TRES

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Cuando la enorme apertura de la compuerta de carga se abrió, un gélido torbellino penetró por la plataforma de la nave e hizo que las correas de piel del traje de vuelo de Deryn se agitasen y revoloteasen. La joven se puso los anteojos y se inclinó para contemplar el terreno que pasaba a toda velocidad bajo ellos.

En algunas zonas el suelo estaba cubierto de nieve y algunos pinos se alzaban desperdigados. El Leviathan había sobrevolado la ciudad siberiana de Omsk aquella misma mañana sin detenerse para reabastecerse. La aeronave seguía virando hacia el norte, aún con rumbo a un destino que se mantenía en secreto. Pero Deryn no había tenido un solo instante para preocuparse por averiguar hacia dónde se dirigían: en las treinta horas posteriores a la llegada del águila imperial, había estado muy ocupada entrenándose para aquella recogida de cargamento.

—¿Dónde está el oso? —preguntó Newkirk.

Asomó la cabeza por encima de ella, colgando de su cable de seguridad en el vacío.

—Delante de nosotros, ahorrando energías.

Deryn se ajustó un poco más los guantes y comprobó que el resistente cable del cabrestante de carga aguantara su peso. Era tan grueso como su muñeca y, en teoría, debería poder levantar un palé de dos toneladas de provisiones. Los aparejadores habían estado ocupados con el mecanismo todo el día, pero aquella iba a ser la primera prueba real. Aquella maniobra en particular ni tan siquiera figuraba en el Manual de Aerología

—No me gustan los osos —murmuró Newkirk—. Algunas bestias son condenadamente enormes.

Deryn hizo un gesto para señalar el arpeo formado por garfios que había al otro extremo del cable, tan grande como una lámpara de araña de un salón de baile.

—Entonces será mejor que se asegure de no enganchar por la nariz a la bestia con eso. No creo que le haga ninguna gracia.

Los ojos de Newkirk se abrieron como platos tras sus anteojos.

Deryn le dio un puñetazo en el hombro, envidiándole porque estaba colgado al otro extremo del cable. No era justo que Newkirk hubiera podido adquirir las habilidades de aviador durante los días que ella y Alek habían pasado en Estambul organizando una rebelión.

—¡Gracias por ponerme aún más nervioso, señor Sharp!

—Creí que ya había hecho esto antes.

—En Grecia, hicimos algunas recogidas en marcha. Pero en aquellas ocasiones se trataba tan solo de sacas de correo, no de cargamento pesado. ¡Además, la carga se recogía de coches de caballos, no de la espalda de un oso condenadamente enorme!

—La verdad es que parece algo distinto —estuvo de acuerdo Deryn.

—Pero el principio es el mismo, muchachos, y saldrá igual de bien —les llegó la voz del señor Rigby tras ellos.

Tenía la vista puesta sobre su reloj de bolsillo, pero sus oídos no perdían detalle, incluso en medio del fuerte viento siberiano.

—Sus alas, señor Sharp.

—Sí, señor. Como un buen ángel de la guarda.

Deryn se echó las alas de planeo sobre los hombros. Ella sería la encargada de cargar con Newkirk, usando las alas para guiarle sobre la espalda del oso de guerra. El señor Rigby hizo una señal a los hombres que se ocupaban del cabrestante.

—Buena suerte, muchachos.

—¡Gracias, señor! —respondieron ambos cadetes al unísono.

El cabrestante comenzó a girar y el arpeo empezó a descender hacia la compuerta de carga, que ya estaba abierta del todo. Newkirk lo aferró con fuerza y se sujetó con un mosquetón a un cable más pequeño, que soportaría el peso de él y de Deryn durante el vuelo.

Deryn dejó que sus alas de planeo se desplegasen. A medida que se acercaba a la compuerta de carga, las ráfagas de viento eran cada vez más frías y más violentas. La luz del sol le obligaba a entornar los ojos, a pesar de llevar anteojos tintados de color ámbar. Agarró fuertemente las correas del arnés que la sujetaba a Newkirk.

—¿Preparado? —gritó.

Newkirk asintió y ambos saltaron al aterrador vacío…

La gélida corriente dio un fuerte tirón a Deryn hacia popa y giraron sobre sí mismos a la vez. El cielo y el suelo daban vueltas sin parar. Pero entonces las alas de planeo captaron una corriente de aire estabilizadas por Newkirk, que quedaba colgando en el aire como una cometa tensada por una cuerda.

El Leviathan había iniciado su descenso. Su sombra creció sobre ellos hasta convertirse en una furiosa oleada negra que se extendía por el suelo. Newkirk aún sujetaba el arpeo con el cable envuelto en ambos brazos para contrarrestar la fuerza del aire.

