SEIS

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Newkirk los vio primero.

Estaba subido en un elevador Huxley, volando a mil pies de altura por encima del Leviathan en el frío cielo blanco. Llevaba su traje de vuelo relleno con viejos trapos para evitar que se congelase debido al frío y la altitud, y aquello hacía que sus brazos y piernas pareciesen hinchados como un espantapájaros mientras ondeaba banderas de señales…

Á-R-B-O-L-E-S—C-A-Í-D-O-S—A-H-Í—A-B-A-J-O.

Deryn bajó sus prismáticos y dijo:

—¿Lo ha entendido, señor Rigby?

—Sí —repuso el contramaestre—. Pero no tengo ni idea de lo que significa.

—Á-R-B-O-L-E-S —añadió Bovril, servicial, desde el hombro de Deryn.

La bestia sabía leer las banderas de señales tan rápido como cualquier miembro de la tripulación, pero no sabía convertir las letras en palabras. No aún, de momento.

—Tal vez haya visto un claro. ¿Quiere que vaya a proa para echar un vistazo, señor?

El señor Rigby asintió y luego hizo una señal al operador del cabrestante para que diese a Newkirk más altitud. Deryn se dirigió hacia la parte delantera, atravesando por la colonia de murciélagos fléchette repartidos por toda la cabeza de la gran aerobestia.

—A-B-A-J-O —dijo Bovril.

—Sí, bestezuela, así es como se deletrea «abajo».

Bovril repitió la palabra y después tembló de frío.

Deryn también tenía frío, además de haber pasado la noche sin dormir. Maldito Alek y su amor por los aparatos. ¡Dieciséis largas horas montando las piezas de aquella misteriosa máquina y aún no tenían ni idea de para qué servía! Una total pérdida de tiempo y, aun así, era la vez que había visto a Alek más feliz desde que los dos habían vuelto al Leviathan.

Resortes y partes eléctricas era por lo único que el muchacho se preocupaba, por mucho que proclamara que le gustaba la aeronave. Igual le sucedía a Deryn pero al contrario, puesto que había pasado todo un mes en Estambul sin sentirse ni un instante cómoda entre aquellos caminantes y tubos de vapor. Tal vez los clánkers y darwinistas estaban destinados a estar siempre en guerra, aunque solo fuera en sus corazones.

Cuando llegó a la proa de la nave, Deryn alzó sus prismáticos para estudiar el horizonte. Un momento después vio los árboles.

—¡Arañas chaladas! —las palabras se enroscaron como vapor en el aire congelado.

—Abajo —dijo Bovril.

Frente a la aeronave había un infinito bosque de árboles caídos. Incontables árboles estaban volcados hacia un lado, arrancados de cuajo como si un vendaval inmenso los hubiera derribado y arrasado sus ramas y hojas. Lo más extraño de todo era que todos los troncos pelados apuntaban en la misma dirección: al suroeste. En aquel momento, apuntaban directamente a Deryn.

La muchacha había oído hablar de huracanes lo suficientemente fuertes como para arrancar árboles del suelo, pero ningún huracán podía causar una avalancha como aquella en ese lugar, a cientos de miles de distancia de cualquier océano. ¿Había algún tipo de tormenta siberiana de la que ella nunca hubiese oído hablar, con carámbanos de hielo volando como guadañas por todo el bosque?

Sopló su silbato para llamar a un lagarto mensajero, mirando con intranquilidad los árboles caídos mientras esperaba. Cuando apareció el lagarto, Deryn dictó su parte, intentando que no se le notase el miedo en la voz. Fuera lo que fuese que hubiese derribado aquellos árboles perennes adultos, que eran tan duros como clavos clavados profundamente en la tundra congelada, podría destrozar a una aeronave en pedazos en pocos segundos.

Regresó de nuevo al cabrestante, donde el señor Rigby aún estaba leyendo las señales de Newkirk. El Huxley ya estaba casi a una milla por encima de la nave con su hinchada bolsa de hidrógeno formando una oscura mancha en el cielo.

El contramaestre bajó sus prismáticos.

—Dice que por lo menos esta destrucción alcanza unas treinta millas a la redonda.

