QUINCE

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—Rápido, muchachos, a los halcones bombarderos —gritó el señor Rigby.

El contramaestre levantó un rollo de cuerda, lo lanzó a los brazos de Deryn y después se dirigió hacia popa, al extremo del barco. Los dos cadetes le siguieron, arrastrando las pesadas cuerdas lo más rápido que podían.

Los tres llegaron a la cola de la aeronave donde la espina descendía en picado bajo ellos y se lanzaron a toda prisa por la pendiente, con el señor Rigby gritando a los otros tripulantes que se apartasen de un salto.

Se detuvo directamente encima de la colonia derrapando y arrancó la cuerda de los brazos de los cadetes. Al arrodillarse para atar un extremo, el contramaestre se llevó la mano al costado con una mueca de dolor. Le habían disparado una bala allí hacía dos meses, justo antes de que el Leviathan aterrizase de emergencia en los Alpes.

—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó Deryn.

—Sí, pero no podré seguir bajando con ustedes —el señor Rigby les lanzó un puñado de mosquetones a ella y Newkirk—. La mitad de los halcones están equipados con redes antiaeroplano, que son completamente inútiles contra los zepelines. Bajen ahí y ayuden a los hombres de la colonia a cambiarlos por garras. ¡Y deprisa!

—Sí, señor —obedeció Deryn—. ¡Yo primero!

Ató a toda prisa su arnés de seguridad a la cuerda con tres mosquetones, se dio la vuelta y corrió directamente hacia el borde. En aquel lugar, la gran ballena era más estrecha, por lo que a mitad de camino hacia la cola y al cabo de pocos segundos ya estaba volando por los aires.

La cuerda silbaba entre los mosquetones como una víbora furiosa y Deryn se dejó caer rápidamente. Los primeros instantes del descenso fueron fantásticos, sus preocupaciones sobre Tesla, su balón de hierro y el maldito príncipe Aleksandar de Hohenberg, todo quedó atrás. Pero pronto Deryn se retorció en el aire, apretó la sujeción de los mosquetones y, finalmente, después de un momento de deslizarse lentamente, se detuvo. El impulso hizo que se balancease hacia dentro, por debajo del vientre del animal, momento que aprovechó para alargar el brazo y sujetarse a los flechastes con una mano enguantada.

Mientras descendía hacia la halconera, los cilios se movían furiosamente bajo sus manos. El Leviathan estaba nervioso al ver que los zepelines se acercaban. Deryn se preguntó cómo la gran ballena vería a las aeronaves clánkers. ¿Le parecerían unas aerobestias como ella? ¿O como algo inexplicable, con una forma que le era familiar pero extrañamente carente de vida?

—No te preocupes, bestezuela —le dijo ella—. Nosotros nos ocuparemos de ellos.

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La halconera estaba nerviosa. Todas las aves graznaban como locas dentro de sus jaulas. De alguna manera siempre sabían cuándo había batalla o cuándo se acercaba el mal tiempo. Mientras se impulsaba por la ventana de popa, Deryn dio órdenes de rearmar a los halcones.

—¡De acuerdo, el puente ya ha enviado órdenes! —repuso Higgins, el jefe de la halconera. El hombre ya estaba dentro de una de las jaulas, quitándole un arnés de redes antiaéreas a un gran pájaro que batía sus alas con fuerza—. Hemos lanzado a todos los halcones que teníamos con garras y estamos cargando de nuevo al resto.

—Entonces les echaré una mano —Deryn se deslizó por la cuerda de acceso, intentando dominar sus nervios.

Había manejado aves de presa antes, pero solo una a una. Y nunca había puesto un pie en una jaula llena de halcones bombarderos inquietos.

Deryn inspiró profundamente y abrió la puerta de una jaula y entró en una ventisca de alas. Era difícil mantener los ojos abiertos, y no poder apenas dar un paso atrás, pero consiguió coger a uno de los halcones y acariciar sus alas. Entonces trabajó rápido, desabrochó los minúsculos arneses que contenían una red doblada de seda de araña. Sus hebras llenas de ácido hacían pedazos las frágiles alas de un aeroplano en un instante, pero causaban poco efecto en una inmensa y majestuosa aeronave.