Deryn flexionó las alas de planeo. Eran del mismo tipo que las que había llevado una docena de veces en descensos en Huxleys, pero volar en vuelo libre no era nada comparado con ser remolcado por una aeronave a máxima velocidad. Las alas se tensaron y tiraron de ella hacia estribor, y Newkirk la siguió, balanceándose lentamente sobre el borroso terreno que tenían debajo. Cuando Deryn consiguió rectificar de nuevo el rumbo, Newkirk y ella se balancearon de un lado a otro, como un péndulo gigante intentando detenerse.

Las frágiles alas apenas eran lo suficientemente fuertes como para soportar el peso de ambos cadetes. Los pilotos del Leviathan tendrían que situarlos exactamente encima del objetivo, de forma que Deryn solo tuviera que ocuparse de los ajustes finales más precisos.

La aeronave siguió descendiendo, hasta que ella y Newkirk estuvieron a poco más de veinte yardas del suelo. Newkirk soltó un chillido cuando sus botas pasaron casi rozando la copa de un alto pino, haciendo que salieran despedidas un montón de agujas que brillaban cubiertas de hielo.

Deryn miró hacia adelante… y vio al oso de guerra.

Ella y Alek habían avistado unos cuantos aquella mañana, con sus oscuras siluetas moviéndose a lo largo de la Ruta Transiberiana. Ya resultaban bastante impresionantes a mil pies de altura, pero a la distancia que se encontraban ahora, la bestia tenía un aspecto verdaderamente más monstruoso. Incluso a cuatro patas era más alto que una casa y su cálido aliento, al condensarse al contacto con la fría atmósfera, parecía el humo de una chimenea.

Llevaba una enorme plataforma de carga atada al lomo. Sobre ella había un palé rematado con una argolla plana de metal, perfecta para enganchar el arpeo que transportaba Newkirk. Cuatro tripulantes con uniformes rusos se movían prestos alrededor del oso, comprobando y asegurando las correas y el entramado de redes que sujetaba la carga secreta.

El conductor hizo restallar su largo látigo en el aire y el oso empezó a avanzar pesadamente. Se movía a lo largo de una sección larga y recta de la pista alineada con el rumbo del Leviathan.

El paso de la bestia aumentó de forma gradual hasta alcanzar el trote. Según el doctor Busk, el oso podía igualar la velocidad de la aeronave tan solo brevemente, por lo que, si Newkirk no enganchaba bien el cargamento en la primera pasada, tendrían que quedarse balanceándose en círculos para dejar que la criatura descansara. Todo el tiempo que habrían ganado al no aterrizar para recoger el cargamento siguiendo el procedimiento normal se vería reducido a la mitad.

Y por lo visto, el zar quería que aquel cargamento llegase a su destino lo más rápidamente posible.

A medida que la aeronave se aproximaba cada vez más al oso, Deryn sintió su retumbante paso hendiendo el aire. Tras de sí, levantaba una estela de nubes de tierra que salían despedidas desde el duro suelo helado. Deryn trató de imaginar cómo sería un escuadrón de aquellos monstruos entrando en batalla, con sus brillantes espuelas de combate y transportando una veintena de fusileros cada uno. Los alemanes debían de haberse vuelto locos al provocar aquella guerra y enfrentar sus máquinas no solo a las aeronaves y al kráken de Gran Bretaña, sino también a las enormes bestias terrestres de Rusia y Francia.

Ella y Newkirk avanzaban en línea recta sobre la ruta, alejados de las copas de los árboles. La Ruta Transiberiana era una de las maravillas del mundo, incluso el mismo Alek lo había admitido. Trazada y allanada por mamutinos, se extendía desde Moscú hasta el mar de Japón y era tan ancha como un campo de críquet, lo suficiente como para que dos osos viajando en direcciones opuestas pudieran pasar sin molestarse el uno al otro.

Los ursinos eran unas bestias complicadas. La pasada noche el señor Rigby había obsequiado a Newkirk con un montón de historias sobre osos que se comían a sus conductores.

El Leviathan no tardó en alcanzar al oso, y Newkirk le hizo señas a Deryn para que se moviera a babor. Ella reorientó sus alas y al sentir cómo la corriente rodeaba su cuerpo y tiraba de ella, pensó por unos instantes en Lilit y en su cometa corporal. Se preguntó cómo le iría a la muchacha en la nueva República otomana y luego, apartó inmediatamente aquellos pensamientos de su cabeza.

