temible minuto recorre con las manos las hojas secas al pie del banco hasta que sus dedos encuentran el bastón.
Las tiendas venden máscaras de gas. Los vecinos cubren las ventanas con cartones. Cada semana vienen menos visitantes al museo.
—¿Papá? —pregunta Marie-Laure—. Si hay una guerra, ¿qué nos va a suceder?
—No habrá guerra.
—¿Pero qué nos sucederá si la hay?
Ella siente la mano familiar de él apoyada en su hombro y el habitual tintineo de las llaves en su cinturón.
—Si la hay, todo irá bien, ma chérie. El director acaba de firmar una dispensa que me mantendrá alejado de la reserva. No voy a ir a ninguna parte.
Pero ella escucha que pasa las páginas del periódico con nerviosismo. Enciende cigarrillo tras cigarrillo y casi no para de trabajar. Pasan semanas, los árboles se quedan desnudos y su padre no vuelve a preguntarle si quiere dar un paseo por los jardines. Si al menos tuvieran un submarino inexpugnable como el Nautilus.
Oye las brumosas voces de las chicas de las oficinas que pasan al otro lado de la ventanilla de la conserjería.
—Entran en los apartamentos por la noche y ponen minas en las despensas de las cocinas, en las tazas de los inodoros, en el interior de los sujetadores. Una abre el cajón de las bragas y se queda sin dedos.
Tiene pesadillas. Alemanes silenciosos reman por el Sena sincronizadamente, los botes se deslizan sobre el agua como si fuera aceite, pasan volando en silencio bajo los caballetes de los puentes, llevan bestias atadas con cadenas. Las bestias saltan de los botes, cruzan los macizos de flores y las filas de setos. Husmean los escalones de la galería central. Babeantes. Voraces. Entran en el museo, se dispersan en los departamentos. Y los cristales se oscurecen con la sangre.