TREINTA Y OCHO

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La cena estaba resultando insoportablemente tediosa. La sopa de tortuga había dado paso al cordero en salsa bearnesa y este a la pechuga de gallina. Después de terminar también con los quesos, como postre había «vaca negra», una bebida consistente en helado flotando en algo llamado cerveza de raíz. Un brebaje que había arrancado una risita infantil a Klopp y a Tesla.

—Creo que mañana será conveniente una lección de esgrima —dijo el conde Volger, reclinándose hacia atrás en su silla y desabrochándose los botones inferiores de su chaqueta.

—Una idea excelente —opinó Alek mientras miraba fijamente los restos de helado derretido de su postre, que no se había podido terminar.

Estaba demasiado impaciente como para comer mucho, pero la verdad era que sus reflejos se estaban oxidando tras tantas fiestas y cenas. Necesitaba sentir de nuevo una espada entre sus manos.

Adela Rogers, por el contrario, parecía encontrarse como pez en el agua. Sentada a la derecha de Tesla, no paraba de hablar contándoles a los invitados del otro extremo de la mesa cómo Hearst había conseguido cerrar el acuerdo para su nueva película con el famoso Pancho Villa. No parecía importarle el hecho de que fuera la única mujer en la sala. Todo lo contrario, se la veía encantada. Hablaba de los halagos y de los sobornos de Hearst a Villa como si fueran una aventura romántica, dándole a su punto de vista femenino una autoridad incontestable.

Alek trató de imaginar a Deryn usando la misma estrategia, si es que alguna vez la veía embutida en unas faldas. ¿Podría cambiar toda aquella fanfarronería por el estilo y encanto del que hacía gala la señorita Rogers? «Quizás, algún día», pensó Alek. Pero Deryn estaría siempre dispuesta, además, a soltar un buen puñetazo si era preciso. De eso podía dar fe él mismo.

—¿Su Serena Majestad? —dijo uno de los sirvientes tras él presentándole una carta sobre una bandejita de plata—. Acaba de llegar por águila mensajera, señor.

El sobre era de color verde manzana, como todos los que se usaban en el Leviathan, y llevaba escrito el nombre de Alek de puño y letra de Deryn. No obstante ella le había enviado ya una carta el día anterior… La señorita Rogers había hecho una pausa y Tesla la observaba. Alek se disculpó con un gesto de la cabeza y abrió el sobre. La escritura era apresurada, aún peor que los habituales garabatos de Deryn.

Un caminante anfibio se dirige hacia vosotros. Tenéis una hora a lo sumo. En el Almirantazgo son unos cretinos y no harán nada hasta que no llegue a la orilla. Pero estaremos allí.

Cuídate,

Dylan

—¡Ah! —exclamó Alek, sintiendo que se le aceleraba el pulso.

—¿Noticias de nuestros amigos del Leviathan? —quiso saber Tesla—. Ya deben de estar en Londres.

—No, señor —Alek vaciló unos instantes, mirando de reojo a la señorita Rogers. «De todos modos», pensó, «todos los reporteros del mundo lo sabrían pronto»—. Están estacionados a tan solo cincuenta kilómetros de aquí, en la boca del estrecho de Long Island.

Se desató un revuelo alrededor de la mesa.

—Pero ¿por qué? —quiso saber Tesla.

—Nos han estado vigilando. Había rumores de un ataque sorpresa alemán.

—¿Un ataque sorpresa? —dijo Tesla. Entonces, una sonrisa cruzó su rostro de oreja a oreja—. Su Alteza, por favor, dígale a la doctora Barlow que está invitada a observar mis experimentos siempre que quiera. No necesita ninguna excusa.

—Me temo que no es ese el caso, señor —dijo Alek, sosteniendo en alto la misiva—. Sus temores se han visto confirmados. Un caminante anfibio alemán llegará aquí en una hora.

En la mesa se hizo el silencio y todos los comensales se volvieron para mirar a Tesla. El inventor observó a Alek durante unos segundos y acto seguido bajó la mirada a la mesa y empezó a reordenar sus cubiertos.

—¿Un caminante anfibio? Qué noción más absurda.

—Existen, señor. El profesor Klopp ha visto algunas maquetas en funcionamiento.

Tesla miró a Klopp, que al parecer solo había podido seguir a medias aquella conversación en inglés, y fijó nuevamente sus penetrantes ojos en Alek.

—¿Cómo de grande es esa máquina?

—Lo suficiente como para destruir el Goliath. Si no fuera así, ¿para qué iban a molestarse en enviarla los alemanes?

Tesla profirió un sonido furioso y apartó a un lado su postre.

—Discúlpenme, caballeros y señorita Rogers, pero a menos que se trate de una broma pesada, debo preparar mis defensas.