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«SUJETANDO EL CARGAMENTO»

El palé estaba cada vez más cerca, pero la argolla que Newkirk se disponía a enganchar subía y bajaba con el trote del oso gigante. Newkirk comenzó a hacer descender el arpeo, procurando que se balanceara un poco más cerca de su objetivo. Uno de los rusos subió más alto sobre el palé alargando los brazos con la intención de ayudar.

Deryn reorientó sus alas un poco, llevando a Newkirk también un poco más hacia babor.

Newkirk lanzó el arpeo y ambos metales entrechocaron. El sonido del golpe y el chasquido metálico que le siguió resonaron en el frío viento: ¡el arpeo había enganchado la argolla!

Los rusos gritaron y empezaron a desatar las correas que sujetaban el palé a la plataforma. El conductor del oso agitó su látigo hacia adelante y hacia atrás, la señal para que los pilotos del Leviathan ascendieran.

La aeronave alzó el morro y el arpeo tiró de la argolla. Deryn vio que junto a ella el grueso cable comenzaba a tensarse. Como cabía esperar, el palé no se alzó de la espalda del oso de guerra; todavía no. No se podían añadir dos toneladas de peso a una aeronave y esperar que se alzara inmediatamente.

El Leviathan comenzó a expulsar lastre por sus escotillas. Bombeada directamente desde el canal gástrico, el agua salobre golpeó el aire caliente humeando como si fuera orina caliente. Pero el frío viento siberiano la congeló inmediatamente, creando un halo de brillantes partículas de hielo que flotaban en el aire.

Unos instantes después el hielo cayó como una lluvia de granizo, golpeando a Deryn en el rostro e impactando contra sus anteojos. La muchacha apretó los dientes, pero dejó escapar una carcajada. Habían conseguido enganchar el cargamento en la primera pasada, y este estaría pronto en el aire. ¡Y estaba volando!

Pero a medida que su risa se desvanecía, un profundo gruñido resquebrajó el aire, un sonido furioso y potente que heló a Deryn hasta los huesos más de lo que podría haberlo hecho cualquier viento siberiano.

El oso de guerra se estaba poniendo nervioso.

Y no era de extrañar. Los excrementos congelados de un millar de bestias le estaban cayendo en la cabeza. Al animal le llegaron los olores de los lagartos mensajeros, las luciérnagas, los Huxleys y los rastreadores de hidrógeno, los murciélagos, las abejas, los pájaros y la misma ballena: un centenar de especies que el oso de guerra no había olido jamás.

Alzó la cabeza, soltó otro rugido y sacudió furioso sus enormes hombros pardos, lanzando a los tripulantes rusos por los aires. Aterrizaron sin problemas, firmes como un experto aviador en medio de una tormenta.

El arpeo repiqueteaba contra la argolla cada vez que el oso daba una nueva sacudida, y Deryn oyó cómo el cable de carga temblaba y chasqueaba junto a ella de modo que desplazó su propio peso hacia la izquierda, intentando poner a salvo a Newkirk y a ella misma.

El conductor hizo restallar su látigo unas cuantas veces y el oso se calmó un poco. A medida que la aeronave soltaba más lastre, el cargamento empezó finalmente a alzarse.

El último de los tripulantes del oso de guerra saltó del palé y se volvió para saludar. Deryn le devolvió el saludo con la mano mientras la bestia iba reduciendo el trote hasta detenerse por completo. El cargamento daba vueltas en el aire, casi rozando el suelo.

Deryn frunció el ceño. ¿Por qué el Leviathan no se elevaba más deprisa? No disponían de mucho tiempo puesto que estaban a punto de llegar a la siguiente curva de la ruta, y Newkirk, ella y la carga aún estaban a la misma altura que las copas de los árboles.

Miró hacia arriba. La lluvia de lastre había cesado. Los tanques estaban vacíos. Los motores clánker rugían y escupían humo intentando crear elevación aerodinámica. Pero la aeronave seguía ascendiendo demasiado despacio.

El doctor Busk, el científico jefe, había hecho personalmente los cálculos para llevar a cabo aquella recogida. Unos cálculos muy ajustados, sin duda, teniendo en cuenta el largo viaje que aún tenían por delante. Pero Deryn y el señor Rigby habían supervisado el lanzamiento de provisiones sobre la tundra para que el peso de la aeronave fuese exacto.

A menos, claro estaba, que el palé pesara más de lo que se prometía en la carta del zar.

—¡Malditos reyes! —gritó Deryn.

El derecho divino no cambiaba las leyes de la gravedad y del hidrógeno, por descontado.

Oyó el sonido de una alarma de lastre sobre ella y soltó un juramento. Si caía algo desde la compuerta de carga, Newkirk y ella se interpondrían directamente en su camino.

—¡Pesamos demasiado! —gritó a Newkirk.

