DIECISIETE

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Alek sacó otra chaqueta y luego se miró ceñudo al espejo. Su uniforme del cuerpo de blindados de los Hausburgo estaba igual de raído que los demás, brillante en los codos y le faltaban dos botones. ¿De veras había pasado las dos últimas semanas paseando por la nave en un estado tan lamentable?

—No parece muy inteligente por vuestra parte —dijo el conde Volger.

Alek manoseó las ajadas charreteras de su chaqueta.

—Debo impresionar a un embajador y dudo que los sastres de Tokio sean caros.

—No estoy hablando del coste, Alek. Y, de todos modos, estáis prácticamente sin un penique.

El conde miró por la ventana. Uno de los capiteles de Tokio se deslizaba por debajo de ellos, alarmantemente cerca de la barquilla.

—Estoy hablando de esa chica.

Alek cogió la cazadora de vuelo de seda que había vestido la noche de la Revolución otomana.

—Se llama Deryn.

—Se llame como se llame, por fin habíais conseguido escapar de su influencia. ¿Por qué arriesgarse a enredaros otra vez?

—Deryn no es un enredo —Alek se puso la chaqueta y estudió el efecto—. Es una amiga y además una útil aliada.

—¿Útil? Solamente porque por fin se ha llevado a aquella bestia.

Alek no respondió. Deryn se había acercado a su camarote la noche pasada para pedirle «prestado» a Bovril. El muchacho descubrió que echaba de menos el peso de la criatura en su hombro y sus murmullos en el oído. El loris perspicaz le había ofrecido consuelo cuando sentía que todo el mundo le había traicionado.

—No podéis confiar en ella —dijo Volger.

—Tampoco puedo confiar en usted, conde, y Deryn por lo menos puede contarme las decisiones que toman los oficiales del Leviathan.

—Estos últimos días Tesla piensa por ellos. ¡Imagínese, intentar requisar toda esta nave para llevarle, a él, a América! Es una locura pensar que el Almirantazgo se lo permitirá.

Alek enarcó una ceja.

—Ya sabrá que fue idea mía.

—Ah, sí, claro —con un suspiro Volger se levantó del escritorio y se dirigió a su baúl de viaje—. Vais a asistir a un acto diplomático y no a un baile de disfraces.

Alek se quitó su cazadora de vuelo otomana.

—Tal vez sea demasiado estridente para un embajador británico.

—Os estáis arriesgando al confiar en Tesla.

—Él quiere la paz y tiene el poder de conseguirla.

—Esperemos que tengáis razón, Su Serena Majestad. Porque si le apoyáis públicamente y más tarde resulta que este hombre está loco, todo el mundo pensará que vos también lo estáis. ¿Y, si es así, acaso creéis que el pueblo austrohúngaro querrá a un joven loco por emperador?

Volger, que estaba revolviendo en su baúl, no se dio cuenta de que Alek le estaba mirando. El conde sacó una capa azul marino con un cuello rojo.

—Este es mi uniforme de caballería de la Casa de los Hausburgo.

Alek preguntó:

—¿Usted cree que me estoy comportando como un loco?

—Creo que estáis intentando hacer algo bueno, pero hacer el bien pocas veces es fácil y un arma jamás ha detenido una guerra —el conde Volger le entregó el uniforme de caballería—. Pero quién sabe, tal vez el gran inventor haya cambiado incluso esto.

—Y usted quería asesinarle —Alek se puso la chaqueta. Las mangas eran demasiado largas, por supuesto, pero un sastre adecuado podría ponerle remedio—. O es que todo este asunto era simplemente una burda treta para sacarme de mi enfurruñamiento.

El conde sonrió.

—Dos pájaros de un solo tiro.

Las calles de Tokio estaban abarrotadas de tranvías de vapor, transeúntes y bestias de carga. El sol matutino se alzaba ya por encima de los edificios ribeteándolos con sus rayos, pero las tiras de farolillos colgantes de papel aún brillaban encendidos. Cada uno de ellos estaba lleno de pequeños enjambres de insectos titilando como un puñado de estrellas.

