CATORCE

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¿Las bestias marinas japonesas son tan grandes como las nuestras? —preguntó Newkirk.

—Sí, y también tienen algunos krakens —dijo Deryn con la boca llena de jamón—. Pero sus bestias pequeñas son más letales. Fueron los monstruos kappa los que capturaron a la flota rusa hace diez años.

—Sí, recuerdo esa lección —Newkirk estaba revolviendo las patatas por su plato, sintiéndose un poco inquieto allí en territorio enemigo—. Es gracioso ver que ahora los japoneses y los rusos están en el mismo bando.

—Cualquier cosa para vencer a esos caraculos clánkers —Deryn alargó la mano para atrapar una de las patatas de Newkirk pero el chico no se quejó.

Deryn no veía ninguna ventaja en no comer. Se había zampado cuatro enormes raciones desde que el Leviathan se había aprovisionado en Vladivostok y, aun así, se sentía vacía después de pasar aquellos dos horribles días sin comer lo suficiente.

Por supuesto, había otro vacío en su interior, uno que ninguna comida podría llenar. Ella y Alek no se habían dirigido la palabra desde que él se había enterado de su secreto. Cada vez que se encontraban por casualidad, él solo desviaba la mirada, con su rostro tan lívido como un gusano.

Era como si ella se hubiese transformado en algo horrible, una mancha en la cubierta del Leviathan que alguien, no un príncipe, por supuesto, tuviera que limpiar. Alek había tirado su amistad directamente por la borda, solo porque era una chica.

Y, por supuesto, se había llevado a Bovril consigo. Caraculo.

—Por cierto, ¿dónde está Alek? —preguntó Newkirk, como si leyese sus pensamientos.

—Supongo que metido en asuntos clánker —Deryn intentó controlar la rabia de su voz—. Esta mañana lo vi con el señor Tesla, en una reunión con los oficiales, todo muy secreto.

—¡Pero no lo hemos visto desde hace días! ¿Os habéis peleado?

—Que te den.

—Lo sabía —dijo Newkirk—. Se está escabullendo de nosotros y tú estás con un humor de perros. ¿Qué demonios os ha pasado?

—Nada. Es solo que ahora que todo el mundo sabe que es un príncipe es demasiado importante para relacionarse con nosotros, los cadetes.

—Eso no es lo que opina la doctora Barlow —Newkirk bajó la vista mirando su comida—. Me preguntó si os habíais peleado.

Deryn soltó un gruñido. Si la científica le había ordenado a Newkirk que le espiase, es que debía de sentir una tremenda curiosidad. Y para una entrometida como la doctora Barlow no existía mucha distancia entre la curiosidad y la sospecha.

—No es asunto suyo.

—Ya, y mío tampoco. Pero tienes que admitir que es un poco extraño. Después de que los dos regresasteis de Estambul parecíais tan unidos como… —Newkirk frunció el ceño buscando la comparación adecuada.

—Como un príncipe y un plebeyo —dijo Deryn—. Y ahora que tiene al señor Tesla para tramar planes, ya no le resulto útil.

—Eso es demasiado clánker para ti —dijo Newkirk—. Creo.

Deryn se puso de pie y fue a la ventana, esperando que la conversación finalizara. El mar del Japón se extendía bajo la nave, brillando bajo el sol del atardecer, y más lejos se veía la línea costera de China. Unas aves de avanzadilla salpicaban el azul horizonte buscando alguna tripulación enemiga.

El Leviathan se dirigía hacia Tsingtao, una ciudad porteña de la China continental. Los alemanes tenían una base naval allí, y sus buques de guerra podían hacer incursiones navales por todo el Pacífico. Los japoneses ya estaban sitiando la ciudad pero, al parecer, necesitaban que les echasen una mano.

Newkirk se unió a Deryn junto a la ventana.

—Es raro que el señor Tesla no bajase en Vladivostok. Cuando le estaba lavando sus camisas las quería dobladas para hacer el equipaje.

