DIECISÉIS

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—Toda a babor —ordenó el capitán y el piloto hizo rodar el timón principal.

Cuando el Leviathan dio la vuelta, la cubierta se movió bajo los pies de Alek, pero aquel movimiento no era nada comparado con la caída en picado que habían experimentado un momento antes. El océano había ocupado la visión de las ventanas frontales del puente y él y el señor Tesla habían resbalado hacia delante sobre sus zapatos de vestir. No era la primera vez que Alek envidiaba las suelas de goma de las botas de la tripulación. Bovril aún estaba sujeto con fuerza sobre su hombro, asustado pero en silencio.

El zepelín que había disparado al Leviathan se balanceaba ante su vista, aún cayendo. Un hervidero de halcones bombarderos habían provocado que se derramase su hidrógeno, al causarle miles de cortes, y la aeronave alemana se posó en el océano como una pluma en un estanque. Cuando la sombra del Leviathan pasó por encima de él, un par de botes salvavidas de lona emergieron por debajo de la membrana hinchada.

A Alek se le ocurrió una terrible idea.

—¿Los kappas también atacarán esos botes salvavidas?

La doctora Barlow negó con la cabeza. No, a menos que el submarino envíe otra señal vibratoria de ataque.

—Además, estamos lo suficientemente cerca de la costa —añadió el doctor Busk—. ¡Estos tipos van a estar bien, a menos que les importe remar un poco!

—Remar un poco —repitió el loris de la doctora Barlow desde el techo y soltó una risita.

Bovril miró hacia arriba y se le unió, relajando un poco su sujeción en el hombro de Alek.

—Los otros no han tenido tanta suerte —dijo el señor Tesla, fijando la vista en el Kaiserin Elizabeth en la distancia.

El buque parecía un barco fantasma. Sus cubiertas estaban inundadas de sangre, las púas brillaban y los kappas rondaban a sus anchas entre ellas buscando a sus presas. Si es que alguien de la tripulación había sobrevivido, lo más probable es que estuviesen ocultos en las bodegas inferiores protegidos tras las escotillas de metal.

El segundo zepelín se cernía sobre el buque de guerra, enviando una última lluvia de dardos hacia los kappas. Pero los primeros halcones bombarderos ya estaban llegando para atacar la frágil piel del zepelín. Sus motores enseguida se pusieron en marcha y la aeronave alemana empezó a alejarse.

—¿No vamos a perseguirlos, verdad? —preguntó Alek.

—Dudo que les importe —el doctor Busk hizo un gesto con la cabeza señalando a Tesla—. Llevarle a usted a Japón es más importante que esta misión secundaria.

Alek soltó un disimulado suspiro. Tal como el conde Volger había sospechado, todo aquel largo viaje no había sido más que una demostración de fuerza. El Almirantazgo quería demostrar que las fuerzas aéreas británicas eran globales y que la Gran Guerra era una disputa entre las potencias europeas y no de los advenedizos imperios de Asia.

Pero por lo menos, ahora que la Union Jack ya había sido ondeada, el Leviathan podía dar media vuelta y dirigirse a Tokio y, seguidamente, hacia América, si el Almirantazgo se lo permitía.

—No creo que estas criaturas reconozcan la bandera blanca —dijo Tesla.

—El submarino les hará regresar, aunque exactamente cómo solamente lo saben los japoneses, por razones obvias —repuso la doctora Barlow—. ¿No querrán que los enemigos averigüen la forma de apaciguar a sus bestias, verdad?

El doctor Busk miró atentamente la superficie del océano a través de un telescopio.

—Sospecho que debe de ser una especie de ultrasonido. Uno que los seres humanos no puedan oír, algo parecido al silbato de un perro.

—Un perro bastante sanguinario —dijo el señor Tesla.

—Sanguinario —repitió Bovril gravemente.

Alek asintió sin darse cuenta. Antes ya había visto multitud de criaturas darwinistas en batalla, pero ninguna de ellas era tan horrible como aquellos kappas. Las bestias habían saltado del agua tan rápidamente, como si fuesen seres salidos de una pesadilla.

Pero, en cierto modo para él, era un alivio ver al señor Tesla tan afectado. Si le conmovía ver a marineros austriacos despedazados de aquella manera, seguramente se lo pensaría dos veces antes de lanzar su arma sobre una ciudad indefensa.

—Y, aun así, el barco no ha sufrido daños —dijo el doctor Busk—. Ahora se unirá a la flota naval japonesa, tal como hizo con la flota rusa hace diez años. Una forma totalmente eficiente de victoria.

Alek frunció el ceño.

—¿Los japoneses saben maniobrar un buque de guerra clánker?

—Los japoneses son adeptos a ambas tecnologías —dijo la doctora Barlow—. Hace sesenta años, un americano llamado Comodoro Perry introdujo la mekánica en el Japón. Casi consiguió hacerlos clánkers.

