DIECIOCHO

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El teatro del hotel Imperial se estaba llenado, por lo menos ya había un centenar de personas en el público. Deryn se preguntó si es que había sido el científico clánker quien había invitado a todos, o si lo había hecho la embajada británica, o si las noticias se habían propagado como un rumor por todo Tokio.

El embajador británico era fácil de distinguir: era un hombre vestido con un elegante traje de paisano rodeado de almirantes y comodoros. No muy lejos de allí, una docena de oficiales de la armada japonesa vestían túnicas y gorras negras con ribetes rojos. Deryn reconoció otros uniformes: franceses, rusos e incluso un puñado de italianos, aunque la Italia darwinista aún no se había unido a la guerra. Un grupo de científicos, europeos y japoneses, estaba de pie tocado con bombines, algunos de ellos con ranas grabadoras en sus hombros.

De toda la gente que había allí, solamente Deryn se encontraba sola. La doctora Barlow la había abandonado para ir con los demás científicos y Bovril estaba husmeando bajo las sillas, escuchando por si oía algunos fragmentos en otras lenguas.

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La mayor parte del público parecía ser reporteros, algunos de ellos ya estaban sacando fotos del escenario, donde esperaban todo tipo de aparatos eléctricos, esferas de metal y tubos de cristal, rollos de cable, un generador del tamaño de un ahumador, y una gran bombilla de cristal que colgaba del techo. Deryn no acababa de comprender cómo era posible que Tesla hubiese reunido tan rápidamente todos aquellos aparatos. El Leviathan recorrió el trayecto a buena velocidad y aterrizó justo antes de medianoche y el hombre lo había abandonado como un torbellino poco después. Seguramente habría pasado toda la noche y la mañana siguiente buscando desesperadamente componentes eléctricos.

Deryn vio al profesor Klopp en una esquina del escenario, trabajando en una maraña de cables. Hoffman estaba de pie junto a él, presto para pasarle las herramientas. Alek había puesto a sus hombres a disposición del gran inventor, por supuesto. Y por el momento, el propio Alek estaba ocupado charlando con un grupo de oficiales vestidos con un uniforme azul que no le era familiar. Americanos, tal vez.

Deryn aún estaba sorprendida de sus propias palabras de aquella mañana sobre ella y Alek acerca de que estaban destinados a estar juntos. La muchacha aún no creía realmente en ninguna de aquellas paparruchas sobre la providencia. Todas aquellas tonterías sobre el destino eran solamente una forma de que Alek la aceptara como una chica, incluyéndola a ella en su gran plan de salvar al mundo. Por supuesto él se lo había tragado, porque en lo más profundo de su ser Alek sabía que él era más fuerte con ella que sin ella.

Las luces parpadearon y el público empezó a instalarse en sus asientos. Bovril regresó al hombro de Deryn y la doctora Barlow cruzó la sala tomando asiento junto a ella.

—Señor Sharp, ¿le he mencionado que me alegro de verle tan bien vestido?

Deryn pasó la yema de los dedos por la camisa, que estaba hecha de un algodón más grueso y más suave que la que solía llevar. Le sentaba de maravilla, a pesar de que los sastres ni la habían tocado.

—Aquí se toman la sastrería muy en serio, señora.

—Y también tiene lugar un gran acontecimiento. Está en presencia de la grandeza.

Deryn frunció el ceño.

—Creía que a usted no le gustaba este cretino.

—El señor Tesla no me gusta, jovencito —hizo un gesto con una mano enguantada de blanco—. Allí está Sakichi Toyoda, el padre de la mecánica japonesa, y, junto a él, Kokichi Mikimoto, el primer fabricante de perlas fabricadas; como puede ver, clánkers y darwinistas trabajando juntos.

—To-yo-da —dijo Bovril en voz baja, separando cada sílaba.

—Supongo que es mejor que luchar entre sí —dijo Deryn—. Pero ¿qué objetivo tiene todo esto? El Almirantazgo ni siquiera está aquí para verlo.

—En cierto modo sí que está —la doctora Barlow le señaló con la cabeza hacia los bastidores del escenario, donde se encontraba un oficial de la Marina Real sentado ante un telégrafo. Tokio está conectado a Londres mediante fibra subacuática. Según el embajador, el propio Lord Churchill se ha levantado temprano para seguir la reunión.

Deryn frunció el ceño. El sistema de fibra subacuática, que se extendía desde Gran Bretaña a Australia y al Japón, era una de las creaciones más asombrosas del darwinismo. Consistía en filamentos de millas de largo formados por tejido nervioso que unían a todo el Imperio británico como un único organismo transportando mensajes codificados por el lecho oceánico.

—Pero no van a poder ver nada —dijo Deryn.

—El señor Tesla afirma lo contrario.

La voz de la doctora Barlow calló cuando apagaron las luces y un susurro recorrió la multitud.

Una figura alta que ya les era familiar avanzó segura hacia el centro del escenario en penumbras, sosteniendo un largo cilindro en una mano. Hizo una floritura con él en el aire, como un espadachín saludando, y luego su voz resonó por todo el teatro.