Deryn frunció el ceño, intrigada por saber qué provocó que aquel hombre cambiase de planes. Había espiado lo suficiente para saber que Alek pasaba mucho tiempo con su nuevo amigo. Según los cocineros, los dos habían comido en la mesa del capitán la pasada noche.

¿Qué demonios estaban tramando todos ellos?

—¡Ah, señor Sharp y señor Newkirk! Aquí están.

Cuando los dos cadetes apartaron la mirada de la ventana, vieron a Tazza que entraba por la puerta dando saltos. La doctora Barlow iba tras él, con su loris sentado remilgadamente en su hombro. Las franjas oscuras bajo sus ojos de alguna forma conferían a la bestezuela una expresión delicada.

Deryn se arrodilló para acariciar la cabeza de Tazza, contenta por una vez de ver a la científica puesto que podría contarle algo sobre los planes de Tesla y Alek. A veces las personas metomentodo podían ser útiles.

—Buenas tardes, señora. Espero que esté bien.

—Pues en realidad en estos momentos estoy enojada —la doctora Barlow se dirigió a Newkirk—. ¿Sería usted tan amable de llevar a Tazza a dar su paseo matinal?

—Pero señora, Dylan ya… —empezó el chico pero una sola mirada de la doctora Barlow le silenció.

Un momento después, Newkirk se había ido, cerrando la puerta tras él sin que se lo pidieran. La científica se sentó a la mesa de la cantina e hizo un gesto con la mano ante los restos del almuerzo de los cadetes. Deryn empezó a limpiarlo, mientras su cerebro daba mil vueltas.

¿Es que la doctora Barlow estaba allí para preguntarle por su pelea con Alek?

—Si es tan amable, señor Sharp, por favor descríbame el objeto que descubrió en la habitación del señor Tesla.

Deryn se alejó con un montón de platos vacíos, ocultando su alivio.

—Oh, eso. Como ya le dije, señora, era redondo. Un poco más grande que una pelota de fútbol pero mucho más pesado, probablemente de hierro macizo.

—Seguramente con un gran componente de hierro, señor Sharp, tal vez con algo de níquel. ¿Qué forma tenía?

—¿Su forma? No pude verlo tan bien como para describirlo —Deryn se llevó un par de tazas de té de aluminio—. ¡Estaba debajo de una cama a oscuras, intentando que no me descubrieran!

—Intentando que no me descubrieran —repitió el loris de la doctora—. Señor Sharp.

La doctora Barlow hizo un gesto con una mano.

—Algo que logró de forma admirable. Pero así, a grandes rasgos, ¿qué forma tenía aquella pelota de fútbol de hierro? ¿Era una esfera perfecta? ¿O un bulto deforme?

Deryn suspiró, intentando recordar aquellos largos minutos de espera mientras Tesla tardaba en dormirse.

—No era perfecto en absoluto, su superficie era nudosa.

—¿Esos nudos eran suaves o dentados al tacto?

La mayoría de ellos suaves, eso creo, como el trocito que quité. Deryn extendió una mano.

—Si aún lo tiene, señora, le enseñaré lo que quiero decir.

—La muestra ya está de camino a Londres, señor Sharp.

—¿La ha enviado al Almirantazgo?

—No, a alguien con inteligencia.

—¡Oh! —exclamó Deryn, un poco asombrada de que incluso la doctora Barlow necesitase ayuda para solucionar aquel misterio.

El loris bajó del hombro arrastrándose para olisquear la jarra vacía de leche. Los ojos de la científica siguieron a la bestia, mientras sus dedos tamborileaban sobre la mesa.

—Soy fabricante de especies, señor Sharp, no metalúrgico. Pero lo que le pregunto es bastante simple —se inclinó hacia delante—. ¿Usted qué diría, que lo que encontró el señor Tesla era natural o hecho por el hombre?

