CUATRO

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—Seguimos viajando en dirección oeste-noroeste —dijo Alek, comprobando sus notas—. Con un rumbo de cincuenta y cinco grados, si mis lecturas son fiables.

Volger miró el mapa que había sobre su escritorio y torció el gesto.

—Debéis de estar equivocado, Alek. No hay nada en esa dirección, ni ciudades ni puertos, solo páramos desiertos.

—Bueno… —Alek trató de recordar cómo lo había explicado Newkirk—. Puede que tenga algo que ver con el hecho de que la tierra sea redonda y este mapa sea plano.

—Sí, lo sé. Ya he trazado una ruta de gran círculo —dijo Volger, haciendo una línea curva con el dedo que se extendía desde el Mar Negro hasta Tokio—. Pero la dejamos atrás cuando viramos hacia el norte sobre Omsk.

Alek suspiró. ¿Por qué todo el mundo parecía entender la noción de «ruta de gran círculo», menos él? Antes de que la Gran Guerra lo cambiara todo, el conde Volger era oficial de caballería al servicio del padre de Alek. ¿Cómo es que sabía tanto de navegación?

Desde la ventana del camarote de Volger podía observarse cómo las sombras se extendían delante del Leviathan. Al menos, el sol de poniente demostraba que la aeronave aún apuntaba hacia el norte.

—Si nada lo impide deberíamos viajar rumbo suroeste, hacia Tsingtao —dijo Volger.

Alek frunció el ceño.

—¿El puerto alemán en China?

—Exactamente. Hay media docena de acorazados clánker anclados allí. Suponen una amenaza para los barcos darwinistas que cruzan el Pacífico, de Australia al Reino de Hawái. Según los periódicos que tan amablemente me ha facilitado la doctora Barlow, los japoneses se están preparando para poner sitio a la ciudad.

—¿Y necesitan la ayuda del Leviathan?

—En realidad no. Pero Lord Churchill no consentirá que los japoneses obtengan la victoria sin la ayuda de los británicos. No parecería apropiado que los asiáticos derroten a una potencia europea por sí solos.

Alek soltó un gruñido.

—Menudo ejercicio de idiotez tan colosal. ¿Quiere decir que hemos hecho todo este viaje tan solo para ondear la Union Jack?

—Esa era la idea, estoy seguro. Pero desde que llegó el mensaje del zar, hemos cambiado de rumbo —Volger hizo tamborilear los dedos sobre el mapa—. El cargamento que recogimos a los rusos debe de tener algo que ver. ¿Dylan os ha contado algo sobre eso?

—No he podido preguntarle nada. Aún está desmontando el palé tras la alarma del lastre.

—¿La alarma de qué? —preguntó el conde y a Alek se le escapó una sonrisa.

Al menos había una cosa que él sí entendía y Volger no.

—Justo después de que recogiéramos el cargamento, sonó una alarma, dos timbrazos cortos de la sirena. Quizás recuerde ese sonido de cuando sobrevolábamos los Alpes y tuvimos que tirar por la borda el oro de mi padre.

—Haced el favor de no recordármelo.

—No debería haberlo hecho —dijo Alek. Volger casi los había condenado a todos sin remedio al introducir a bordo un cuarto de tonelada de oro a escondidas—. Una alarma de lastre significa que la nave está sobrecargada, y Dylan se ha pasado toda la tarde en el compartimento de carga junto a la doctora Barlow. Deben de estar abriendo el cargamento para ver si averiguan por qué pesa más de lo esperado.

—Todo muy lógico —dijo Volger, y luego hizo un gesto con la cabeza—. Pero sigo sin poder entender cómo un palé de carga puede afectar tanto a una nave de trescientos metros de largo. Me parece absurdo.

—No es absurdo en absoluto. El Leviathan es aerostático, lo que significa que está perfectamente equilibrado con la densidad de…

—Gracias, Su Serena Majestad —le detuvo Volger alzando una mano—. Pero quizás podáis ilustrarme con vuestras lecciones de aeronáutica en otro momento.

—Tal vez debiera mostrar algo de interés en ello, conde —dijo Alek fríamente—. Sobre todo porque son los principios de la aeronáutica los que evitan que se estrelle contra el suelo mientras hablamos.

—Por supuesto. Así que mejor que se los dejemos a los expertos, ¿no os parece, príncipe?