—No tenemos mucho tiempo o sea que empezaré sin preámbulos. En la mano sostengo un tubo de cristal lleno de gases incandescentes —Tesla señaló al techo—. Y aquí tenemos un cable que transporta las corrientes alternas de alto potencial. Cuando toco ambos…

Tocó el cable con una mano y el tubo de cristal incandescente de pronto se iluminó en la otra. Se produjo una ligera exclamación en la audiencia y a continuación alguna risa dispersa, como si alguien entre el público supiera que estaba a punto de producirse el truco.

El rostro de Tesla se cubrió de sombras cambiantes cuando apoyó el tubo brillante en su hombro, como si fuese un bastón de paseo fantasmagórico.

—Por supuesto se trata sencillamente de luz eléctrica, excepto por la novedad de que estoy usando mi cuerpo como conductor. Pero esto nos recuerda que la electricidad puede viajar a través de algo más que solo cables. A través de la atmósfera, por ejemplo, o por la corteza terrestre e incluso por el éter del espacio interplanetario.

—¡Oh, cielos! —dijo la doctora Barlow en voz baja—. Otra vez marcianos no, por favor.

—Marcianos —dijo Bovril riendo y Deryn alzó una ceja.

Tesla colocó el tubo en el borde del escenario y la luz se apagó en el momento preciso que sus dedos lo dejaron. Soltó el cable y se alisó la americana.

—En algunos aspectos, nuestro propio planeta es un condensador de capacidad, una batería gigante —alargó la mano para tocar la bombilla que colgaba del techo y una luz se extendió dentro de ella—. En el centro de esta esfera hay otro globo más pequeño. Ambos están llenos de gases lumínicos y juntos pueden mostrarnos cómo trabaja el motor de nuestro planeta.

El hombre quedó en silencio, retrocedió y no dijo nada. El globo permanecía iluminado, pero no sucedió nada más mientras los minutos transcurrían en silencio. Deryn se movió inquieta en su asiento. Era un poco extraño ver a tantas personas importantes sentadas en silencio durante tanto rato.

Su mente empezó a divagar, preguntándose por qué la doctora Barlow había mencionado a los marcianos. ¿Acaso Tesla creía en ellos? Una cosa era decir que el gran inventor estaba chiflado, pero otra muy distinta era que estuviese loco de remate.

Alek deseaba tanto detener la guerra, que estaba dispuesto a creer cualquier promesa de paz. Y después de todo lo que había perdido: su familia, su país y su casa, ¿cómo gestionaría todo esto si también sus esperanzas se veían defraudadas? Pero ella no podía hacer gran cosa, o al menos eso creía Deryn, excepto demostrarle que había otras cosas en la vida además de salvar al mundo.

Un murmullo recorrió la multitud, que alzó la vista. La luz en la esfera de cristal había formado una figura, un minúsculo dedo de luz, igual que los que surgían en el detector de metales de Tesla. El parpadeo estaba moviéndose, recorriendo lentamente en forma de barrido todo el globo como la manecilla de un reloj.

—La rotación siempre se produce en dirección a las agujas del reloj —dijo Tesla—. Aunque en el hemisferio sur iría en la otra dirección, creo. Como verán, este dedo de luz se ha puesto en movimiento por la rotación de nuestro planeta.

Otro murmullo viajó por la habitación, un poco incómodo. Deryn frunció el ceño. ¿Cómo era posible que fuese tan diferente de un péndulo o de la aguja de una brújula?

—Pero nosotros no estamos limitados a las fuerzas brutas de la naturaleza —Tesla dio un paso acercándose a la luz colgante, con un pequeño objeto en su mano.

—Con este imán puedo arrancarle el control de este rayo a la propia Tierra.

Se acercó aún más y la luz dejó de dar vueltas. Tesla empezó a caminar alrededor de la bombilla y el destellante rayo empezó a moverse de nuevo, siempre señalando a la parte contraria de donde él estaba, sin importar si se detenía o se movía más deprisa.

—Extraño, ¿verdad? Pensar que uno puede apuntar con un relámpago con tanta facilidad como con una pistola —sacó un reloj de su bolsillo y lo consultó—. Pero ya es hora de hacer una mayor demostración, mucho más grande. Hace unos pocos días envié un mensaje del Leviathan a Tokio por águila mensajera, seguidamente el mensaje fue enviado por fibra subacuática a Londres y, finalmente, por ondas de radio a mis ayudantes a Nueva York, a más de medio mundo de distancia. Y allí, dentro de unos pocos minutos, ellos seguirán mis instrucciones.

Hizo una señal a Klopp, quien empezó a hacer ajustes en una de las cajas negras. Un momento después, todos los aparatos en el escenario empezaron a titilar y a zumbar. El señor Tesla estaba entre ellos, con el pelo erizado como un gato furioso. Deryn notó que se le ponía el pelo de punta, parecía que una tormenta de verano estuviese en el aire.

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—El resultado será visible en estos instrumentos de aquí —dijo Tesla y entonces se dirigió al oficial de la Marina Real que se ocupaba del telégrafo—. Y también en el cielo matutino de Londres, ¿si es tan amable de pedirle al señor Churchill y a los Lores de la Marina que se acerquen a una ventana?

