CUARENTA Y UNO

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En su infinita sabiduría, el Almirantazgo aprobó concederle a Alek la Medalla al Valor en el Aire el mismo día en que los Estados Unidos entraron en la guerra.

La coincidencia se le antojó sospechosa a Deryn y, desde luego, la medalla no era por haber hecho algo útil, como el haber desactivado el arma de Tesla para salvar al Leviathan. En vez de eso, a Alek iban a condecorarlo por caminar dando tumbos por la parte superior de la aeronave durante una tormenta y por la gran habilidad demostrada al caerse, golpearse tontamente y quedarse inconsciente. ¡Menudo Almirantazgo!

Pero al menos aquello quería decir que el Leviathan regresaba a Nueva York y que podría volver a ver a Alek una última vez.

Tras combatir contra los caminantes anfibios alemanes en Long Island, la aeronave había sido invitada a aterrizar en Washington D. C. Allí, el capitán y sus oficiales testificaron ante el Congreso, cuyos miembros debatían el modo de responder a aquel ultrajante ataque sobre suelo norteamericano.

Los congresistas tardaron algún tiempo en negociar y debatir para ponerse de acuerdo, pero al final se decidió que los alemanes habían ido demasiado lejos, por lo que tanto los políticos clánker como los darwinistas votaron unánimemente entrar en la guerra. Las oficinas de reclutamiento ya estaban llenas de jóvenes ansiosos por alistarse para combatir contra el Káiser. Mientras el Leviathan seguía moviéndose en dirección norte, bajo él las calles estaban abarrotadas con banderas, desfiles y repartidores de periódicos que anunciaban la guerra a gritos.

Deryn se encontraba en el puente de mando cuando llegó un segundo mensaje de Londres, marcado esta vez como «Alto Secreto».

Se había recuperado lo suficiente como para dejar de usar el bastón, pero aún no se había atrevido a subir de nuevo por el flechaste. Ahora dedicaba su tiempo a ayudar a los oficiales y a la doctora Barlow. Permanecer siempre en la barquilla seguía siendo enormemente aburrido, pero al menos las tareas que desarrollaba en el puente le habían enseñado bastantes cosas a Deryn sobre cómo se gobernaba el Leviathan.

Todo aquello podría resultarle de lo más útil si alguna vez se encontraba al mando de una aeronave.

El águila mensajera hizo su llegada justo cuando los rascacielos de Nueva York aparecieron ante ellos, en el día en que Alek recibiría su medalla. La bestia pasó zumbando ante las ventanas del puente de mando y giró en dirección al muelle de aves que había en el lado de estribor.

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Instantes después, el oficial de vigilancia anunció:

—Mensaje privado para la doctora Barlow, señor.

El capitán se volvió a Deryn y asintió. Ella saludó y se dirigió hacia el camarote de la científica con el tubo de mensajes en la mano. Había algo que repiqueteaba en su interior.

Llamó a la puerta del camarote y Tazza le contestó desde dentro con un lloriqueo, lo que Deryn consideró como su autorización para entrar.

—Buenas tardes, señora. Ha llegado un mensaje de Londres para usted —dijo, y observó detenidamente el tubo—. De un tal P. C. Mitchell.

La científica levantó la vista del libro que estaba leyendo.

—Ah, al fin. Por favor, ábralo.

—Tendrá que disculparme, señora, pero está marcado como «Alto Secreto».

—Estoy segura de que lo es. Pero usted ha demostrado ser muy apto para guardar secretos, señor Sharp. Proceda.

Su loris soltó una risita y dijo:

—Secretos.

—Sí, señora.

Deryn abrió el tubo de mensajes. Contenía tan solo un trozo de papel translúcido, del tipo que se usaba para el correo aéreo, enrollado alrededor de una bolsa de fieltro que contenía algo pequeño y duro. Desenrolló el papel y leyó en voz alta:

—«Estimada Nora, es tal y como tú sospechabas: hierro y níquel con algunas trazas de cobalto, fósforo y sulfuro. Todo ello de formación natural». Y está firmado, «Saludos, Peter».

—Justo lo que pensaba —dijo la científica con un suspiro—. Pero ya es demasiado tarde para salvarle.

