VEINTITRÉS

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—Pero ¿qué demonios está usted haciendo aquí?

Malone consideró la pregunta.

—¿Que por qué estoy en California? ¿O por qué estoy disfrazado en lugar de tomar fotos con los demás reporteros?

—¡Sí, por supuesto, ambas cosas!

—Me encantará explicárselo todo —dijo Malone—. Pero en primer lugar tenemos que subir a bordo de su nave, si no estos tipos van a darme una buena paliza.

Deryn se dio la vuelta para seguir la mirada de Malone y vio a tres hombres fornidos vestidos con uniformes azul oscuro cruzando a grandes zancadas el campo de aterrizaje.

—¿Y quién diablos son ellos?

—Son de la agencia de detectives Pinkerton, guardias de seguridad contratados por el señor Hearst. Verá, mi periódico es de un tipo llamado Pulitzer y él y Hearst no es que sean precisamente amigos. De modo que no podemos perder el tiempo. El hombre hizo ademán de arrastrarla hacia la barquilla del Leviathan.

—¡Seguramente no le agredirán a plena luz del día!

—Sea lo que sea lo que pretendan hacerme no va a ser agradable.

Deryn miró de nuevo a los hombres. Llevaban porras en las manos. Tal vez era mejor prevenir que curar.

La barquilla del Leviathan aún estaba demasiado elevada para saltar a ella y Deryn y Malone nunca conseguirían alcanzarla a través de los Pinkerton subiendo por la pasarela que estaba al otro lado. Pero, por debajo del globo del navegador, donde la barquilla formaba un bulto hacia el suelo por debajo del puente de mando, había dos anillas de anclaje de acero, aunque justo fuera de su alcance.

—Prepárese para agarrar una de estas sujeciones —ordenó a Malone y luego se dirigió a los hombres de tierra a quienes acababa de ayudar a desenredar los cabos y les gritó: Tiren con fuerza: a la de una… a la de dos…, ¡y a la de tres!

Los hombres tiraron hacia atrás a la vez y la nariz de la nave bajó justo lo suficiente. Eddie Malone y Deryn saltaron y se sujetaron a las anillas de amarre y a continuación tomaron impulso para encaramarse cuando la aeronave se balanceó hacia arriba para recuperar el nivel.

—Por aquí —dijo ella, trepando hacia las ventanas de la bodega de carga delantera.

Malone la siguió, con los zapatos casi resbalándole por la barandilla de metal que rodeaba la barquilla.

Los Pinkerton habían llegado ya debajo de donde estaban y alzaron la vista observando a Deryn y Malone con una expresión enojada en sus rostros.

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«PERSECUCIÓN DE LOS PINKERTON»

—¡Bajad ahora mismo! —gritó uno, pero Deryn no le hizo el menor caso.

La muchacha dio unos golpes a la escotilla de la bodega de carga.

La nave se movió un poco bajo ella: la tripulación de tierra estaba acercándola al suelo lentamente. Si no conseguían entrar, ella y Malone quedarían al alcance de las porras de los Pinkerton.

La cara de un aviador apareció en la escotilla, con una expresión un tanto perpleja.

—¡Abra! ¡Es una orden! —gritó Deryn, y la portezuela se abrió de golpe.

Mientras ayudaba a entrar a Eddie Malone, se preguntó por qué rábanos le estaba ayudando. Tal vez les había hecho un favor, allí en Estambul, no propagando los secretos de la revolución, pero lo había hecho solo a cambio de un precio.

En cualquier caso, ahora el periodista ya estaba a bordo.

—Sería decisión del capitán si lo devolvía a tierra de nuevo o no.

Deryn se encaramó tras él, sin esperar a comprobar si los Pinkerton descargarían su frustración en ella. Bajó de los barriles de miel de la nave que estaban amontonados junto a la ventana y después devolvió el saludo al confuso aviador que los había dejado entrar.

—Siga con su trabajo, muchacho.

Malone miraba la oscura bodega de carga, con su lápiz ya garabateando en su libreta de notas.

—¿De modo que este es el aspecto que tiene bajo cubierta?

—Lo siento pero no tenemos tiempo para hacer un paseo turístico, señor Malone. Y ahora dígame, ¿por qué le persiguen esos hombres?

—Como le he explicado, trabajo para el New York World y Hearst es propietario del New York Journal. Podría decirse que son archirrivales.

—¿Y aquí en América los periodistas rivales se atacan unos a otros a la vista de todo el mundo?

El hombre soltó una sonora carcajada.