A Alek se le ocurrieron varias duras réplicas, pero se mordió la lengua. ¿Por qué estaría Volger de tan mal humor? Cuando el Leviathan había virado hacia el este dos semanas atrás, parecía complacido de que no estuvieran dirigiéndose a Gran Bretaña y hacia un más que seguro encarcelamiento. Se había adaptado gradualmente a la vida a bordo del Leviathan, intercambiando información con la doctora Barlow e incluso tomándole algo de afecto a Dylan. Pero hoy Volger parecía cruzado con todo el mundo.

De hecho, Dylan había dejado de llevarle el desayuno. ¿Se habrían peleado?

Volger enrolló el mapa y lo guardó en un cajón del escritorio.

—Averiguad qué hay en ese cargamento ruso, incluso aunque tengáis que sonsacárselo a golpes a ese muchacho.

—Por «ese muchacho», supongo que se refiere a mi buen amigo Dylan…

—No puede decirse que sea vuestro amigo. Ahora seríais libre si no fuera por él.

—Fue mi elección —dijo Alek con firmeza. Puede que Dylan hubiera tratado de convencer a Alek de que regresara a la aeronave, pero no podía culpar a nadie ya que la decisión había sido suya—. Pero le preguntaré qué han encontrado. Quizás usted pueda preguntárselo también a la doctora Barlow, ya que se llevan tan bien.

Volger negó con la cabeza.

—Esa mujer solo me cuenta lo que estima conveniente que sepamos.

—Entonces supongo que no hay ninguna pista sobre ello en sus periódicos. ¿No hay nada sobre que los rusos necesiten ayuda en el norte de Siberia?

—Apenas —respondió Volger, y extrajo un tabloide del cajón abierto de su escritorio y lo empujó hacia Alek—. Pero al menos ese reportero americano ha dejado de escribir sobre vos.

Alek cogió el periódico. Era el New York World. En la portada había un artículo de Eddie Malone, el reportero americano que Dylan y él habían conocido en Estambul. Malone había averiguado algunos secretos sobre la revolución, de modo que Alek le relató su propia historia a cambio de que guardara silencio. El resultado fue un auténtico torrente de artículos sobre el asesinato de los padres de Alek y la huida de su hogar. Todo ello había sido de lo más desagradable.

Pero aquel artículo no trataba sobre Alek. En el titular podía leerse en mayúsculas: «¡DESASTRE DIPLOMÁTICO A BORDO DEL DAUNTLESS!».

Bajo aquella frase había una fotografía del Dauntless, el caminante con forma de elefante que utilizaba el embajador británico en Estambul. Agentes alemanes encubiertos lo habían tomado al asalto aprovechando la estancia del Leviathan en la ciudad, casi provocando unos disturbios de los que se culparon a los británicos. Tan solo la rapidez de reflejos de Dylan había evitado que la situación derivara hacia el desastre total.

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«DELIBERANDO»

—Pero esto sucedió hace cuánto, ¿siete semanas? ¿A eso llaman noticias en América?

—Este periódico tardó un poco en llegar hasta mí, pero estoy de acuerdo, son noticias ya desfasadas. Al parecer, el señor Malone se ha quedado sin secretos que publicar.

—Gracias a Dios —murmuró Alek, y continuó leyendo la noticia en la página siguiente. Había otra fotografía que mostraba a Dylan balanceándose de la trompa de metal del elefante y sacudiendo con los pies a uno de los alemanes.

—«Un aguerrido cadete resuelve la situación» —leyó en voz alta con una sonrisa. Por una vez, era Dylan quien recibía toda la atención, y no él—. ¿Puedo quedarme con esto?

El conde no respondió. Estaba observando el techo, donde un lagarto mensajero había hecho su aparición.

—Príncipe Aleksandar —dijo la criatura con la voz de la doctora Barlow—. El señor Sharp y yo quisiéramos gozar del placer de su compañía en la bodega de carga, si es posible.

—¿La bodega de carga? —dijo Alek—. Por supuesto, doctora Barlow. Me reuniré con usted en breve. Fin del mensaje.

Volger agitó la mano para espantar al lagarto, pero este ya se había escabullido por el tubo de mensajes.

—Excelente. Quizás ahora obtengamos algunas respuestas.

Alek dobló el periódico y lo deslizó en uno de sus bolsillos.