Otro murmullo atravesó la habitación y Deryn susurró a la científica:

—¿Qué pretende hacer con esto?

—Su máquina de Nueva York va a enviar una señal al aire. Como una onda de radio pero mucho más potente —la doctora Barlow se inclinó aún más—. Aquí es de día, por lo tanto necesitamos instrumentos para ver sus efectos. Pero en Londres aún no ha salido el Sol.

—¿Se refiere a que él cree que el Goliath puede cambiar el color del cielo?

La científica asintió en silencio y Deryn se quedó mirando el escenario, donde unas agujas iluminadas habían empezado a parpadear en todos los objetos. ¡Incluso el reloj de bolsillo del señor Tesla estaba brillando y un zumbido llenó el aire como las abejas en la tripa del Leviathan cuando necesitaban alimento!

—La transmisión empezará en diez segundos —avisó Tesla y después cerró bruscamente su reloj—. No tardará en alcanzarnos.

—Transmisión —dijo Bovril, moviéndose inquieto.

El loris empezó a gemir en voz baja y de pronto a Deryn el zumbido dejó de parecerle tan intenso en sus oídos. La muchacha, agradecida, rascó la cabeza de la bestezuela.

Durante un buen rato no sucedió nada y Deryn se permitió tener la esperanza de que el experimento fracasase. El gran Tesla sería humillado y toda aquella tontería sobre ir a América terminaría.

Pero entonces los dedos de luz del globo colgado crecieron en intensidad, parpadeando por toda la parte interior de la superficie de cristal. Luego empezaron a girar anárquicamente un momento y entonces se volvieron fuertes y constantes señalando hacia la parte izquierda del escenario.

Todos los demás instrumentos se pusieron en marcha inundando el teatro de luz. Los tubos de cristal se llenaron con los colores del arco iris, las esferas de metal se cubrieron con millares de agujas de electricidad. Las antenas de la caja negra de Klopp habían entrado en erupción, enviando disparos de luz que subían por ellas únicamente para chisporrotear en el aire. El oficial del telégrafo aún tecleaba y los botones de su chaqueta se iluminaron con minúsculas chispas.

Gradualmente, los incontables dedos de luz empezaron a alinearse, todos ellos señalando a la izquierda. Deryn sintió que los cabellos de su cabeza tiraban en aquella dirección.

—Nor-noreste —murmuró la doctora Barlow—. Directamente hacia Nueva York, por el fantástico círculo.

—Como pueden ver —Tesla gritó para ser oído por encima de aquel zumbido—, puedo controlar las corrientes de esta habitación, incluso desde diez mil kilómetros de distancia. Imagínense dominar una tormenta a una distancia como esta. ¡O incluso las cargas eléctricas de la misma atmósfera terrestre, centralizadas y que apunten como un reflector!

Bovril estaba barboteando como un loco. La piel de la criatura estaba de punta y tenía los ojos más abiertos que Deryn jamás le había visto.

—No te preocupes bestezuela —le dijo ella—. Este hombre está en nuestro bando.

—Esperemos —intervino la doctora Barlow.

Tesla alzó las manos al aire, balanceándolas de un lado a otro. Unas hebras de luz colgaban de las puntas de sus dedos pero entonces salieron disparadas en la misma dirección: nor-noreste.

—Este es el poder de Goliath, del que nadie en la Tierra, sea clánker o darwinista, puede escapar. ¡De modo que todos debemos aprender a compartir el globo o pereceremos juntos!

Hizo un gesto con una mano y Klopp cerró el interruptor principal. Todos los relámpagos desaparecieron a la vez, dejando la habitación a oscuras. El silencio rápidamente fue sustituido por exclamaciones y murmullos. Un poco más tarde se produjo un tímido aplauso que lentamente creció en intensidad.

Deryn no vio más que un millar de centellas suspendidas en el aire, como si rayos de sol hubiesen quemado su visión, pero entre ellas, observó que Tesla alargaba las manos para coger de nuevo el cable que colgaba. Levantó el sencillo tubo de cristal, que de pronto se encendió.

—¿Alguna noticia del Almirantazgo? —preguntó, silenciando el aplauso.

El oficial de la Marina Real se alejó de su telégrafo con una hoja de papel en su temblorosa mano.

—Lord Churchill y los Lores de la Marina envían sus saludos y desean comunicarle que su experimento ha sido un éxito. Sutiles aunque extraños colores aparecieron en el cielo matutino sobre Londres.

La multitud quedó totalmente en silencio.

—Le presentan sus más sinceras felicitaciones —el oficial carraspeó—. Discúlpenme, señoras y señores, pero el resto del mensaje es para el capitán del Leviathan.

La doctora Barlow se recostó en su asiento.

—Bueno, no es que sea precisamente un misterio lo que sigue en la nota, ¿verdad, señor Sharp? Al parecer nos dirigimos a Nueva York.

—Nueva York —dijo Bovril pensativamente y empezó a alisarse sus erizados pelos.