—¿Se refiere a si era de hierro fundido? —Deryn recordó aquel objeto en sus manos en la oscuridad—. Bueno, era lo bastante parecido a una esfera. Pero estaba extrañamente destrozado. Como una bala de cañón, me parece, después de que haya sido disparada por el arma.

—Ya veo. Y una bala de cañón está hecha por el hombre.

La doctora Barlow se quedó en silencio y el loris recogió la taza de té con sus minúsculas garras y la estudió.

—Hecho por el hombre —repitió en voz baja—. Señor Sharp.

Deryn no hizo caso a la bestia.

—Le ruego que me disculpe, señora, pero esto no tiene sentido. ¡Para causar todo aquel destrozo, una bala de cañón tendría que haber sido tan grande como una maldita catedral!

—Señor Sharp, está usted olvidando una fórmula básica de física. Cuando se calcula la energía, la masa es solo una variable. ¿Y la otra?

—La velocidad —dijo Deryn, recordando las lecciones de artillería del contramaestre—. Pero, para destrozar todo un bosque, ¿qué velocidad debería alcanzar una bala de cañón?

—Una velocidad astronómica. Mis colegas lo averiguarán exactamente —la científica se recostó en su silla y suspiró—. Pero Londres está a una semana de distancia, incluso para nuestros aguileños mensajeros más rápidos. Y mientras, el señor Tesla va tejiendo sus patrañas y nos está llevando a cazar gamusinos.

—Pero ahora nos dirigimos a luchar contra los alemanes, ¿verdad?

La doctora Barlow agitó una mano ante su rostro, como si una mosca la estuviese molestando.

—Tal vez mostraremos brevemente nuestra bandera, pero el señor Tesla y el príncipe Aleksandar han convencido al capitán de que avance hasta Tokio. Desde allí contactaremos con el Almirantazgo mediante fibra subacuática.

—¿Y para qué demonios?

—Tesla intentará convencerlos para que nos dirijamos a Nueva York —la doctora dio una palmada al loris, que corrió de nuevo brazo arriba y se sentó en su hombro—. Donde Goliath espera para detener la guerra.

—¿Qué…? ¿Nos dirigimos a América?

—Así es y todo ello por un engaño.

La mente de Deryn daba vueltas ante la idea de cruzar el Pacífico, pero consiguió preguntar:

—¿Usted cree que el señor Tesla está mintiendo?

La doctora se levantó de su asiento y se irguió.

—O bien está mintiendo o es que sencillamente está loco. Pero hasta este momento no tengo pruebas, de modo que mantenga los ojos bien abiertos, señor Sharp.

La científica dio media vuelta y salió por la puerta con el loris en su hombro mirando hacia atrás con los ojos entornados.

—¡Señor Sharp! —dijo él.

Deryn regresó a la ventana, mortificándose con todo lo que le había dicho la científica. Si el señor Tesla estaba tramando algún engaño, entonces debía de haber engañado también a Alek para que este le ayudase. Y qué raro: justo Alek se sentía furioso y solo, además de traicionado por todo el mundo en quien confiaba, y Tesla había aparecido en el momento preciso para tomar ventaja.

Y todo aquello era por culpa de Deryn…

Pero no tenía sentido contarle que Tesla estaba mintiendo. Alek jamás la creería, especialmente cuando la doctora Barlow había admitido que no tenían ninguna prueba. Deryn se quedó allí un buen rato, con los puños apretados, intentando pensar qué hacer.

Casi sintió alivio cuando la sirena de alarma empezó a sonar, llamándola a combate.

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Los flechastes estaban abarrotados y las cuerdas chirriaban con el peso de hombres y bestias. Toda la tripulación parecía estar escalando a la parte superior, impaciente por luchar tras una semana de volar cruzando el páramo ruso. El sol brillaba y el viento soplaba por el mar de Japón, cortante y frío, aunque nada que ver con las heladas tormentas de Siberia.