—Pero ¿para qué me necesitarán?

—Para tener el placer de disfrutar de vuestra compañía, por supuesto —dijo Volger encogiéndose de hombros—. Un lagarto no os mentirá jamás, eso seguro.

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La bodega de carga olía como una curtiduría, una mezcla de carne rancia y cuero. Había largas tiras marrón oscuro apiladas por doquier, junto a unas cajas de madera.

—¿Eso es tu valioso cargamento? —preguntó Alek.

—Son dos toneladas de carne seca, un quintal de tranquilizantes y mil cartuchos de ametralladora —dijo Dylan, leyendo de una lista—. Y unas cuantas cajas de algo más.

—Algo inesperado —dijo la doctora Barlow. Tazza y ella estaban en la esquina más alejada de la bodega de carga, observando una caja abierta—. Y bastante pesado.

—Bastante pesado —repitió el loris que llevaba al hombro, mirando con disgusto la caja.

Alek miró por la bodega buscando a Bovril. Estaba colgado del techo justo encima de Dylan. Levantó la mano y la criatura saltó a su hombro. El conde Volger, por supuesto, no permitía aquellas abominaciones en su presencia.

Guten Tag —dijo la criatura.

Guten Abend —corrigió Alek. Se volvió entonces a la doctora Barlow—. ¿Puedo preguntarle por qué el zar quería que recogiéramos un cargamento de ternera seca?

—No, no podéis preguntar —dijo ella—. Pero por favor, echadle un vistazo al cargamento inesperado. Necesitamos vuestros conocimientos clánker.

—¿Mis conocimientos clánker? —Alek se unió a la científica junto a la caja.

En su interior, protegido con paja, había un revoltijo de piezas de metal que relucían y brillaban en la oscuridad. Alek se arrodilló, introdujo las manos en la caja y sacó una de las piezas. Tazza la olisqueó y soltó un gemido.

Parecía una especie de componente eléctriko, tan largo como su antebrazo y rematado con dos cables pelados.

—¿El zar no les ha explicado cómo ensamblar todo esto?

—Se suponía que no tenía que haber maquinaria en el cargamento —dijo Dylan—. Pero aquí tenemos al menos media tonelada de piezas y herramientas. ¡Lo suficiente como para que el pobre señor Newkirk chocase contra aquel pino!

—Todo ello de fabricación clánker —murmuró Alek. Echó un vistazo a otra de las piezas, una esfera de cristal soplado a mano que encajó con la anterior pieza con un leve chasquido—. Esto parece un condensador de ignición, igual que el que había en mi Caminante de Asalto.

—Ignición —repitió Bovril en voz baja.

—Entonces, ¿podéis explicarnos el propósito de este artefacto? —preguntó la doctora Barlow.

—Tal vez —dijo Alek. Echó otro vistazo a la caja. Había docenas de piezas más y dos cajas más sin abrir—. Pero necesitaré la ayuda de Klopp.

—Bueno, eso supone un problema —la doctora Barlow suspiró—. Aunque supongo que podremos convencer al capitán. Pero daos prisa, llegamos a nuestro destino mañana.

—¿Tan pronto? Interesante —dijo Alek con una sonrisa.

Había visto otra pieza que encajaba con otras dos. Estaba cubierta con cable de cobre fuertemente enrollado, por lo menos había unas mil vueltas, como un multiplicador de voltaje. Silbó para llamar a un lagarto mensajero y lo envió a llamar a sus hombres, pero no los esperó.

En cierto modo, era fácil averiguar cómo encajaban todas aquellas piezas entre sí. Había pasado un mes ayudando a mantener su Caminante de Asalto en perfecto funcionamiento en zonas poco pobladas, valiéndose de piezas de recambio, improvisadas o robadas. Y las piezas de metal y de cristal que tenía ante sí no eran en absoluto improvisadas. Todo lo contrario, eran elegantes, con un diseño tan sinuoso como el mismo mobiliario de madera fabricada del Leviathan. A medida que Alek trabajaba, sus dedos parecían comprender cómo conectaban las piezas, aunque aún no entendiera muy bien el propósito de todas en conjunto. Para cuando llegaron Klopp y Hoffman, ya tenía una buena parte montada.

Quizás, Su Serena Majestad el príncipe Aleksandar de Hohenberg no fuese un desperdicio de hidrógeno, después de todo.