TREINTA Y DOS

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—Todavía hay tiempo para que os distanciéis de la locura de Tesla.

Alek miró fijamente la oscuridad que se extendía al otro lado de la ventana de su camarote.

—¿No cree que ya es un poco tarde para esto, Volger?

—Nunca es demasiado tarde para admitir los errores de uno, incluso ante una multitud.

Alek se puso la chaqueta de su esmoquin para asistir a la cena y la alisó con la mano.

Repartidos por las negras aguas que tenían debajo de ellos había por lo menos un centenar de botes que habían zarpado para saludar al Leviathan, con sus luces de navegación brillando como estrellas viajeras. Entre ellos avanzaba pesadamente un resplandeciente transatlántico, con su sirena de niebla bramando entre la noche. El grave gemido se extendió rápidamente formando un coro cuando las otras grandes naves que había en el puerto se le unieron.

Subido al escritorio de Volger, Bovril intentaba imitar las sirenas, pero el sonido que emitía parecía una tuba mal tocada.

Alek sonrió.

—¡Pero si ya nos están cantando alabanzas!

—Son americanos —dijo Volger—. Hacen sonar sus sirenas por cualquier cosa.

Bovril se quedó en silencio, apretando su nariz contra el cristal de la ventana.

—¿Es eso lo que creo que es? —dijo Alek, intentando ver algo en la oscuridad.

En la distancia una imponente forma humana empezaba a vislumbrarse. Era tan alta como el Leviathan y la antorcha que sostenía en alto brillaba con suaves bioluminiscencias y una brillante bobina eléctrica.

—La Estatua de la Libertad —Volger se apartó de las vistas—. Una cosa es que aparezcáis en algunos noticiarios estrechando la mano de Tesla, pero quedarse junto a él mientras explica en arrebatos de éxtasis cómo funcionan sus armas no me parece prudente.

—¿Usted aún no cree que Goliath funcionará?

—He hablado con la doctora Barlow esta noche y ella dice que no —Volger bajó la voz—. Pero ¿y si funciona, Alek? ¿Y si la usa sobre una ciudad?

—Ya se lo he dicho, Tesla ha prometido no atacar Austria.

—¿De modo que presidiréis felizmente la destrucción de Berlín? ¿O de Munich?

Alek negó con la cabeza.

—Yo no voy a presidir nada. Solo estoy ayudando a publicitar el arma de Tesla para que él no tenga que usarla. Los alemanes nos pedirán la paz cuando se den cuenta de lo que puede hacer. No están locos, ¿sabe?

—El dominio del Káiser es absoluto. Puede ser tan loco como desee. Lleváis la pajarita torcida.

Alek suspiró, ajustándola ante el reflejo del cristal de la ventana.

—Tiene la mala costumbre de hacer una lista de todo lo que posiblemente puede salir mal, Volger.

—Pues yo siempre he considerado que es una buena costumbre.

Alek pasó por alto este comentario mientras se miraba. Era reconfortante tener ropas adecuadas de nuevo. El señor Hearst podía haber saboteado el Leviathan, pero por lo menos les había dado a cambio algunos esmóquines decentes.

El suelo se movió un poco bajo los pies de Alek. La aeronave estaba girando al norte otra vez. Se acercó más a la ventana y ahora vio Manhattan enfrente. Un grupo de edificios se alzaban desde la punta sur de la isla, algunos de ellos de por lo menos doscientos metros de alto, tan altos como las torres de acero de Berlín.

Alek imaginó el oscuro cielo encima de ellos incendiándose, las relucientes ventanas de los edificios estallando en mil pedazos y sus marcos de metal retorciéndose.

—Tesla usará su máquina si piensa que debe hacerlo, tanto si yo le apoyo como si no.

—Exactamente —dijo Volger—. Por lo tanto, ¿por qué no os hacéis a un lado? ¿Queréis ser recordado por haber participado en un asesinato en masa, Su Serena Majestad?

—Por supuesto que no, pero dar una oportunidad a la paz es más importante para mí que mi reputación.

Volger dejó escapar un fuerte suspiro.

—Tal vez sea algo bueno.

—¿A qué se refiere?

La doctora Barlow también me ha hablado de Dylan, o mejor dicho de Deryn. Me parece que la doctora ya sabe el secreto de la chica.

—Deryn debe de habérselo contado. De todos modos, la verdad saldrá a la luz mañana, de manera que ya apenas importa.

—La doctora Barlow parece que opina que sí, que importa. Dice que el capitán y esta nave serán humillados y el Almirantazgo ultrajado. Y lo más importante, que vuestra amiga se convertirá en un argumento de la propaganda alemana. ¿El orgulloso Imperio británico enviando a niñas de quince años a luchar en sus batallas? Bastante vergonzoso.

—No puede decirse que Deryn sea una vergüenza precisamente.