—Maldita sea —profirió Deryn—. ¿Cree usted que es posible que un terremoto haya hecho esto, señor?

El señor Rigby lo pensó un momento y a continuación negó con la cabeza.

—El señor Newkirk dice que todos los árboles apuntan hacia fuera, hacia los bordes de la destrucción. Ningún terremoto podría haberlo hecho, así, tan limpiamente; ni una tormenta tampoco.

Deryn imaginó una gran fuerza extendiéndose en todas direcciones desde un punto central derribando árboles y destrozándolos de tal forma que quedasen como cerillas a su paso.

Una explosión…

—Pero no podemos quedarnos aquí plantados teorizando —dijo el señor Rigby alzando de nuevo sus prismáticos—. El capitán ha ordenado que nos preparemos para un rescate. Al parecer hay gente ahí abajo.

Un cuarto de hora después, las banderas de señales de Newkirk empezaron a agitarse otra vez.

—H…U… E… S… O… S —anunció Bovril, sin que sus agudos ojos necesitasen prismáticos para leer las distantes señales.

—¡Cielos! —exclamó el señor Rigby.

—Pero no puede significar «huesos», señor —dijo Deryn—. ¡Está demasiado alto para ver algo tan pequeño como eso!

La muchacha miró hacia delante, intentando pensar qué letras habría podido enviar mal el pobre y tembloroso Newkirk. ¿Pesos? ¿Gruesos? ¿Estaba pidiendo que le preparasen huevos?

Deryn deseó estar ella misma en el aire y no allí abajo preguntándose qué sucedía. Pero el capitán quería que ella estuviese ahí para poder efectuar un descenso suave y que preparase el terreno para un aterrizaje en una zona escarpada.

—Muchacho, ¿has notado esa vibración? —el señor Rigby se quitó un guante, arrodillándose para colocar su mano desnuda sobre la piel de la nave—. La aerobestia está descontenta.

—Sí, señor.

Otro escalofrío recorrió los cilios de la membrana, como una ráfaga de viento a través de la hierba. Deryn olió algo en el aire, era el hedor de la carne corrompida.

—Huesos —dijo Bovril, mirando directamente hacia delante.

Al alzar sus prismáticos, Deryn sintió que un sudor frío recorría su cuerpo debajo de su traje de vuelo. Allí estaban, en el horizonte: una docena de inmensas columnas se elevaban en el aire.

Era el costillar de una aerobestia muerta, de la mitad del tamaño del Leviathan, y su blancura resplandecía al sol. Las costillas parecían los esqueléticos dedos de dos manos gigantescas, agarrando los restos naufragados de una barquilla entre ellos.

No era extraño pues que la criatura gigante que volaba bajo sus pies estuviese nerviosa.

—Señor Rigby, señor, tenemos una aeronave naufragada aquí delante.

El contramaestre paseó su mirada por el horizonte y después soltó un silbido.

—¿Cree que quedó atrapada en la explosión, señor? ¿O lo que fuese? —preguntó.

—No, muchacho. Los huesos por dentro están huecos y la fuerza que partió todos estos árboles los habría destrozado. La pobre bestia debe de haber llegado después.

—Sí, señor. ¿Le parece que silbe para llamar a otro lagarto e informar al puente?

En respuesta, los motores redujeron su velocidad a un cuarto. Al cabo de dos días viajando a toda máquina, el inmenso bosque alrededor de ellos pareció resonar con aquella repentina calma.

El señor Rigby habló en voz baja.

—Ya lo saben, muchacho.

Cuando el Leviathan se acercó a la aerobestia muerta, Deryn vio más huesos entre los árboles caídos que había debajo. Había esqueletos de mamutinos, caballos y criaturas más pequeñas que estaban esparcidos como si fuesen bolos por el suelo del bosque.

Un coro de gruñidos llegó rodando por el aire helado. Deryn reconoció el sonido al instante, puesto que lo había escuchado durante la recogida de la carga, cuando al descargar el lastre el Leviathan soltó demasiados olores en el aire.

—Osos de guerra ahí delante, señor. Y furiosos.

