CUARENTA Y DOS

Images CUARENTA Y DOS Images

Tras la ceremonia y una vez los fotógrafos hubieron hecho todas las fotos y los diplomáticos y los notables le hubieron expresado sus felicitaciones, Alek fue en busca de Deryn. Pero antes de que pudiera dar dos pasos entre la multitud, se vio atrapado entre el capitán Hobbes y la científica.

—Su Serena Majestad, ¡felicidades de nuevo! —dijo el capitán, dedicándole un saludo militar en lugar de hacerle una reverencia.

Al devolverle el gesto, Alek se imaginó a sí mismo durante un instante fugaz como un miembro de la tripulación. Pero ese sueño se había acabado.

—Gracias, señor. Por esto y por… —el muchacho se encogió de hombros—. Por no habernos enviado nunca a los calabozos.

El capitán Hobbes sonrió.

—Aquellos primeros días fueron bastante complicados para vos, ¿no es cierto? Como también lo fue para nosotros tener clánkers a bordo de la aeronave.

—Pero yo siempre supe que acabaríamos por hacer de vos un auténtico darwinista —dijo la doctora Barlow, mirando fijamente la medalla de Alek.

Le habían concedido la Cruz al Valor Aéreo, el más alto honor que las Fuerzas Armadas británicas podían conceder a un civil. La insignia llevaba un retrato del viejo Charles Darwin grabado en el anverso.

—Un auténtico darwinista —dijo el loris de la científica y Bovril soltó una risita.

—No estoy seguro de lo que soy hoy por hoy —admitió Alek—. Aunque intentaré estar a la altura de este honor.

—Un buen lema para estos tiempos tan extraños, Su Alteza —dijo el capitán—. Si me disculpan, debo atender a nuestros huéspedes americanos. Sus aeronaves clánker se unirán a nosotros en el trayecto de vuelta a Europa. Algo de lo más extraordinario.

—Lo es, ciertamente —dijo Alek, e hizo una reverencia al capitán cuando este se marchó en dirección a un grupo de oficiales vestidos con el uniforme azul oscuro de los americanos.

—Qué rápidamente han cambiado las cosas —dijo la doctora Barlow—. Los otomanos permanecen neutrales, el Imperio austrohúngaro busca una salida y ahora los Estados Unidos se unen al conflicto. Puede que Tesla no haya acabado con la guerra, pero su muerte ha contribuido a acortarla considerablemente.

—Esperemos que así sea —acertó a decir Alek, procurando encontrar un modo de cambiar de tema.

—¡Klopp! —dijo Bovril.

—Ah, sí —Alek hizo un gesto con la mano para que sus hombres se acercasen—. El profesor Klopp, Bauer y Hoffman han dejado mi servicio. Se quedarán en América.

—La tierra de las oportunidades —dijo la científica en un excelente alemán.

Klopp asintió.

—Y el único lugar del mundo clánker donde no se nos tachará de traidores y conspiradores, señora.

—Eso es solo por ahora, profesor Klopp —dijo Alek—. Todos podremos regresar a casa algún día, estoy seguro de ello.

Alek no estaba acostumbrado a ver a los tres hombres vestidos con traje y corbata y se le hacía extraño, aunque muy pronto volverían a vestir sus monos de trabajo.

—Empiezan a trabajar el lunes para un fabricante de caminantes de pasajeros —explicó Alek.

—¿No les resultará un tanto aburrido? —preguntó la científica—. Tras meses de ir dando vueltas por el mundo con su joven príncipe…

—En absoluto, señora —dijo Bauer—. ¡El señor Ford va a pagarnos cinco dólares al día!

La doctora Barlow abrió los ojos como platos.

—Es extraordinario.

Alek sonrió. Había intentado darle a Klopp lo que quedaba del oro de su padre, pero el profesor se había negado a aceptarlo. En cualquier caso el fragmento era del tamaño de un mondadientes que pesaba menos de veinte gramos, por lo que no valdría más de quince dólares. Trabajando para Caminantes Ford, los tres juntos ganarían esa misma suma cada día.

—Tierra de oportunidades —repitió el loris de la científica arrugando la nariz.

El acento alemán de la criatura también era excelente.

—¿Dónde está vuestro conde Volger? —quiso saber la doctora Barlow—. Tengo guardados unos cuantos periódicos para él.

—Está por ahí, en alguna parte —Alek miró a su alrededor y vio a Volger husmeando en un rincón oscuro del compartimento de carga.

Se había quemado las cejas cuando los rayos de la máquina de Tesla golpearon sus espadas desenvainadas, y ahora su expresión parecía la de un loco de una película de cine.