Alek siempre se sentía incómodo entre la multitud y allí en Tokio notaba que llamaba especialmente la atención. No había otros europeos por la ciudad, excepto el par de marines que le seguían. La mayoría de los hombres japoneses vestían ropas occidentales, pero las mujeres iban vestidas con largos vestidos teñidos con estampados de color índigo y escarlata, con anchos cinturones de seda atados con lazos al final de la espalda. Alek intentó imaginarse a Deryn vestida de aquella forma, pero fracasó completamente.

Las dos tecnologías se mezclaban de una forma más elegante de lo que había esperado. Los tranvías soltaban nubes de humo, pero los más concurridos eran los tirados por unas yuntas de bueyescos, que les aportaban potencia extra. Unos pocos rickshaw trotaban detrás de caminantes diésel de dos patas; el resto eran tirados por unas criaturas achaparradas y escamosas que le recordaron inquietantemente a los kappa. Las líneas de telégrafo se entrelazaban en el aire sobre sus cabezas, pero los lagartos mensajeros corrían apresuradamente por ellas y las águilas mensajeras volaban entre las nubes.

—¿Ya nos hemos perdido? —preguntó Deryn.

—Perdido —declaró Bovril desde su hombro, y luego prosiguió balbuceando fragmentos en japonés.

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Alek suspiró y abrió el mapa que les había dado la doctora Barlow por enésima vez desde que habían dejado atrás el aeródromo. Era exasperante no ser capaz de leer las señales de las calles. Y, para empeorarlo, las direcciones funcionaban de forma distinta, allí en Japón. Los números, en lugar de ir de arriba abajo por las avenidas, seguían la dirección de las agujas del reloj alrededor de las manzanas de las ciudades. Era una pura locura.

Según un científico local amigo de la doctora Barlow, toda una calle de sastres dedicada a los europeos se ocultaba en algún lugar entre toda aquella locura.

—Me parece que estamos cerca —dijo Alek—. ¿No crees que estos dos podrían ayudarnos?

Deryn miró de reojo a los marines que les seguían de cerca.

—Solo están aquí para vigilar que no te escapes.

—Creo que es innecesario. Hoy en día, me siento bastante feliz en el Leviathan.

Deryn soltó un bufido.

—Sí, gracias a tu nuevo amigo científico.

—Es un genio y quiere acabar con esta guerra.

—Querrás decir que es un completo chalado. ¡La doctora Barlow dice que toda su verborrea sobre el Goliath son sandeces!

—Sandeces —dijo Bovril con una risita.

—Normal que ella diga eso —afirmó Alek—. El señor Tesla es un científico clánker y ella es una darwinista y, ¡por si fuera poco, una Darwin! Son enemigos naturales.

Deryn iba a responder pero volvió la cabeza para mirar un tenderete de comida que pasó lentamente por su lado. Aquella cosa era arrastrada, con clientes y todo, por un caminante achaparrado de dos patas. Uno de los cocineros estaba cortando delgadas capas de pasta en finos fideos y los otros laminaban setas, pescado y anguilas. El vapor que surgía de las ollas transportaba el aroma de alforfón y gambas, junto con el penetrante olor del vinagre y los encurtidos.

—Podríamos comer algo de eso después —murmuró Deryn.

—Podríamos —dijo Bovril.

Alek sonrió. En Estambul había aprendido que la comida siempre podía distraer a Deryn de cualquier discusión. Sin embargo, ella aún no había terminado.

—¿Acaso has olvidado lo que descubrí en la habitación del señor Tesla?

—Encontraste una roca —dijo Alek rotundamente.

—Si solo era una roca, ¿por qué la subió a bordo?

—Es un científico. A los científicos les gustan las rocas. ¿Es que la doctora Barlow no sabe lo que es?

Deryn negó con la cabeza.

—No está del todo segura, pero todo el asunto es muy sospechoso. El señor Tesla usa electricidad y aquello era como una especie de… bala de cañón.