—Furioso no es la palabra, señor Sharp. ¿No se ha dado cuenta de que no hemos visto renos desde que hemos llegado a este lugar? Con el bosque en este estado, no debe de haber demasiada caza por estos alrededores.

—Oh, sí claro, por supuesto.

Deryn observó más atentamente los huesos de las pequeñas bestias. Las habían roído hasta dejarlas limpias y cuando los distantes rugidos se oyeron de nuevo, la muchacha escuchó el hambre en ellos.

Los osos se dejaron ver pronto, por lo menos había una docena. Estaban en los huesos y tenían los ojos hundidos, su piel lucía sin brillo y los rostros estaban llenos de cicatrices como si hubiesen estado luchando entre ellos. Algunas de las bestias alzaron la vista hacia el Leviathan olisqueando el aire.

La alarma empezó a sonar, la sirena largo-corto de un inminente ataque a tierra.

—Todo esto me parece un poco extraño —observó el señor Rigby—. ¿Es que los oficiales creen que las bombas aéreas podrán abatir a estas bestias?

—No estamos dejando caer bombas, señor. Aquel cargamento ruso era principalmente carne seca.

—Ah, para distraerles. Está bien que el zar proporcione un poco de ayuda.

—Sí, señor —estuvo de acuerdo Deryn, aunque ella se preguntó durante cuánto tiempo dos toneladas de carne distraerían a una docena de osos hambrientos del tamaño de una casa.

—Ahí está, muchacho —dijo el señor Rigby satisfecho—: un cuartel.

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Deryn alzó sus prismáticos otra vez. Allí, en las profundidades del área devastada, un gran círculo de árboles seguía en pie. Estaban pelados como los demás, como si la deflagración hubiese ocurrido directamente desde arriba. En un claro, entre ellos, había un puñado de sencillos edificios de madera, rodeados por una alambrada de tela metálica. Unas tenues columnas de humo se alzaban de sus chimeneas y unas pequeñas formas salieron agitando los brazos a la aeronave que los sobrevolaba.

—Pero ¿cómo es posible que esta gente aún esté viva, señor?

—No tengo la menor idea, señor Sharp. Aquella cerca no detendría ni a un solo oso, y mucho menos a una docena —el contramaestre levantó a Bovril del hombro de Deryn—. Bajaré esta bestia a la científica. Vaya a preparar su Huxley para descender.

—Sí, señor —obedeció Deryn.

—Que estos hombres preparen una cuerda y un cabrestante de aterrizaje y que sea rápido. Si cuando regresemos no están preparados, tendremos que dejarlos a todos atrás.

Mientras se deslizaba hacia el suelo, Deryn observó más atentamente el bosque caído.

El liquen estaba creciendo sobre los tocones de los árboles derribados, lo cual significaba que la destrucción había sucedido hacía meses, tal vez años. Aquello era reconfortante, o al menos eso suponía.

Pero ahora no era el momento de entretenerse en cavilaciones. El Leviathan ya había dado la vuelta, preparándose para repartir la carne seca a unas cuantas millas de distancia. Esperaban que el hecho de ir a buscar la comida entre los árboles derribados mantendría a las bestias ocupadas durante algún tiempo.

Deryn hizo aterrizar al Huxley con suavidad justo en el interior del círculo que formaba el alambre de espino. Unos treinta hombres habían salido a recibirla, hambrientos y con aspecto sorprendido, como si no pudiesen creer que por fin había llegado el rescate. Sin embargo, una media docena de ellos sujetaron los tentáculos del Huxley con la eficiencia de un experimentado aviador.

Entre los que estaban observando, se encontraba un hombre alto y esbelto, de bigote oscuro y ojos de un azul penetrante. Los abrigos de pieles de los demás estaban raídos pero, en contraste, aquel hombre vestía un elegante abrigo de viaje y llevaba un peculiar bastón de paseo en la mano. Se quedó mirando cómo aseguraban al Huxley y luego se dirigió a Deryn con un acento que a ella le resultó poco familiar.

—¿Es usted británico? —preguntó aquel hombre.

Deryn se quitó con dificultad los arneses de piloto e hizo una leve reverencia.

—Sí, señor. Cadete Dylan Sharp, a su servicio.