—¿Salvar a quién? —preguntó Deryn, e inmediatamente se dio cuenta de la obviedad de la respuesta: a Nikola Tesla, la única persona que habría necesitado que lo salvasen recientemente. Nadie sabía con exactitud lo que había pasado la noche que murió. Pero era casi del todo cierto que el gran inventor había sido electrocutado por el mismo Goliath, después de que el arma sufriera una avería por culpa de los proyectiles alemanes y del caos general que reinó durante la batalla.

Deryn volcó el contenido de la bolsa de fieltro sobre la palma de su mano y ahí estaba: el pequeño fragmento que había cortado del objeto que había bajo la cama del señor Tesla.

—¿Así que todo esto es por la roca que tenía ese científico chiflado? —dijo, y echó de nuevo un vistazo al mensaje—. ¿Níquel, cobalto y sulfuro? ¿Qué significa eso?

—Meteórico —dijo el loris.

Deryn se quedó mirando a la criatura. Había leído aquella palabra en alguno de los capítulos de Filosofía Natural del Manual de Aeronáutica, pero no recordaba exactamente en cuál.

—Significa, señor Sharp, que Tesla era un fraude —dijo la doctora Barlow encogiéndose de hombros—. O quizás un loco que creía que podía destruir Berlín.

—Quiere decir que el Goliath no habría funcionado —dijo Deryn negando con la cabeza—. Pero ¿y lo que ocurrió en Siberia?

La doctora Barlow señaló con el dedo la mano de Deryn.

—Lo que ocurrió en Siberia fue que cayó una piedra del cielo.

—¿Una piedra tan pequeña causó todo aquello?

—Un meteorito, para ser exactos. Y no uno pequeño, precisamente, sino un enorme fragmento de hierro que viajaba a miles de millas por hora. Lo que el señor Tesla encontró solo era una fracción de un todo —la doctora Barlow dejó su libro a un lado—. Imagino que estaría probando su máquina cuando cayó el meteorito y debió de pensar que él mismo ostentaba poderes cósmicos. Típico de él, a decir verdad.

Deryn volvió a mirar el pequeño fragmento de hierro que tenía en la mano.

—Pero el señor Tesla hizo que se le enviara aquel detector de metales, por lo que estaba buscando hierro. ¡Debió de haber sabido que se trataba de un meteorito!

—La mayor de las locuras es ocultarse a uno mismo la verdad. O quizás Tesla imaginase que su máquina podía atraer verdaderamente hierro del cielo —la doctora puso la piedra en la palma de su mano para examinarla más de cerca—. En cualquier caso, lo que ocurrió en Tunguska fue meramente un accidente. Una broma cósmica, por llamarlo de alguna manera.

Deryn sacudió la cabeza, incrédula, recordando los árboles caídos que se extendían en todas direcciones por millas y millas. Le resultaba muy difícil creer que un mero accidente hubiera podido ocasionar tanta destrucción.

—Resulta apropiado, sin embargo —dijo la científica con una triste sonrisa—, que el Goliath fuera derribado por una piedra.

—Pero la máquina de Tesla cambió el color del cielo. ¡El mismo Lord Churchill fue testigo de ello!

La científica se echó a reír al oírlo.

—Sí, Tesla cambió el color del cielo… al alba. Un truco bastante fácil si se tiene a unos espectadores muy crédulos. O quizás el Goliath sí que pudiera influir en las condiciones atmosféricas. Pero eso está todavía muy lejos de destruir una ciudad, señor Sharp.

—Crédulos —dijo su loris, riendo por lo bajo.

—¿Quiere decir que todo fue una patraña? Todo lo que hicimos, todo lo que Alek… —Deryn cerró los ojos.

A Alek lo habían engañado, tal y como ella siempre se había temido.

—Una manera interesante de verlo, señor Sharp. Si un meteorito cae en el bosque y nadie se da cuenta, ¿acabaría eso con la guerra? —la científica se encogió de hombros—. Los alemanes creyeron en el Goliath y su credulidad ha provocado que Estados Unidos se una a nuestra causa. Esa piedra caída del cielo puede que nos haya traído la paz, de una manera u otra.

El negro fragmento de hierro que sostenía en la mano le pareció de pronto algo asombroso a Deryn. Al fin y al cabo era algo de otro planeta, ¿no? Lo volvió a meter en la bolsa, enrolló el mensaje y lo introdujo todo en el tubo de mensajes. Avanzó un paso y dejó el tubo en el escritorio de la científica.