—Ninguna bala de cañón puede destruir la mitad de Siberia, señor Sharp.

—¡Señor Sharp! —repitió Bovril.

—Tal vez sencillamente se lo pregunte —Alek soltó un bufido—. Aunque quizás querrá saber por qué estabas escondida bajo su cama por la noche.

—Olvídalo. Si él averigua que le estamos espiando, no confiará en ti.

Alek hizo un gesto despectivo con la cabeza, como si Deryn pudiese dar consejos sobre la confianza y la amistad.

—En cuanto lleguemos a Nueva York y demos a conocer a Goliath al mundo, estoy seguro de que todos estos detalles insignificantes tendrán sentido.

—¿Tú crees que el Almirantazgo dejará de veras que partamos hacia América?

—El señor Tesla puede ser bastante convincente. Además, es mi destino —dijo Alek.

—Sí, ya —dijo Deryn y soltó otro bufido—. Tu destino.

Estaba a punto de añadir algo más, cuando Bovril les interrumpió.

—¡Necesito un sastre!

—La bestezuela tiene razón —Deryn estaba mirando por encima del hombro de Alek—. A mí me parece que tu destino es una chaqueta que te siente mejor.

El muchacho se dio la vuelta. Bajo la marquesina del escaparate de una tienda abierta zumbaba una enmarañada máquina, de la que sobresalían husos llenos de hebras. Apretadas en un cartel colgante lleno de caracteres japoneses se podían leer algunas palabras reconocibles. «BIENVENIDOS A LA SASTRERÍA SHIBASAKI».

Alek dobló el mapa.

—Por el momento eso es lo que haremos.

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«Irasshai», se escuchó que alguien gritaba cuando Alek pasó por debajo de la marquesina. Aparecieron dos hombres detrás de las máquinas de coser, uno con una toga de algodón blanco con un estampado floreado y el otro vestido de forma europea con chaleco y americana.

—Bienvenidos, caballeros —dijo el hombre de la túnica con un buen inglés.

Alek y Deryn le devolvieron la reverencia.

—Acabamos de llegar a la ciudad, señores —dijo Alek despacio—. No tenemos dinero, pero podemos pagar con oro.

Los hombres parecieron incomodarse ante esta impertinencia, pero Alek hizo otra reverencia, entregándoles el uniforme de caballería de Volger.

—Si hicieran el favor de arreglarme esto a medida.

El otro sastre cogió la prenda por los hombros y la desplegó con una sacudida.

—Desde luego.

—Y mi amigo necesita una camisa al estilo del Ejército del Aire británico para esta tarde.

—Hemos hecho muchas camisas para caballeros británicos, y también muchos arreglos a medida —el hombre se volvió a Deryn—. ¿Le importa que le tome las medidas, señor?

Deryn echó un vistazo a los guardias que estaban esperando afuera, lo suficientemente cerca para escuchar cualquier exclamación de sorpresa que pudiesen emitir.

—Me temo que no. Él tiene una… enfermedad de la piel. Tal vez ustedes puedan medirme a mí y después ajustar la camisa un poco —dijo Alek.

El sastre frunció el ceño.

—Pero usted es más bajo, señor.

—No tan bajo —dijo Alek y vio que Bovril se estaba riendo.

El sastre se inclinó gentilmente y extendió un trozo de cordel entre sus manos. Alek se quitó la chaqueta y se dio la vuelta, extendiendo sus brazos.

Deryn se apoyó mientras observaba, luciendo la primera sonrisa que Alek había visto en su rostro en días.

Después de que le hubiesen tomado las medidas, los sastres les comunicaron a Alek y Deryn que volviesen dentro de dos horas. Deryn consiguió localizar exactamente el tenderete de comida que habían visto antes y pronto ya estaban sentados en un gran banco frente a los cocineros, hombro con hombro con los demás clientes. Los guardias apostaron posiciones justo tras el tenderete, observando desde la distancia.