Deryn se detuvo para mirar atentamente el horizonte. Una oscura silueta se extendía delante de ellos —dos altas chimeneas y torretas erizadas de armas—: lo más seguro es que fuese un buque de guerra. Para su alivio no había ninguna señal de una torre de cañón Tesla en sus cubiertas. El buque se encaminaba hacia la costa china, que se extendía por el horizonte, con la neblina de una ciudad clánker alzándose desde un nido formado por colinas de laderas empinadas.

Continuó escalando, siguiendo el sonido de la voz del contramaestre.

—¡A sus órdenes, señor! —gritó cuando llegó a la espina.

—¿Dónde está Newkirk? —preguntó el señor Rigby.

—La última vez que lo vi estaba cuidando de la mascota de la científica, señor.

El contramaestre lanzó un juramento y luego señaló hacia abajo, al agua.

—En algún lugar, ahí abajo, hay un submarino japonés, persiguiendo a ese buque de guerra. Lo más seguro es que esté tendiendo un banco de kappa, de modo que no podemos desplegar a nuestros fléchette en el aire. Ahora vaya a comunicárselo a los artilleros de proa y después vuelva a informar de nuevo.

Deryn saludó y dio media vuelta corriendo hacia la proa donde dos tripulantes estaban alzando un arma antiaérea. En cuanto llegó, saltó para ayudar, apretando los tornillos y tacos, e introduciendo un cinturón de dardos en el arma.

—Hay kappas en el agua de modo que el capitán no quiere púas —Deryn colocó bien la culata del arma—. ¡Procuren no asustar a los murciélagos cuando disparen!

Los hombres se miraron dubitativamente unos a otros. Entonces uno de ellos dijo:

—¿Murciélagos no, señor? Pero ¿y si los clánkers tienen aeroplanos?

—Entonces, muchachos, tendrán que dispararles directamente. Y además nos quedan los halcones bombarderos.

Devolvió el saludo a los hombres y regresó a popa, transmitiendo las órdenes al pasar. Cuando llegó de nuevo adonde estaba el señor Rigby, Newkirk ya estaba allí con un par de prismáticos y el señor Rigby miraba el horizonte a través de ellos.

—Un par de zepelines sobre Tsingtao. Nunca los había visto tan lejos de Alemania —dijo él.

Deryn hizo visera con las manos para protegerse los ojos del sol. Un par de sombras oscuras se cernían sobre el puerto de la ciudad, allí donde el buque de guerra se estaba deteniendo. No obstante, los cañones de Tsingtao no ofrecían ningún tipo de protección ante los kappa.

Mientras miraba, los zepelines parecían prolongarse destacando contra el horizonte.

—¿Están dando la vuelta, señor? ¿O vienen hacia nosotros? —preguntó.

—Creo que se alejan. Son minúsculos comparados con el Leviathan. Pero me parece que el buque de guerra no se sentirá demasiado feliz al ver que se van. Sin cobertura aérea, los kappa acabarán con ellos rápidamente.

Deryn se quedó mirando fijamente hacia el mar, con el corazón empezándole a latir a cien por hora. A excepción de los pobres marinos de una desgraciada flota rusa, ningún europeo había visto jamás a los kappa en acción. El Manual de Aeronáutica no contenía fotografías de las bestias, solo algunos dibujos basados en rumores e historias.

—Pronto darán la señal de ataque.

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Alzó los prismáticos y observó el buque de guerra clánker. El nombre Kaiserin Elizabeth estaba pintado en su lateral y llevaba como estandarte una bandera austriaca.

—No es un barco alemán —murmuró, preguntándose si Alek lo habría visto y si se habría planteado decidir en qué bando estaba. Por supuesto, ahora tenía un nuevo amigo clánker con quien compartir sus preocupaciones, de modo que no necesitaba el hombro de Deryn donde echarse a llorar.

—¿No es alemán? ¿A qué se refiere? —preguntó Newkirk.

—Es un barco austriaco —afirmó Rigby—. Los alemanes tienen sus propios navíos y han abandonado aquí a su suerte a sus aliados para enfrentarse al sitio. No es muy amable por su parte.