—No siempre. Pero Hearst no es que me enviase exactamente una invitación impresa. He tenido que disfrazarme solo para poder hacer unas cuantas fotos. Hablando de lo cual…

Sacó una cámara de uno de sus sacos de arena y además metió la mano en otro para poner en marcha su rana grabadora. Cuando se puso la bestezuela en el hombro, esta hizo un ruido parecido a un eructo, parpadeando en dirección a Deryn.

—Pensaba que estaba en la oficina principal de Estambul —dijo ella—. Se lo vuelvo a preguntar de nuevo, ¿qué está usted haciendo aquí? ¡Estambul está a siete mil millas de distancia!

El reportero hizo un gesto con la mano.

—El príncipe Alek ha sido la mejor información que he tenido jamás. No voy a dejar que se interpongan en mi camino un par de océanos. Cuando averigüé que el Leviathan se dirigía hacia el este, puse rumbo de nuevo a Nueva York. Ya hace tres semanas que estoy aquí, esperando a ver si ustedes se dejaban ver de nuevo.

—Pero ¿cómo ha llegado hasta aquí?

—Después de que aquel espectáculo del señor Tesla apareciese en los periódicos, cogí un tren hacia Los Ángeles, puesto que ahí es donde se encuentra el mayor campo de aterrizaje de la Costa Oeste. Pero ayer noche me dieron el soplo de que aterrizarían aquí.

Deryn negó con la cabeza. No hacía ni un día que el señor Tesla había convencido a los oficiales para que reabastecieran en el aeródromo de Hearst.

—¿Un soplo? ¿De quién?

—Del mismísimo gran inventor. Las ondas de radio no son como las palomas mensajeras, señor Sharp. Cualquiera que posea una antena puede captar los mensajes —el reportero se encogió de hombros—. No debería sorprenderse de que Tesla envíe mensajes sin codificar. ¿Por qué dejar que solo un periódico se lleve toda la diversión?

Deryn soltó un juramento, preguntándose quién más estaría siguiendo todos los movimientos del Leviathan. Los espías clánker también tenían receptores de radio. Tampoco estaba segura de por qué ella misma se había mostrado tan dispuesta a rescatar a Malone. Los entrometidos como él al final no hacían más que causar problemas.

—Bueno, sea como fuere, usted está aquí, señor Malone, y por lo tanto tendremos que preguntar a los oficiales si puede permanecer a bordo: sígame.

Deryn condujo al hombre a la escalera central, subieron y se dirigieron hacia delante, al puente. Los pasadizos de la nave estaban muy concurridos, la bodega de carga ya estaba abierta para cargar combustible y provisiones. Solo era una cuestión de tiempo antes de que los perseguidores de Malone le descubriesen a bordo.

No obstante, había tanta agitación en el puente de mando como en el resto de la nave y Deryn se encontró que la mandaban de un oficial a otro. El capitán estaba ocupado siendo fotografiado para los noticiarios y nadie más quería hacerse responsable de un reportero díscolo. De modo que cuando Deryn vio a la científica y a su loris tomando el té en el comedor de oficiales, tiró de Malone hacia el interior de la sala y cerró la puerta tras ellos.

—Buenas tardes, señora. Este es el señor Malone. Es periodista.

La científica hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo.

—¡Es muy amable por parte del señor Hearst acordarse de que hay alguien más aparte de un científico clánker a quien entrevistar a bordo de esta nave!

—¡Clánkers! —exclamó el loris con un tono altivo.

—Lo siento, señora —intervino Deryn—. Pero no es lo que usted cree. Verá, el señor Malone no trabaja para el señor Hearst.

—Yo colaboro con el New York World —dijo Malone.

—¿Un intruso, entonces? —la mirada de la doctora Barlow se paseó por el uniforme que llevaba puesto de los miembros del personal de Hearst— y también disfrazado, como veo. ¿Se da cuenta, señor Sharp, de que hay espías alemanes aquí en América?

—Tiene razón en ello, señora —dijo Malone con una sonrisa—. ¡Y montones de ellos!

—Señor Sharp, ¿cómo ha subido exactamente este hombre a bordo?

Deryn sintió que le flaqueaba la voz en su garganta.

—Humm, pues le dejé entrar por una escotilla, señora.

La doctora Barlow alzó una ceja al oír aquello y su loris dijo:

—¡Espías!

—¡Pero él no puede ser un agente alemán! —exclamó Deryn—. Le conocí en Estambul. ¡De hecho, usted también! En el elefante del embajador, ¿recuerda?

Malone dio un paso al frente.

—El muchacho tiene razón, aunque no tuvimos la oportunidad de hablar demasiado. Y por supuesto no llevaba esto.

Alzó la mano, cogió un extremo de su bigote y tiró de él con un solo gesto y lo lanzó sobre la mesa. La doctora alzó las cejas y su loris se arrastró para inspeccionar el falso bigote.