Una docena de ollas de fideos hervían en las calderas, que Deryn le explicó que consumían aceite hecho de cacahuetes fabricados. El combustible desprendía un aroma dulzón que se mezclaba con el olor salado de las lonchas de salmón ribeteadas con naranja, una salsa oscura de vinagre en pequeños cuencos y minúsculo pescado seco enroscado en medias lunas plateadas.

Mientras Deryn hacía pantomima para pedir la comida a los cocineros, Alek se dio cuenta de lo hambriento que estaba. Observó que los demás clientes comían con palillos y pensó en lo que le habría gustado traerse un tenedor y un cuchillo de la cantina del Leviathan.

—¿Te has enterado? —preguntó Deryn—. La reunión se ha trasladado al hotel Imperial.

—¿Y por qué a un hotel?

—¡Porque tiene un condenado teatro! Por lo que parece, el embajador quiere demostrar a todo el mundo que el gran Nikola Tesla ha cambiado de bando —Deryn inspeccionó sus palillos—. Tal vez eso haga que a los clánkers les empiecen a temblar las piernas.

—Esperemos —dijo Alek.

Les pusieron dos cuencos ante ellos, llenos de fideos enmarañados medio cubiertos con un espeso caldo. Encima de los fideos había una cucharada de masa blanca y un montón de minúsculas esferas naranjas tan transparentes como rubíes. Delante de Bovril depositaron un plato de salmón fresco.

Cuando la bestia empezó a comer, Alek miró su plato.

—¿Qué nos has pedido?

—No tengo ni idea —dijo Deryn, alzando una cuchara de madera—. Parecía bueno, de modo que lo señalé.

Alek alzó sus palillos e intentó coger con ellos una de las perladas esferas naranja. La primera explotó, pero consiguió meterse la segunda en la boca. Eclosionó como una pelotita entre sus dientes, con un sabor a pescado y a sal.

—Parece caviar superdesarrollado.

—¿Que es qué? —preguntó Deryn.

—Huevos de pescado.

La muchacha frunció el ceño, pero aquella revelación no hizo que dejara de comer rápidamente.

Alek probó la sustancia blanca, que resultó ser rábanos en escabeche preparados en puré. También había lonchas de una fruta perlada, tan ácida como la corteza de limón. Alek enroscó sus palillos en el cuenco, mezclando los fuertes sabores de los rábanos, cítricos y huevos de pescado con los gruesos fideos de alforfón.

Mientras comía, Alek finalmente miró atentamente la ciudad que pasaba con lentitud ante él. Los tejados de Tokio se curvaban y se alzaban como las olas del océano, con sus tejados cubiertos de tejas de terracota ondulando sus superficies. Árboles en miniatura plantados en macetas adornaban profusamente los escaparates, creciendo en formas retorcidas que imitaban los trazos de caligrafía que decoraban todas las tiendas. En lo alto había doseles de enredaderas que dejaban caer flores rosas al suelo y las linternas de papel colgantes parecían estar por todas partes, balanceándose en la brisa.

—Considerándolo, desde luego es bastante bonita —dijo Alek.

—¿Considerando qué?

—Que esta misma cultura fabricó aquellos horribles kappa.

—Si puedo dar mi opinión, son menos horribles que un proyectil de fósforo.

Alek se encogió de hombros, ya que no estaba de humor para volver a iniciar de nuevo la discusión que había mantenido con Tesla.

—Tienes razón, matar es terrible, sea de la forma que sea.

—Es por esta razón que tenemos que detener esta guerra.

—No te corresponde a ti arreglar el mundo, Alek. ¡Tal vez el asesinato de tus padres la desencadenó, pero el mundo ya estaba lo suficientemente predispuesto con máquinas y bestias de guerra! —ella se quedó mirando fijamente su cuenco, removiendo los fideos con sus palillos—. Se habría desencadenado una guerra de todos modos.

—Nada de eso cambia el hecho de que mi familia empezó este conflicto.

Deryn se le quedó mirando.

—No puedes culpar a una cerilla de incendiar una casa hecha de paja, Alek.