—Pues ellos harán que lo parezca y vos haríais muy bien en mantener vuestro nombre al margen del escándalo. Tesla os lo agradecerá.

Alek apretó la mandíbula y no respondió, mientras observaba cómo se acercaba la ciudad. Desde los mil pies de altura pudo ver el entramado de calles trazado con los brillantes puntos de luz de las lámparas de gas eléctrikas. Los muelles estaban abarrotados de gente que se había reunido allí para ver cómo la gran nave se acercaba.

¿En realidad toda aquella gente se mostraría hostil con Deryn cuando lo supiesen? Tal vez los oficiales del Leviathan, y por supuesto el Almirantazgo, pero seguramente montones de mujeres entenderían por qué ella lo había hecho.

Aunque, por supuesto, las mujeres no podían votar.

La sirena empezó a sonar en una cadencia largo-corto, era la señal para una maniobra de atraque a gran altitud. Volger se puso su chaqueta de caballería y luego sacó un abrigo para Alek y un brillante sable oscuro de entre los muchos regalos del señor Hearst.

Alek no se movió, mirando fijamente los grandes ojos de Bovril.

—¿Estáis preocupado por Deryn? —preguntó Volger.

—Pues claro. Y también… —el muchacho no pudo terminar.

—Esto no va a ser agradable para ella, pero si insistís en ayudar a Tesla, lo mejor es que vuestra reputación siga intacta un poco más.

Alek asintió, sin acabar de decir el resto de lo que se le había pasado por la cabeza. Él y Volger se dirigían al centro de un torbellino de diplomacia y publicidad, mientras que el Leviathan repostaría combustible en un aeródromo adecuado en Nueva Jersey y después abandonaría el país al cabo de veinticuatro horas. ¿Cuándo volvería a ver a Deryn? Nunca podrían decirse adiós como era debido…

Cerró los ojos, sintiendo el rumor de los motores, el débil tirón de desaceleración cuando la aeronave se aproximó a Manhattan.

—Vamos —murmuró, recogió a Bovril y se dirigió hacia la puerta.

—¿Puedo hablar con vos, Su Alteza?

Alek se dio la vuelta. La señorita Adela Rogers iba vestida con un abrigo de invierno rojo oscuro y la piel de zorro que lucía sobre sus hombros era de fabricado rosa y se ondulaba mecida por el viento que entraba por la bodega de carga abierta.

—¿Quiere decir otra vez? —preguntó Alek.

El día anterior había pasado dos horas más con la mujer, explicándole cómo el Leviathan había rescatado a Tesla en Siberia. Le explicó la versión que le había contado Deryn, claro está, dado que Alek había estado durmiendo mientras sucedía toda la acción.

—Nuestra entrevista fue encantadora —la señorita Rogers se acercó más y bajó la voz—. Pero olvidé preguntaros una cosa. ¿Cómo os sentís ante el peligro que corréis?

Alek frunció el ceño.

—¿Peligro?

La señorita Rogers dejó de mirarle y sus ojos se fijaron en algo por encima del hombro de Alek. Entre otras personas que estaban esperando en la bodega de carga había cuatro marines del navío. Iban armados con rifles y sables y uno sujetaba la correa de un rastreador de hidrógeno.

—Como podrá ver, el capitán está preocupado. Después de todo, hay agentes alemanes en Nueva York —manifestó ella.

—Había más en Estambul, por no hablar de Austria. Hasta ahora me las he apañado —manifestó Alek.

Ella escribió en su bloc de notas.

—Mmm, muy valiente.

—Mucho —dijo Bovril—. Puede ser tan loco como desee.

—¿Es que las frases de estos bichos cada vez son más largas? —preguntó la señorita Rogers.

Alek se encogió de hombros, aunque sabía que era cierto.

Los resortes de la puerta de la bodega de carga chirriaron al ponerse en movimiento y, cuando se abrieron, empezó a soplar el viento del exterior entrando a la vez el olor salobre del puerto. Alek se ajustó el abrigo y Bovril tembló en su hombro.

A través de la puerta que se estaba abriendo, Alek vio acercarse al minibús. Cuatro pequeños globos de aire caliente brillaban bajo la plataforma de pasajeros y tres propulsores verticales sobresalían de sus lados. En el minibús cabían no más de una docena de pasajeros. Alek y la señorita Rogers desembarcaban aquella noche junto al señor Tesla, el conde Volger, Eddie Malone, el doctor Busk, el capitán Hobbes y cuatro marines. La doctora Barlow había anunciado que no deseaba ser fotografiada junto a Tesla y esperaría a bordo para desembarcar hasta que el Leviathan aterrizase en Nueva Jersey.