Una vez hubo quitado el arnés, se dirigió a la siguiente ave, dejándoles a los halconeros la tarea de unirles las garras. Todos los halconeros que había conocido lucían feas cicatrices provocadas por la manipulación del acero afilado como cuchillas y ella no estaba dispuesta a aprender el oficio en medio de una batalla. Cuando Deryn se dirigía a su tercer halcón, vio que también Newkirk estaba trabajando en la jaula que estaba junto a la suya.

Unos largos minutos después, la primera tanda de halcones ya estaba preparada y el señor Higgins abrió una rampa para descargarlos al aire. Los halconeros gritaron un breve vítor antes de empezar a trabajar de nuevo. Deryn notó que la nave subía y pensó en si el capitán habría tomado la decisión de dar media vuelta y huir, o quedarse para cubrir a los kappas de los zepelines clánker.

De pronto, un estallido sacudió el suelo bajo sus pies y el frenesí de los pájaros se redobló. Deryn quedó cegada ante tal batir de alas, pero consiguió salir a tientas de la jaula. Escaló hacia las ventanas de la colonia y miró hacia abajo, hacia popa.

Uno de los zepelines estaba a pocas millas detrás de ellos y a unos miles de pies por debajo. Una horda de halcones bombarderos estaban arremolinados a su alrededor, destrozando su piel con sus garras. Pero mientras miraba, una veta de fuego rojo salió disparada de su barquilla directamente hacia ella. La distancia era demasiado enorme, no obstante, y el proyectil empezó a dibujar un arco alejándose antes de poder alcanzar al Leviathan. Estalló muy por debajo de la nave, lanzando zarcillos encendidos en todas direcciones.

—¡Otro que ha estallado cerca, pero han errado el tiro! —exclamó Deryn en dirección a los halconeros, pero cuando volvió a mirar por la ventana, abrió mucho los ojos.

¡Uno de los zarcillos chisporroteantes estaba subiendo desde el centro de la explosión, escalando directamente hacia la colonia de los halcones!

En el último momento, la brillante ascua se desvió y alejó, arrastrada hacia la góndola del motor por el remolino de su propulsor. El fuego golpeó el metal y una nube de chispas salió disparada de la cápsula. El motor emitió un chirrido antes de detenerse, soltando una nube de humo en la estela de la nave.

Ahora, la nave clánker estaba perdiendo altitud rápidamente, con la bolsa de gas hecha jirones revoloteando en la brisa. El otro zepelín estaba mucho más atrás, suspendido encima del Kaiserin Elizabeth, dejando caer una lluvia de dardos de metal sobre los frenéticos kappas.

El Leviathan estaba a salvo de los dos zepelines, pero el motor ventral aún estaba escupiendo humo y llamas. Deryn dio media vuelta y gritó a Newkirk:

—¡Nos han dado! Voy a popa. ¡Pero procura que estas aves vuelvan!

Sin esperar respuesta, abrió hacia arriba la ventana y miró hacia abajo. Una botavara estabilizadora conectaba la barquilla con la cápsula del motor, lo suficientemente ancha para caminar por ella aunque con dificultad. No obstante, estaba a unas buenas diez yardas por debajo de la halconera y a Deryn no le hacía gracia alguna saltar. Si no acertaba a aterrizar en la botavara, no habría nada que detuviese su caída hacia el mar abierto.

Por fortuna, el señor Rigby le había hecho dibujar el perfil de la nave un centenar de veces y recordaba que un cable de acero conectaba la halconera con la botavara. Estaba anclado justo encima de ella, casi lo suficientemente cerca para alcanzarlo…

Casi, pero no lo suficiente. Deryn soltó una maldición. Con el humo que aún salía de la cápsula del motor ventral, no había tiempo para la prudencia. Salió arrastrándose por la ventana y vio una serie de dispositivos de retención que se dirigían hacia su objetivo: ¡algún pobre tipo ya había hecho aquel recorrido antes!

Deryn se sujetó al agarre más cercano y se balanceó en el aire. Se impulsó avanzando a pulso por el cable y alzó las piernas para envolverlas a su alrededor. A continuación, pudo deslizarse hacia abajo con más rapidez, aunque el cable de acero parecía arder como una tetera bajo sus guantes. Media milla más abajo, el zepelín que caía en picado disparó de nuevo, pero el cohete estalló inútilmente bajo, enviando una docena de centellas chisporroteantes al mar.

Sus botas aterrizaron con un sonido metálico en la botavara.

Frente a Deryn, las escotillas y las ventanas de la cápsula del motor estaban completamente abiertas y el humo negro salía intensamente derramándose en la estela del Leviathan. La muchacha entró a través de la escotilla que tenía más cerca, con los ojos escociéndole.