—Una frase muy bonita —lo único que quedaba de la comida de Alek era el caldo. Los otros clientes al parecer no tenían ningún reparo en beberlo directamente de sus cuencos, de modo que él también lo alzó con ambas manos—. Pero eso no cambia lo que debo hacer.

Deryn miró cómo bebía el caldo y luego sencillamente dijo:

—¿Y qué pasará si no puedes detenerla?

—Ya viste lo que hicimos en Estambul. ¡Nuestra revolución evitó que entraran en guerra!

—Era su revolución, Alek, tan solo ayudamos un poco.

—Por supuesto, pero el señor Tesla puede hacer mucho más. El destino me llevó hasta Siberia para conocerlo, de modo que, claramente, ¡su plan tiene que funcionar!

Deryn suspiró.

—¿Y qué sucede si al destino le da igual?

—¿Y por qué te cuesta tanto admitir que la providencia ha guiado mi camino en cada recodo? —Alek contó los argumentos con sus dedos—. ¡Mi padre preparó un refugio para mí en los Alpes, en el mismísimo valle donde se estrelló el Leviathan! Más tarde, después de que yo escapase, regresé de nuevo a vuestra nave, justo cuando se dirigía hacia el sitio de Tsingtao. Y eso me llevó a las llanuras de Siberia a tiempo para conocer a Tesla. ¡Todas estas conexiones tienen que significar algo a la fuerza!

Deryn abrió la boca para discutir, luego dudó y media sonrisa cruzó por su rostro.

—De modo que también debes pensar que estamos destinados a estar juntos.

Alek parpadeó.

—¿Qué?

—Ya te conté cómo fui a parar al Leviathan. Si una fenomenal tormenta no me hubiese arrastrado por media Gran Bretaña, yo habría estado sirviendo en el Minotauro con Jaspert. Y, por lo tanto, nunca te habría conocido.

—Bueno, creo que no.

—Y cuando nos estrellamos y viniste a ayudarnos con aquellos ridículos zapatos para andar por la nieve, te dirigiste directamente hacia donde yo estaba tendida en la nieve —su sonrisa se hizo más ancha—. En primer lugar, me salvaste.

—Solo de que se te congelase el trasero.

Alek miró el cuenco vacío ante él, había un huevo de pescado pegado a un lado. Lo recogió con los palillos y se lo quedó mirando.

—Y cuando escapaste de la nave en Estambul, pensabas que te habías librado de mí —Deryn soltó un bufido—. Poco probable.

—Tienes la costumbre de aparecer.

—Tiene que ser muy duro para ti. ¡Me refiero a que tu destino esté tan ligado al de un condenado plebeyo! —se metió en la boca su último bocado de fideos, riendo para sí.

Alek frunció el ceño. Los dos días que había estado cavilando, de ninguna forma se le había pasado por la mente que sin Deryn Sharp la Revolución otomana habría fracasado y, seguramente, Alek nunca habría regresado a bordo del Leviathan. Y siguiendo esta lógica tampoco habría conocido a Tesla y tampoco estaría tan cerca de acabar con la guerra.

Deryn había estado allí en cada paso del camino.

—¿Estamos conectados, verdad?

—Sí —dijo ella, aún masticando—. Y para que pudiéramos conocernos bien tuve que hacerme pasar por chico. ¡Imagínate!

—Condenado destino —dijo Bovril y eructó.

Alek alzó las manos en señal de rendición. Había peores cosas que estar conectado con Deryn Sharp. En realidad, el simple hecho de que ella estuviese sonriendo le enviaba una oleada de alivio, de nuevo era su aliada, su amiga. La providencia parecía estarle diciendo que ella siempre lo sería.

De pronto el puño que había estado atenazando su corazón aflojó su presión.

—Ha sido horrible estar peleado contigo.

Deryn se echó a reír.

—Yo también te he echado de menos, príncipe bobo —iba a decir algo más, pero entonces echó una mirada por encima del hombro a los dos guardias y suspiró—: Deberíamos ir a recoger nuestras ropas. Tesla bajará en unas pocas horas.

Alek asintió con la cabeza.

—Va a ser una especie de espectáculo.