Por suerte pudimos ponerle freno a esto, ¿no es cierto? —afirmó el doctor Busk—. No quisiera tener a estos tipos en el bando contrario.

El señor Tesla puso una cara como si estuviese a punto de decir algo políticamente incorrecto, pero en lugar de ello carraspeó.

—¿El motor que se ha dañado de vuestra nave es eléctrico?

—Todos los motores del Leviathan lo son —repuso el doctor Busk y seguidamente hizo una leve reverencia a Alek—. Excepto los dos que Su Alteza amablemente nos prestó.

—De modo que no son contrarios del todo a las máquinas —dijo el inventor—. Entonces tal vez yo pueda serles de ayuda.

—Permítame —dijo Alek. Durante los dos días que estuvo enfurruñado, había explorado todas las cápsulas de los motores de la nave—. Es un poco difícil acceder allí, pero conozco el camino.

—Muchas gracias, príncipe —dijo el doctor Busk con una inclinación de cabeza—. Le complacerá ver que usamos su actual diseño de corriente alterna, señor Tesla. Un concepto realmente ingenioso.

—Son ustedes demasiado amables —el señor Tesla hizo una leve reverencia a los dos científicos y Alek le acompañó desde el puente hacia el extremo de la parte de popa de la barquilla.

Mientras avanzaban, Bovril se movía inquieto en el hombro de Alek.

—Un poco difícil —susurró en su oído.

Incluso en el fragor de la batalla, la botavara que iba de la barquilla a la cápsula del motor ventral no estaba tripulada. Estaba insertada en la parte interna, diseñada más para estabilizar a la nave que para ser una vía de paso, de modo que el señor Tesla, con sus largas piernas tuvo que tener precaución al andar.

—Es algo horroroso —dijo Alek cuando estuvieron a solas.

—La guerra siempre es horrorosa, tanto si es llevada a cabo con máquinas o con animales. —Tesla hizo una pausa al andar, observando cómo un lagarto mensajero pasaba a toda velocidad por encima de sus cabezas—. Aunque, por lo menos, las máquinas no sienten dolor.

Alek asintió con la cabeza.

—Incluso la propia gran aerobestia tiene sentimientos, lo que puede ser algo bueno. Se batió en retirada ante uno de sus cañones Tesla cuando los oficiales del Leviathan no querían hacerlo.

—Útil, eso creo —Tesla sacudió la cabeza—. Pero la matanza de animales es destructiva para la moral humana.

Alek recordó una discusión que había mantenido con Deryn en Estambul.

—Pero ¿acaso usted no come carne, señor Tesla?

—Es una debilidad personal. Algún día dejaré esta bárbara práctica.

—¡Pero usted sacrificó a su aerobestia, allí en Siberia!

—Tenía mis razones —dijo Tesla, haciendo resonar su bastón de paseo contra el suelo—. No podía soportar ver a aquellos osos muriéndose de hambre; por lo tanto, sencillamente dejé que la naturaleza siguiera su curso.

Bovril se movía inquieto en el hombro de Alek, murmurando. El loris siempre estaba silencioso cuando se encontraba con Tesla, como si aquel hombre le intimidase. O tal vez lo único que hacía era escuchar atentamente.

Alek no sabía cómo interpretar las palabras del inventor. Tal vez tenía sentido sacrificar a una criatura para salvar a muchas. No obstante, ¿y si Tesla aplicaba la misma lógica para detener la guerra?

A medida que se acercaban a la cápsula del motor, el suelo del pasadizo resultaba cada vez más húmedo y pegajoso, y Alek olió un hedor fétido y salobre. A través de una escotilla que tenían delante le llegaba el eco del ruido metálico de herramientas.

—¿Hola? —gritó Alek.

Una silueta vestida con un traje de vuelo mugriento apareció empapada y apestosa. Cuando ella saludó bruscamente, Alek se dio cuenta con un sobresalto de quién había debajo de la mugre.

¡Señor Sharp! —exclamó Bovril, inclinándose hacia delante desde el hombro de Alek, alargando los brazos hacia ella.

Por supuesto y por descontado, lo más probable era que Deryn Sharp siempre estuviese metida en el meollo de cualquier caos que pudiese haber a bordo del Leviathan.

Alek le devolvió su saludo con frialdad.

—Señor Tesla, ¿creo que ya conoce al cadete Sharp?

—Tuvo la amabilidad de venir a buscarme a Siberia —dijo el inventor—. ¿Eso son plumas?

Deryn bajó la vista mirándose. Pegadas a la mugre del motor en su traje de vuelo había desde luego algunas plumas.

Deryn se sacudió una e hizo chasquear sus talones, como si estuviese en un baile formal en lugar de en el interior de una sala de motores cubierta de aguas del pantoque.