O quizás simplemente estaba de mal humor. Cuando Alek les había dicho a sus hombres que empezaran una nueva vida en América, tan solo Volger se había resistido. El conde había jurado elevar a Alek al trono del Imperio austrohúngaro, tanto si el muchacho quería como si no.

Pero cuando la doctora Barlow se aproximó al conde, la expresión de este se suavizó y pronto estuvieron charlando animadamente en la privacidad de aquel rincón.

—Quizás lo que digo esté un poco fuera de lugar, señor —dijo Hoffman, mirándolos a ambos—. Pero forman una extraña pareja, ¿no es cierto?

Klopp soltó una risotada.

—Están hechos el uno para el otro.

—¿Sabe lo que siempre he pensado, señor? —dijo Bauer—. ¡Que por lo menos la guerra habrá servido para que ambos hayan acabado en el mismo bando!

—Conspiradores —susurró Bovril a Alek al oído.

El muchacho tardó una hora en alejarse de todas aquellas personas que no dejaban de felicitarle, así como de los reporteros que querían entrevistarle, para poder dirigirse hacia un almacén más pequeño donde había visto escabullirse a Deryn. Ella seguía esperándole allí, sentada en un barril de miel de las abejas fabricadas del Leviathan.

Era la primera vez que Alek y Bovril la veían desde que se despidieron en el consulado serbio y la pequeña bestia prácticamente saltó a sus brazos. Alek deseó poder hacerlo también, pero el atestado compartimento de carga se encontraba al otro lado de una escotilla abierta. Así que se limitó a saludarla con la cabeza, preguntándose cómo empezar.

Pensó que pasarían años antes de que volvieran a encontrarse, pero incluso tres semanas le habían parecido demasiado tiempo. Aunque la verdad es que no podía decirle nada de eso. Todavía no.

La muchacha observaba la medalla de Alek mientras acariciaba la cabecita de Bovril. Se trataba, por supuesto, de la misma condecoración que Deryn llevaba en su uniforme de gala y la que le habían otorgado a su padre por salvarle la vida.

—Es un poco absurdo —dijo ella finalmente—. Que te otorguen una medalla por caerte.

Alek tragó saliva.

—Quieres decir que en realidad no la merezco, ¿no es cierto?

—¡Mereces un montón de medallas, Alek! ¡Por haber salvado la aeronave en los Alpes, y en Estambul y también por desconectar la máquina de Tesla! —Deryn hizo una pausa—. Aunque no creo que el Almirantazgo te concediese esa última, dado que también salvaste Berlín.

—Tú también estuviste ahí en todas esas ocasiones, Deryn, y sin embargo no veo medallas sobre tu… —Alek se aclaró la garganta y miró hacia otro lado.

—¡Pecho! —completó la frase Bovril.

Deryn soltó una carcajada ante aquello, pero Alek no se le unió.

—Estoy contenta con solo una, gracias —dijo ella—. Y yo no estuve a tu lado cuando detuviste el Goliath.

—En cierto modo, sí que lo estabas —dijo Alek en voz baja y mirando hacia el suelo.

Tan solo el hecho de saber que la salvaría también a ella había hecho posible que se decidiese a hacerlo.

Deryn sonrió y movió la cabeza.

—No te has recuperado por completo de ese golpe en la cabeza, ¿verdad?

—¡Un poco tonto! —dijo Bovril.

—Quizás no. Hay un montón de cosas que se han vuelto confusas desde entonces —Alek alzó la vista—. Claro que también ha habido otras que se han aclarado.

Bovril se echó a reír al oírle, pero Deryn apartó la mirada. Se hizo un silencio incómodo entre ellos, y Alek se preguntó si a partir de ese momento las cosas serían siempre así entre ellos, vacilantes e inciertas.

—Hay algo que debería decirte —dijo Alek—. Un secreto acerca de Tesla.

Deryn mostró su sorpresa.

—Caramba.

—Vayamos a algún sitio más privado —dijo Alek, pensando en si habría llegado a un punto muerto. Pero súbitamente supo adónde quería ir—. Sé que no estoy sirviendo en esta aeronave, señor Sharp, pero ¿cree usted que me permitirán visitar la parte superior una última vez?

—Si os escolta un oficial condecorado, quizás —dijo Deryn con una sonrisa de oreja a oreja—. Por otra parte, supongo que ya es hora de intentar subir por los flechastes de nuevo.

—¿Aún te duele la rodilla? ¿Y tu bastón…? —la primera vez que la vio entre la multitud, Alek observó que no lo llevaba.

—Está mucho mejor, gracias. Solo tengo que hacer algo de reposo, eso es todo. ¡Y ya estoy olvidándome de todos mis nudos! —se encogió de hombros—. Pero si no te importa ponerte a trepar con esa ropa tan elegante, estoy dispuesta a intentarlo.