—Ah, es usted aquel Malone —dijo ella despacio—. El que ha estado escribiendo esos horribles artículos sobre el príncipe Aleksandar.

—El mismo que viste y calza. Y tal como le estaba explicando al joven Sharp, no intento detenerme. Si ustedes los darwinistas creen que pueden hacer un trato en exclusiva con la operación de Hearst, pues entonces están completamente equivocados.

—No existe ningún «trato» entre nosotros y Hearst —la doctora Barlow agitó la mano despectivamente—. Este desvío ha sido idea del señor Tesla.

—Humm, Tesla —dijo el loris, pegándose el bigote en la cara.

—He estado intentando hablar con el capitán, señora —explicó Deryn—. El señor Malone lo tiene un poco complicado. Los hombres de Hearst le están persiguiendo.

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—Bueno, es normal que le persigan —la doctora Barlow acarició a su loris, que ahora estaba haciendo poses con el bigote—. Estos terrenos son propiedad privada, lo que lo convierte en un intruso.

Deryn soltó un gemido, preguntándose por qué la científica se mostraba tan pesada. ¿Acaso los artículos sobre Alek también la habían decepcionado?

—¡Oh! ¿De modo que esas tenemos? —dijo Eddie Malone, y luego cogió una silla y se sentó al otro lado de la mesa justo delante de ella—. Pues deje que le cuente algo, doctora. Usted no va a querer verse mezclada con ese tipo, Hearst, puesto que algunos de sus amigos son unos indeseables muy poderosos.

—Yo pensaba, señor, que tener amigos indeseables era un atributo que definía a los periodistas.

—¡Ah! ¡Me ha pillado! —Malone dio una palmada a la mesa, haciendo saltar al loris por los aires—. Pero hay amigos indeseables y otros peligrosos. Un tipo llamado Philip Francis, por ejemplo.

—¿El señor Francis? Acabo de conocerlo. Está al mando del personal de tierra —intervino Deryn.

Malone negó con la cabeza.

—De lo que está al mando es de la compañía de noticiarios Hearst-Pathé. Al menos eso es lo que la mayoría de la gente cree —se inclinó más hacia la doctora y bajó la voz—. Pero lo que nadie sabe es que su apellido verdadero no es Francis. ¡Es Diefendorf!

Se produjo un momento de silencio y luego el loris de la científica habló.

—¡Clánkers!

—¿Es un agente alemán? —preguntó Deryn.

Malone se encogió de hombros.

—¡Nació en Alemania, eso es seguro, y también lo es que oculta este hecho!

—Muchos inmigrantes cambian sus nombres cuando llegan a América —afirmó la doctora Barlow, repiqueteando la mesa con los dedos. Por otra parte, no todos ellos se dedican a crear películas de propaganda para ganarse la vida.

—¡Exactamente! —exclamó Malone—. Debería saber cómo Hearst usa sus periódicos y películas para posicionarse contra los británicos y también contra el darwinismo. ¿Y ahora, de repente, se muestra amistoso con ustedes?

Deryn miró a la doctora Barlow.

—Deberíamos contarle al capitán todo esto.

—En primer lugar debería hacer las presentaciones oportunas —apartó con una mano las tazas de té—. Señor Sharp, tendría que limpiar todo esto y usted, señor Malone, debería venir conmigo. Si el capitán ha terminado con toda esta pantomima, tal vez pueda dedicarnos un momento. Es posible también que le explique la sabiduría de no poner todos nuestros huevos en un mismo cesto.

—Señora, creo que usted y yo vamos a entendernos —dijo el reportero, poniéndose en pie. Malone dio una palmada en la espalda a Deryn—. Por cierto, Sharp, muchas gracias por su ayuda ahí atrás. Se lo agradezco de veras.

—Me alegro de haberle sido útil —repuso Deryn.

La muchacha empezó a amontonar los platos, contenta después de todo de haber encontrado a la científica. Excepto ella, todo el mundo parecía subyugado por el famoso Tesla y aquel tipo, Hearst, con sus cámaras y periódicos lo único que hacía era empeorar las cosas.

Pero entonces sucedió algo bastante perturbador.

Mientras Malone ayudaba a retirar la silla de la doctora Barlow, el loris se quitó de un tirón el bigote y lo dejó caer en una taza de té, mirando fijamente a Deryn con su altiva mirada. Sin pensar, la muchacha le sacó la lengua a la bestia.

—Deryn Sharp —dijo esta cuando se subió al hombro de la científica mientras salían por la puerta, por cierto muy satisfecha de sí misma.