—Estaba atendiendo a los halcones bombarderos. Es muy amable por su parte que nos visite, señor Tesla.

Tesla hizo ondear su bastón de paseo.

—No estoy aquí de visita; estoy aquí para ayudar. Este motor está basado en mi diseño, como sabrá.

—¿Qué ha sucedido exactamente aquí? —preguntó Alek.

—Los propulsores succionaron un trozo de proyectil —dijo Deryn, evitando la mirada de Alek—. Provocaron un incendio, de modo que los ingenieros solicitaron una inundación hercúlea. Por favor, miren donde pisan.

En el interior, la cápsula del motor olía como la tripa de la nave. El suelo estaba cubierto de pringue y la maquinaria estaba ennegrecida por el fuego. Los ingenieros interrumpieron su trabajo y se quedaron mirando al señor Tesla con los ojos muy abiertos.

—¿Una inundación hercúlea? —preguntó el inventor.

—¿Como en los trabajos de Hércules?

Deryn pareció confundida de modo que Alek entró de un salto.

—Deben de haber liberado el lastre trasero por toda la cápsula. De ahí el repentino descenso en picado que nos hizo resbalar a todos por el puente.

Tesla levantó un zapato para mirar la suela ensuciada.

—Es igual de ingenioso que antihigiénico, como la mayor parte de la tecnología darwinista.

Deryn se irguió un poco, pero su voz permaneció inalterable.

—¿Ha dicho que usted mismo inventó este motor en particular, señor?

—Yo he creado los principios de la corriente alterna —Tesla dio unos golpecitos a la máquina con su bastón—. Es mucho más segura en una aeronave.

Alek asintió con la cabeza. Cuando visitó las cápsulas unos días antes, se había fijado en que los motores eléctricos no despedían humo ni chispas y funcionaban casi en silencio.

—Corriente alterna —repitió Bovril alegremente.

—No obstante, no tienen una sala de calderas a bordo —dijo Tesla—. ¿De dónde proviene la energía entonces?

—De estas células de combustible de ahí —Deryn señaló con la mirada un montón de pequeños barriles de metal—. Es hidrógeno fabricado por bestias minúsculas en la tripa de la ballena.

—¡Una batería biológica! —exclamó el señor Tesla—. Pero no pueden tener demasiada energía.

—No es necesario que la tengan, señor —Deryn hizo un gesto señalando la alta ventana de la cápsula—. Las aeronaves darwinistas obtienen la mayor parte de su impulso a partir de los cilios, esos pelillos que recorren los flancos. Los motores solamente les dan un impulso en la dirección correcta y la aerobestia hace el resto.

—Pero el Leviathan es especial. También tiene dos motores clánker —añadió Alek—. Por ello, le llevará a Nueva York más rápido que cualquier otra nave que surque los cielos.

—¡Excelente! —el señor Tesla se quitó la chaqueta—. Bueno, pues manos a la obra entonces. ¡Cuantos más motores haya, mejor!

Mientras el señor Tesla trabajaba, lanzó una perorata sobre una serie de tópicos: desde la paz mundial hasta su fascinación por el número tres, pero a Alek le costaba un poco seguirle. El profesor Klopp nunca le había enseñado demasiado acerca de motores eléctricos, puesto que no eran lo suficientemente potentes para ser usados en caminantes.

Al principio, Alek intentó ayudar, alargándole a Tesla sus herramientas, pero los ingenieros pronto le rodearon para tener ellos el honor. Igual que Bovril, repetían con interés las palabras de aquel gran hombre. Alek se encontró reducido de nuevo a un desecho de hidrógeno, como siempre.

Entonces se dio cuenta de que Deryn había salido hacia la botavara estabilizadora. Por supuesto, Alek la había estado evitando aquellos últimos días, pero era tonto simular que no se conocían. Su repentina pelea podría hacer que la doctora Barlow se empezara a formular preguntas y lo último que quería Alek era que Deryn fuese descubierta por su culpa.

Inspiró profundamente y salió por la escotilla.

—Hola, Dylan.

—Buenas tardes, Su Alteza —Deryn no alzó la vista.

La muchacha miraba hacia el suelo, hacia el océano que pasaba bajo ellos, con el viento apenas ondeando su pelo apelmazado por la mugre.

Por un momento Alek se preguntó si ella se sentiría incómoda porque él la viese de aquella manera, cubierta de porquería. Pero aquello era una tontería. Las chicas normales sí que se preocupaban por aquel tipo de cosas, no Deryn.

—El señor Tesla seguramente pondrá en marcha vuestro motor —dijo él.

—Sí, es un condenado genio. Deberías oír a los ingenieros hablar de él —miró hacia popa—. Y por lo que parece también se ha ganado al capitán.

—¿A qué te refieres?

Deryn señaló el resplandor de los rayos de sol en la estela de la nave.