Deryn miró por los prismáticos con los ojos entornados. El mar alrededor del Kaiserin Elizabeth estaba empezando a mostrarse inquieto, como si fuese agua a punto de hervir. Los kappa nadaban justo por debajo de la superficie como delfines cabalgando en las olas.

Con un rugido distante, las armas ligeras de la cubierta del Kaiserin abrieron fuego: un torrente de balas cortó el agua convirtiéndola en una blanca espuma. Los marineros austriacos se quedaron en la barandilla, mirando por la borda hacia el mar y fijando las bayonetas en sus rifles.

De pronto, Deryn se sintió feliz de encontrarse en el aire y no allí abajo.

—¿Han visto ya al submarino japonés? —preguntó Newkirk.

—Por ahora no —repuso el señor Rigby—. Su periscopio debe de estar arriba pero es demasiado pequeño para verlo. Lo único que vemos es…

Su voz se extinguió cuando el fragmento de una ola se deslizó por el agua como una onda en una taza de té.

—Eso lo debe de haber hecho el submarino —dijo el señor Rigby asintiendo con la cabeza—. Tal como los científicos sospechaban usan una explosión submarina para enviar a los kappas al fragor de la batalla.

Mientras Deryn miraba, la primera bestia trepó fuera del agua y empezó a subir por el costado del barco. Escalaba con ambas manos y pies, cuatro conjuntos de dedos palmeados que se abrían completamente sobre el metal. Los kappas lograron subir por la lisa extensión tan fácilmente como si fuese una escalera y se echaron encima de los hombres que estaban en la barandilla del barco casi sin que los hubiesen visto.

Sus largos dedos se sujetaron al tobillo de un marinero y estallaron una docena de disparos, puesto que sus compañeros a lado y lado dispararon para alejar a aquel monstruo. La pobre bestia se retorció un momento bajo la descarga de plomo, pero sus garras permanecieron cerradas sobre su víctima. Finalmente el kappa cayó muerto al océano, arrastrando al desgraciado austriaco con él.

Deryn sujetaba los prismáticos aún más fuerte, sin hacer caso a Newkirk que se los estaba pidiendo. Los kappas ya estaban subiendo como un enjambre, con su húmeda piel verde brillando bajo la luz del sol. Unos pocos más grandes saltaron del agua arqueándose en el aire y cayeron sobre los marinos austriacos junto con nubes de espuma.

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«ASALTO MARÍTIMO DE KAPPAS»

De las resplandecientes armas de los defensores, se alzó un velo de humo, como una ligera barrera improvisada. Más marineros fueron arrastrados hacia el mar y algunos kappas se abrieron paso entre ellos y atravesaron la cubierta saltando. Pronto, las anchas ventanas del puente estallaron en pedazos y, cuando las bestias las atravesaron de un salto, Deryn vio el destello de los sables al sacarlos de las fundas.

Se le revolvió el estómago y finalmente entregó los prismáticos a Newkirk, preguntándose por qué había observado tanto tiempo. La batalla siempre era algo así, excitación y fascinación, convirtiéndose en horror cuando la realidad del baño de sangre se imponía.

Y aquello no era una batalla propiamente dicha, sino solamente el exterminio de un enemigo superado en número.

—¿Están regresando? —exclamó el señor Rigby, mientras señalaba a los zepelines a través del agua.

Newkirk alzó los prismáticos un poco.

—Sí, están regresando. Y por la forma en que se comporta el humo de sus motores, tienen el viento de cola.

—Por supuesto —dijo Deryn y soltó un juramento—. ¡Estaban esperando a los kappas!

Ahora que el agua era un hervidero de bestias japonesas, el Leviathan no podía desplegar sus murciélagos fléchette. Por lo tanto, no había nada que pudiera evitar que los zepelines, más pequeños y más rápidos, se acercasen y usasen sus proyectiles…

—Maldita sea —se quejó Deryn.

Aquello se estaba convirtiendo en una verdadera batalla, después de todo.