El minibús se detuvo a diez metros de distancia y desplegó su pasarela. Los propulsores de elevación oscilaron un poco y sus ángulos formaron lentas órbitas como los platos de un equilibrista haciéndolos rodar sobre palos.

—Me alegra poner los pies de nuevo en tierra firme —confesó la señorita Rogers.

—Y yo me sentiré feliz cuando vuelva a volar —repuso Alek y luego vio que la mujer estaba escribiendo sus palabras por lo que decidió permanecer en silencio.

La pasarela conectó con la bodega de carga con un ruido metálico y los aparejadores se pusieron a trabajar, asegurándola rápidamente. A continuación, sin ningún tipo de ceremonia o despedida, el grupo de desembarco se precipitó hacia el minibús.

Un momento después, Alek ya estaba observando cómo se alejaba del Leviathan.

Los demás se amontonaron lo más alejados posible de la plataforma, boquiabiertos ante las vistas del Woolworth Building, el más alto del mundo y por supuesto del resto de Manhattan. No obstante, Alek volvió la mirada hacia la aeronave.

—Feliz en el aire —dijo Bovril.

Alek acarició su barbilla.

—Algunas veces te deberías llamar «loris obvio».

Cuando la bestia se rio ante el comentario, Alek notó que el minibús se elevaba un poco bajo sus pies, desequilibrado por el montón de pasajeros en el otro extremo. La tripulación les pidió educadamente que repartieran su peso por la plataforma y, un momento después, Alek se encontró con Eddie Malone sentado a su lado.

—Buenas, Su Majestad. Se está bien aquí gracias a estos globos de aire caliente, ¿verdad?

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«LLEGADA A MANHATTAN»

Alek bajó la vista. El quemador del globo que tenía por debajo enviaba olas de calor hacia el oscuro firmamento. Bovril tendía las manos hacia esa corriente como un soldado ante una fogata.

—Bastante caliente, señor Malone. Pero, «Su Majestad» es incorrecto. Su Serena Majestad es lo adecuado. Y si va a escribir sobre mí, por favor recuerde que mi apellido no es Ferdinand.

—¿No? —sacó su bloc y sus páginas revolotearon en el frío viento—. ¿Entonces cuál es vuestro apellido?

Los nobles no tenemos apellidos. Nuestros títulos nos definen.

—Bueno, es una manera de decirlo.

Después de escribir un momento, el hombre habló de nuevo.

—¿Tal vez quiera hacer algún comentario sobre Deryn Sharp?

Alek dudó. Aquella era su oportunidad para explicarle quién era en realidad Deryn Sharp. Podía explicarle a Malone y al mundo su valentía y su capacidad, por qué ella se había incorporado al Servicio Aéreo. Pero luego vio a Volger mirándole de reojo desde el otro lado de la plataforma.

El escándalo de Deryn no haría más que distraer la atención de la misión de Tesla en Nueva York. Y si hablaba sobre el asunto, los titulares sobre ella aún tendrían más repercusión.

—Sin comentarios —dijo Alek.

—Me parece un poco extraño, considerando lo unidos que trabajaron ambos en Estambul.

Alek giró la cabeza para no mirar al reportero. Odiaba aquello, no ayudar a contar la historia de la muchacha, pero ninguna reputación era más importante que la paz. ¿O es que era tan solo una excusa conveniente? ¿Una forma de escapar de ser atrapado en la revelación de un secreto embarazoso? Al principio, él se había sentido muy avergonzado por no saber quién y qué era ella en realidad, pero no sentía vergüenza alguna de ser amigo de Deryn Sharp. Tal vez debería olvidar las advertencias de Volger y explicarle a Malone lo que realmente sentía por Deryn.

Alek tragó saliva. ¿Y qué sentía por ella, exactamente?

Arriba en el cielo, el Leviathan se alejaba y ahora no era más que una silueta que se destacaba contra aquella estrellada negrura. ¿Cuándo volvería a ver a su mejor amiga?

Alek escuchó el rugido de un motor y desvió la mirada hacia el puerto. El minibús descendía rápidamente, encaminándose hacia los aeromuelles del extremo sur de Manhattan. Una especie de lancha motora estaba cruzando a toda velocidad el agua oscura, como una flecha entre las demás luces oscilantes.

—Y por lo que escuché en el cañón de Pancho Villa —prosiguió Malone—, parecía que usted ya sabía lo que era. ¿Cuánto tiempo hacía que lo sospechaba?

Alek frunció el ceño. La motora había efectuado un brusco giro y ahora estaba volando sobre el agua directamente hacia el mini-bús. Un repentino destello brilló en su cubierta, y desprendió una nube de humo que ocultó el bote por un momento.

—Me parece que esto es… —empezó a decir Alek y su voz se desvaneció cuando algo subió desde el humo, desprendiendo llamas tras él.

—Proyectil —dijo Bovril y se arrastró dentro del abrigo de Alek.