—Esto seguirá considerándose como Alto Secreto, ¿verdad, señora?

—Por supuesto —dijo la doctora Barlow—. Ahora que están reconstruyendo el Goliath, la Sociedad Zoológica deberá ocultar la verdad. Ni siquiera el gobierno de Su Majestad debe saberlo.

Deryn frunció el ceño.

—Pero ¿qué pasa con Alek? Todavía está recaudando fondos para la Fundación Tesla.

—Reparar el Goliath hará que los alemanes estén ansiosos por firmar la paz —dijo la doctora mirando fijamente a Deryn—. Decírselo a Alek sería un error.

—¡Pero él no es su marioneta, doctora Barlow! ¿Puede imaginarse cómo se siente? Él pensaba que la guerra se había acabado ya.

—Ciertamente —dijo la científica—. Así que ¿por qué hacer que se sienta peor contándole que Tesla le engañó?

Deryn abrió la boca para protestar, pero la científica tenía razón. Descubrir que su destino era una mentira, que todo no había sido más que un accidente cósmico, destrozaría a Alek.

—¡Pero Alek cree que la guerra continúa por su culpa porque desconectó la máquina después de que Tesla muriera!

—Nada de eso es culpa de Alek, Deryn —dijo la científica—. Y la guerra terminará algún día. Todas las guerras terminan.

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Alek fue condecorado en la bodega de carga, con la mitad de la tripulación vestida con el uniforme de gala y en formación. El capitán Hobbes leía las hazañas del muchacho mientras un grupo de reporteros le hacían fotos, incluido cierto caraculo que trabajaba para el New York World. Klopp, Hoffman y Bauer llevaban ropas de civil nuevas, mientras que el conde Volger había optado por seguir llevando su uniforme de caballería. Incluso hicieron su aparición algunos diplomáticos del consulado austrohúngaro, que procuraban jugar sobre seguro en caso de que la reivindicación de subir al trono de Alek se hiciese efectiva.

Deryn procuró no poner los ojos en blanco durante la ceremonia, incluso cuando el capitán habló de las graves heridas que Alek había sufrido.

—Cayó y se golpeó en la cabeza —murmuró.

—¿Cómo dice? —le llegó un susurro desde atrás.

Deryn se volvió. Era Adela Rogers, la reportera del Hearst

—Nada.

—Seguro que sí que tiene algo que decir. El supervisor jefe no habla jamás sin motivo —expresó la mujer acercándose.

Deryn se mordió el labio, queriendo explicar que ella no era ningún supervisor jefe sino un alférez, un oficial condecorado. ¡Y pronto sería un agente secreto al servicio de la dichosa Sociedad Zoológica de Londres!

En lugar de eso, se apartó y dijo en voz baja:

—Ha hecho cosas mejores, eso es todo.

—Puede que tenga razón. Yo estuve allí la noche que Tesla murió.

Deryn volvió a mirar a la señorita Rogers, preguntándose de qué iba todo aquello.

—La última vez que le vi —dijo la mujer—, Su Alteza parecía muy determinada a detener al señor Tesla.

—Alek salvó la aeronave aquella noche.

—Y también Berlín, tengo entendido —dijo la mujer, y extrajo su bloc de notas—. De hecho, hay personas que dicen que la guerra se habría terminado ya si hubieran disparado el Goliath, pero que el príncipe Aleksandar no quería eso. Es un clánker, después de todo.

—Nadie sabe si ese chisme… —empezó Deryn, pero calló en seco.

Lo que iba a decir estaba demasiado relacionado con el secreto de la doctora Barlow como para decirlo en voz alta.

¿Por qué nadie podía ver que Alek había hecho más que nadie para acabar con la guerra? Había donado su oro a la Revolución otomana y sus motores al Leviathan, lo que había salvado a Tesla de ser devorado vivo en Siberia. Todo aquello había marcado la diferencia, ¿no era cierto?

—Usted guarda un secreto, ¿no es cierto, supervisor jefe? —dijo la mujer—. Siempre lo hace.

Deryn se encogió de hombros.

—Lo único que sé es que Su Serena Majestad el príncipe Aleksandar quiere la paz, tal como él afirma. Puede anotar que yo he dicho eso.