Alcanzó su bastón de paseo y se puso en pie. El resto de los ingenieros se pusieron de pie también a la vez.

—¿Defensas? —preguntó la señorita Rogers.

—No soy un ingenuo, querida. Sabía que los alemanes urdirían algún plan en mi contra —dijo Tesla, moviendo la mano en dirección al complejo—. Por esta razón el señor Hearst nos proporcionó ese Pinkerton.

—Pero, señor —dijo Alek—, esa máquina Pinkerton está diseñada para asustar a los piquetes de trabajadores. No puede hacerle frente a un caminante militar como es debido.

Los reporteros murmuraban nerviosos; algunos se dirigían a las puertas en dirección al puente de observación. Otros pedían a los camareros que les llevaran a un teléfono.

Alek se puso de pie, agitando la carta de Deryn.

—Escúchenme todos. Estoy seguro de que el Leviathan está en camino. Es más que capaz de enfrentarse a un solo caminante.

Adela Rogers se echó a reír.

—¿Así que solo tenemos que sentarnos y tomarnos un brandy?

—En absoluto, señora —dijo el conde Volger—. Deberíamos retirarnos a una distancia prudencial y dejar que el Leviathan se encargue de esto.

—Eso no será necesario —dijo Tesla, volviéndose hacia las escaleras que conducían a la sala de control—. ¡Yo mismo los detendré!

—Señor… —dijo Volger, pero el inventor hizo caso omiso.

—Es inútil —dijo Alek con un suspiro—. Este hombre se enfrentó a tres osos de guerra sin más ayuda que su bastón.

—Pues no es que me inspire confianza —dijo la señorita Rogers.

—Ni a mí. Hablaré con él —dijo Alek, dirigiéndose a las escaleras—. Aunque solo sea para asegurarme de que no vaya a hacer una imprudencia.

—Su Alteza —dijo Volger—. Podríamos alejarnos un poco de este lugar, aunque tengamos que hacerlo a pie.

Alek negó con la cabeza.

—Eso no será necesario, Volger. El Leviathan nos protegerá.

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La sala de control era un hervidero de órdenes gritadas y componentes eléctricos chisporroteando. Los ingenieros corrían de un lado a otro para transformar totalmente el equipo. Tesla estaba en el centro de todo aquello, con un receptor telefónico en cada mano y otros tantos bajo los brazos.

—¡Desplieguen los botes! —le gritó a un ingeniero—. ¡Los destruiremos en cuanto emerjan del agua!

Colgó violentamente uno de los receptores telefónicos y miró a Alek.

—¿Desde cuándo sabíais lo del ataque?

—Como dije, solo eran rumores —dijo Alek pausadamente—. El señor Sharp oyó algo hace dos semanas.

—El mismo día que llegamos a Nueva York —dijo Tesla, volviéndose hacia las ventanas de la sala de control. El océano apenas se apreciaba a lo lejos, una gran extensión plateada bajo el reflejo de la luna—. Cada vez que estoy a punto de hacer un auténtico descubrimiento, alguien trata de arruinármelo.

—Señor, no tiene por qué preocuparse. El señor Sharp me ha asegurado que el Leviathan podrá encargarse de este caminante.

—Entonces enviarán más —dijo Tesla. El tono furioso de su voz había pasado de la irritación al cansancio—. Seguirán viniendo a por mí de un modo u otro.

—Eso suena un tanto dramático, señor. Esos caminantes anfibios son armas experimentales. No creo que los alemanes tengan muchas unidades.

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—No imagináis de lo que son capaces los hombres insignificantes, Alek. Edison, Marconi, ¡y ahora el Káiser! —Tesla colocó de nuevo todos los receptores telefónicos en sus respectivas horquillas excepto uno. Se lo acercó a la boca—. ¿Sala de máquinas? A toda máquina, por favor.

—Señor Tesla, deberíamos abandonar la prueba por esta noche. ¡Por favor!

—Ya he abandonado la prueba.

Alek frunció el ceño.

—Pero si acaba de ordenar a la sala de máquinas que…

—¿No lo entendéis? Esos hombres, esos hombrecillos quieren destruir mi trabajo de toda una vida, quieren arrebatarle al mundo todo lo que el Goliath puede proporcionarnos un día. ¡Energía gratis para todos en cualquier parte del mundo! ¡Todo el conocimiento del hombre viajando a través de las ondas! No puedo permitir que desparezca por culpa de esta estúpida guerra.

El inventor se volvió para mirar por las ventanas y sus ojos negros brillaron con determinación. Alek sintió cómo una gota de sudor frío le bajaba por la columna cuando vio cómo Tesla colocaba el último teléfono sobre su horquilla.

—Lo siento, pero esto ya no es un ensayo.