—Nos encaminamos justo al este. Mañana mismo estaremos en Tokio.

—Pues claro, ahora que hemos echado una mano a la marina japonesa, podemos partir con el honor británico intacto —dijo Alek.

—¡La doctora dijo lo mismo pero yo pensé que estaba diciendo disparates!

—La doctora Barlow jamás dice disparates. Vuestro Almirantazgo no podía permitir que Tsingtao cayera sin ayuda británica, porque los japoneses no son propiamente… —él extendió sus manos, buscando la palabra correcta— europeos. Ellos no podían por sí solos derrotar a los alemanes sin contar con nuestra ayuda.

Por primera vez, Deryn le miró directamente a los ojos.

—¿Estás diciendo que hemos dado la vuelta por medio mundo solo para hacer una demostración de fuerza? ¡Eso es la mayor cantidad de sandeces que he escuchado jamás!

—Sandeces —dijo Bovril y saltó a la barandilla.

Alek se encogió de hombros.

—Más o menos. Pero, por lo que parece, era para un propósito más elevado. Ahora podemos ayudar al señor Tesla a detener la guerra.

Deryn le dedicó la misma exasperada mirada que cada vez que él mencionaba su destino.

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«DRENANDO»

—¿Es que vas a darme otro puñetazo? —preguntó Alek—. Porque si vas a hacerlo voy a tener que sujetarme bien. Me supondría una buena caída.

Una leve sonrisa destelló en su rostro, pero la mirada de Deryn no se suavizó.

—Eres bastante fuerte —dijo Alek.

—Sí, y soy más alta que tú, también.

Alek puso los ojos en blanco.

—Escucha, Deryn…

—No es una buena costumbre que me llames de esa forma.

—Tal vez no, pero te he estado llamando con un nombre falso durante tanto tiempo que me parece que debo hacer algo para compensarlo.

—No es culpa tuya que tenga dos nombres.

Alek bajó la vista mirando el agua que se deslizaba con rapidez bajo ellos.

—Entonces, ¿de quién es la culpa? Me refiero a que incluso Volger cree que eres un buen soldado y, aun así, tienes que ocultar quién eres en realidad.

—Las cosas son de esta manera —ella se encogió de hombros—. No es culpa de nadie.

—O de todo el mundo, Deryn —dijo Alek.

—Deryn Sharp —dijo Bovril en voz baja.

Ambos se quedaron mirando al loris perspicaz horrorizados.

—Genial —exclamó Deryn—. Es rematadamente genial. ¡Ahora ya has conseguido que la bestia lo diga!

—Lo siento… No me he dado cuenta… —Alek se disculpó haciendo un gesto con la cabeza.

De pronto sus manos taparon la boca del príncipe. Él olió la grasa del motor y de salmuera en su palma y luego vio al lagarto mensajero avanzando por el vientre de la nave. Deryn dejó caer su mano, haciendo un gesto para que guardase silencio.

El lagarto habló con la voz de la doctora Barlow: «Señor Sharp, mañana por la tarde deberá acompañarme a la reunión del señor Tesla con el embajador. Si mal no recuerdo, no obstante, usted no tiene uniforme de paseo. Tendremos que ponerle remedio cuando lleguemos a Tokio».

Deryn soltó una maldición y Alek recordó que el único uniforme de paseo que tenía ella había sido destruido en la batalla del Dauntless. Ir a un sastre para que lo remplazase sería un poco complicado, aunque fuese sin la científica.

—Humm… pero… pero señora —balbuceó Deryn—. Tengo que…

—Doctora Barlow —intervino Alek—, soy el príncipe Aleksandar. Sé que desea que el joven Dylan luzca sus mejores galas pero me temo que la sastrería de caballeros no sea su área de experiencia. Si no le importa, me encantaría acompañarle. Fin del mensaje.

La bestezuela esperó un momento, a continuación parpadeó y se escabulló a toda prisa.

Deryn se lo quedó mirando largamente y después sacudió la cabeza.

—Los dos estáis tarados. Yo puedo elegir mis propias ropas, ¿de acuerdo?

—Desde luego —Alek tiró de su manga raída—. Pero me parece que yo mismo necesito un sastre.

—Cierto. Tienes un aspecto un poco menos principesco —Deryn se irguió con un suspiro—. Bien, tengo tareas que atender. Nos veremos cuando lleguemos a Tokio, supongo.

—Supongo —él le sonrió.

Deryn dio media vuelta y entró de nuevo en la cápsula del motor gritando a los ingenieros que dejasen en paz al señor Tesla. Alek permaneció en la botavara, mirando hacia el agua intentando entender un poco más cómo se sentía en su interior.

Cualquiera que fuese al final su nombre, había echado de menos a su mejor amigo los últimos días, y mucho.

—Necesito un sastre. Fin del mensaje —dijo Bovril, pensativamente.