—¡Sí, ya me he dado cuenta! —respondió el muchacho justo en el momento en que la ruta describía una curva a la derecha bajo ellos.

De pronto, el palé golpeó la copa de un pino, y Newkirk fue tragado por una explosión de agujas de pino y nieve.

—¡Hemos de deshacernos de parte de ese cargamento! —gritó Deryn, mientras inclinaba sus alas hacia la derecha.

Cuando Newkirk y ella estuvieron sobre el palé, enganchó un mosquetón de seguridad al cable de carga y se quitó el arnés de vuelo.

Ambos se deslizaron cable abajo, gritando, y sus botas golpearon con fuerza el cargamento cuando aterrizaron.

—¡Demonios, señor Sharp! ¿Está intentando matarnos?

—Estoy intentando ponernos a salvo, señor Newkirk, como de costumbre.

Se desenganchó y rodó sobre el palé.

—¡Hemos de tirar algo!

—¡Diez puntos por constatar lo obvio! —gritó Newkirk justo en el momento en que el palé se estrellaba nuevamente contra la copa de un árbol.

La colisión hizo que el cargamento se pusiera a girar. Deryn cayó de bruces, buscando un lugar donde asirse.

Al encontrarse extendida sobre el cargamento percibió un tenue olor a carne. Deryn frunció el ceño. ¿Estaría el palé cargado de ternera seca?

Alzó la cabeza y miró a su alrededor por toda la carga. No había nada susceptible de ser tirado por la borda, ni siquiera cajas de las que pudiera deshacerse. Tan solo unas redes muy pesadas que cubrían la enorme e informe masa marrón que era el cargamento. Les llevaría un buen rato cortarlas usando un par de navajas marineras.

—¡Maldita sea! —gritó Newkirk.

Deryn siguió su mirada hacia arriba y volvió a soltar un juramento. La alarma del lastre no dejaba de sonar. Los murciélagos fléchette estaban alzando el vuelo y desde las ventanas de la cocina arrojaron el agua de fregar. En la compuerta de carga apareció un tonel que se precipitó hacia ellos.

Deryn se agarró más fuerte por si el tonel los golpeaba y hacía que empezaran a girar otra vez. Eso si no partía el palé en dos.

Pero el tonel pasó fugazmente a unos pocos metros de ellos y estalló en una gran nube blanca de harina al impactar sobre la densa tundra.

—¡Hacia aquí, señor Sharp! —gritó Newkirk.

El muchacho había gateado hasta el otro lado del palé, y allí estaba ahora, con un pie colgando del borde.

—¿Qué ha encontrado?

—¡Nada! —gritó. Al ver que Deryn vacilaba, añadió—: ¡Ven aquí, maldito idiota!

A medida que se movía hacia Newkirk, el palé comenzó a inclinarse bajo su peso. Por un momento, sus dedos resbalaron de la red y se deslizó hacia el borde del palé.

Newkirk tendió la mano y consiguió detenerla.

—¡Agárrese fuerte! —gritó cuando el palé empezó a inclinarse aún más.

Finalmente, Deryn comprendió lo que se proponía: el peso de ambos estaba inclinando el equilibrado palé hacia un lado, convirtiéndolo así en una especie de cuchilla que podía pasar fácilmente entre los árboles. Además, de aquella forma el palé era un obstáculo mucho más pequeño en la trayectoria de los objetos que les llovían desde arriba, y la masa del cargamento quedaba justo encima de los dos cadetes, protegiéndolos de un posible impacto.

Otro tonel les pasó rozando y se hizo pedazos bajo la estela de la aeronave. Unos cuantos árboles más pasaron zumbando por su lado, pero el Leviathan consiguió ascender, aligerado lo suficiente como para ganar unas pocas yardas más que resultaban cruciales.

Newkirk sonrió de oreja a oreja.

—No le importa que sea yo quien le salve esta vez, ¿verdad, señor Sharp?

—En absoluto, señor Newkirk —dijo ella mientras pasaba de una mano a otra para agarrarse mejor—. Me debía usted una, después de todo.

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«REGRESO CON EL CARGAMENTO»

A medida que las copas de los árboles se alejaban, Deryn volvió al otro lado del cargamento para equilibrar nuevamente el palé. Mientras los izaban, echó un vistazo más de cerca a lo que había bajo las redes. Parecía que no contuviera nada más que ternera seca. Montones de trozos de ternera apilados.

—¿A qué le parece que huele esto? —le preguntó a Newkirk.

Él se acercó para olerlo.

—A desayuno.

Ella asintió. Olía a beicon justo antes de echarlo a la sartén.

—Sí —dijo Deryn—. Pero ¿desayuno para qué?