—Vaya fastidio.

—¿Disculpe?

—Pedí específicamente que no quería que otras potencias que no fuera Rusia se implicasen en esta expedición.

Deryn parpadeó, perpleja.

—No sé a lo que se refiere, señor. Pero realmente parece que tiene un ligero problema.

—Se lo aseguro —el hombre señaló hacia lo alto con su bastón de paseo a la nave que tenían encima—. Pero ¿qué caramba está haciendo una aeronave británica en las profundidades de Siberia?

—¡Pues se supone que los estamos rescatando! —exclamó Deryn—. Y no tenemos tiempo alguno de discutir sobre el tema. La nave estará lanzando comida a estas bestias a unas cuantas millas de aquí, como un rastro de migas de pan para que se alejen de nosotros. Pero esto no los entretendrá durante mucho tiempo.

—No hay ninguna prisa, jovencito. Este complejo es bastante seguro.

Deryn se quedó mirando los rollos de tela metálica que cerraban la alambrada a unas yardas de distancia.

—Lo dudo, señor. Estos osos ya se han comido una aerobestia. ¡Si se enteran de que hay otra en el suelo, este alambre no los detendrá!

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—Detendrá a cualquier criatura viviente. Observe.

El hombre se dirigió hacia la verja y extendió su bastón ante él. Cuando tocó la tela metálica con la punta de metal, saltó un montón de chispas disparadas al aire.

—¿Qué demonios es esto? —exclamó Deryn.

—Es un invento mío, una burda improvisación con muchos defectos en su forma actual, pero necesario dadas las circunstancias.

Deryn miró hacia su Huxley horrorizada, pero los otros hombres ya lo habían alejado a una distancia prudencial de la valla. Al menos no todo el mundo estaba rematadamente loco allí abajo.

—Me parece que la llamaré «verja electrificada» —el hombre sonrió—. Los osos le tienen bastante respeto.

—¡Sí, claro, estoy seguro de ello! —dijo Deryn—. Pero mi aeronave es un respirador de hidrógeno. ¡Tendrá que apagar esta electricidad o nos hará estallar a todos en pedazos!

—Bien, obviamente. Pero los osos no sabrán que la verja ha sido desarmada. La obra del doctor Pavlov es bastante instructiva en este aspecto.

Deryn pasó por alto sus disparates.

—De todos modos este claro es demasiado pequeño para que mi aeronave pueda aterrizar. Tendremos que salir de estos árboles y descender en la zona de árboles caídos. Se dio la vuelta en círculo lentamente, contando los hombres que había a su alrededor. En total había veintiocho personas, que pesarían en conjunto tal vez mil libras más que la carga que la aeronave había acabado de lanzar.

—¿Ese es todo el personal? Puede que sea un poco difícil ascender rápidamente con este sobrepeso.

—Soy consciente de las dificultades. Llegué aquí con una aeronave.

—¿Se refiere a esa aerobestia muerta que hemos visto? ¿Qué caramba le pasó?

—Se la dimos a los osos, señor Sharp.

Deryn retrocedió un paso.

—¿Que usted qué?

—Cuando organizaron mi expedición, los consejeros del zar no tuvieron en cuenta la desolación de esta región. No teníamos los suficientes víveres y los osos de mi tren de carga empezaron a desarrollar instintos cazadores. Estaba a punto de derrumbarme y abandonar el proyecto —mientras hablaba hizo girar su bastón de paseo—. Aunque, si hubiera sabido que como resultado tendría que intervenir una nave británica, creo que hubiese elegido otro camino.

Deryn sacudió la cabeza sin poder creer lo que estaba escuchando. ¿Cómo podían haberle hecho una cosa como aquella a una pobre e inocente bestezuela? ¿Y cómo era posible que el zar se hubiese atrevido a enviar una aeronave británica a rescatar a aquel loco, después de haber dado de comer a los osos a su propia nave?

—¿Perdone que se lo pregunte, señor, pero quién demonios es usted?

El hombre se irguió y extendió la mano mientras hacía una distinguida reverencia.

—Soy Nikola Tesla. Encantado de conocerle, creo.