—Soy el cadete Sharp. ¡Informen de los daños!

Apareció un ingeniero entre el humo, con anteojos y un traje de vuelo raído por las ascuas.

—Está muy mal, señor; hemos pedido una hercúlea. ¡Agárrese a algo!

—¿Han pedido una…? —empezó Deryn, pero no terminó de decir sus palabras.

Un fuerte sonido empezó a escucharse sobre sus cabezas. Miró hacia arriba, hacia la barriga de la aerobestia, y vio que las líneas de lastre se hinchaban.

Ella nunca había visto una inundación hercúlea antes. Solo eran solicitadas cuando la nave estaba en serio peligro de incendiarse, porque en sí mismas ya eran rematadamente peligrosas.

—¡Ya viene! —gritó Deryn, entrando enseguida en la cápsula para buscar algo donde sujetarse.

El ingeniero se dio la vuelta y regresó al espeso humo para protegerse bajo un estante de aparatos y recambios, donde había otro hombre con insignias de ingeniería. Deryn se arrodilló detrás de la turbina principal, sujetándose cuando la primera oleada de agua explotó en la cápsula del motor. La inundación venía directamente de los intestinos, salobre y fétida a causa de la porquería de centenares de especies. El torrente creció y el motor ardiendo escupió espuma blanca que se mezcló con el humo y el agua salobre.

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«BATALLA EN EL AIRE»

La inundación levantó a Deryn en el aire un momento, intentando arrastrarla por la escotilla abierta y lanzarla al vacío. El agua llenó sus botas, revolviéndola para intentar entrar por la fuerza en su nariz y ojos. Pero la muchacha se sujetó rápidamente hasta que las últimas chispas del motor chisporrotearon y se apagaron y la inundación finalmente empezó a remitir. La apestosa agua se escurrió lentamente por la cápsula del motor y bajó por debajo del nivel de su cintura y luego de sus rodillas.

Uno de los ingenieros soltó un suspiro de alivio, soltándose, y dio un paso hacia la masa ennegrecida de controles.

—¡Sujétese enseguida! —advirtió Deryn—. ¡Hemos perdido nuestro lastre trasero!

El hombre se sujetó de nuevo al estante justo cuando la nave empezó a escorar. Al soltar miles de galones de lastre de su popa, el Leviathan perdió el equilibrio inclinando la aeronave hacia una pronunciada caída en picado.

El agua que quedaba en la cápsula se escurrió entre los pies de Deryn, y se derramó por la escotilla delantera. Escuchó el crujido de los flechastes por encima de su cabeza cuando la aerobestia tiró de ellos al doblar su nariz hacia arriba para evitar la caída en picado. Aun así, al otro lado de la escotilla más cercana vio el brillante mar acercándose a toda velocidad hacia ellos.

Entonces Deryn escuchó un gruñido parecido a un par de osos de guerra hambrientos: era el ruido que hacían los motores clánker cambiando a marcha atrás. Todo el barco tembló y su descenso se ralentizó poco a poco. El Leviathan planeó oblicuamente en el aire durante un momento hasta que las líneas de lastre empezaron a hincharse de nuevo con el agua que era bombeada hacia la cola. Gradualmente, el suelo de la cápsula del motor empezó a nivelarse.

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«UNA INUNDACIÓN HERCÚLEA»

Un lagarto sacó la cabeza por un tubo de mensajes y habló con la voz del capitán.

—Cápsula del motor central: la ayuda está en camino. Informen de su estado.

Los dos ingenieros miraron a Deryn, tal vez un poco nerviosos porque acababan de enviar a toda la nave en caída en picado hacia el mar.

Deryn carraspeó.

—Cadete Sharp, señor, acabo de llegar aquí desde la halconera. La cápsula se había incendiado y los ingenieros solicitaron una hercúlea. El fuego está apagado pero, por lo que parece, no podremos darle energía durante algún tiempo. Fin del mensaje.

El lagarto mensajero parpadeó y se fue corriendo. Deryn se dirigió a los hombres. Al parecer, aquel iba a ser su puesto de combate durante el resto de la batalla.

—No se sientan avergonzados —dijo ella—. Lo más probable es que hayan salvado la nave. ¡Pero si quieren ser héroes de verdad, hagan que este motor se ponga en marcha de nuevo!