VEINTICINCO
VEINTICINCO
El Leviathan reabastecido despegó antes de mediodía del día siguiente, horas antes del límite de las veinticuatro horas. Alex miró a través de las ventanas de su camarote y, desde allí, pudo ver la extraña realidad que se escondía tras la finca de Hearst. No era que los edificios estuviesen inacabados, sino que eran planos y estaban huecos, diseñados para ser filmados desde ciertos ángulos, pero nunca destinados para vivir en ellos.
En otras palabras, eran falsos.
Alek se quedó en su camarote la mayor parte del día, evitando las cámaras de los noticiarios que rondaban por los pasillos de la nave. Una de sus tías abuelas creía que las fotografías arrancaban pedazos del alma, y tal vez tenía razón. A dieciséis fotogramas por segundo, una cámara de cine podía hacerte picadillo como una ametralladora. Tal vez solo era que el brandy que había bebido la noche anterior se le había subido a la cabeza, pero Alek se sentía tan vacío como los edificios falsos del señor Hearst.
La aeronave siguió por la costa de California hacia el sur, a tres cuartos de velocidad, bordeando las frías corrientes oceánicas que soplaban hacia tierra firme. Los Ángeles pasaron deslizándose bajo ellos a última hora de la tarde y unas horas después Alek notó que la aeronave giraba hacia el sureste. Según el mapa que tenía sobre su escritorio, debajo de ellos se extendía la gran ciudad de Tijuana.
Un repentino estruendo de cornetas y tambores se alzó por encima del ruido del motor y Bovril corrió hacia el alféizar de la ventana. Alek miró al exterior: bajo ellos se extendía un enorme estadio, abarrotado de espectadores animando. Una especie de toro de doble cabeza pateaba el suelo levantando polvo en el centro de la arena, frente a un torero casi demasiado pequeño para verlo entre aquella luz mortecina.
A Alek se le ocurrió pensar que aunque el viaje en la aeronave fuese rápido, uno se perdía gran parte de los paisajes desde aquella altura elevada a mil pies.
Cuando estuvo vestido para la cena, el desierto en tierra ya estaba envuelto en la oscuridad. Bovril aún estaba en el alféizar de la ventana, mirando hacia abajo. Sin duda, sus grandes ojos podían ver a través de la luz de las estrellas.
—Meteórico —dijo la bestia, y Alek frunció el ceño.
Era la primera palabra que Bovril había dicho en todo el día, y desde luego no era ninguna de las que Alek había pronunciado.
Pero Alek ya llegaba tarde a la cena, por lo que colocó a la criatura en su hombro y se dirigió hacia la puerta.
La científica se había apropiado del comedor de oficiales aquella noche, sin duda sería la primera de muchas aburridas cenas formales. Con tantos civiles a bordo, el viaje del Leviathan a Nueva York corría el riesgo de convertirse en un crucero de placer. Por lo menos, la cena de aquella noche era solo para cinco personas, y no para dos docenas como en la mansión de Hearst.
Deryn esperaba en la puerta del comedor, vestida con su uniforme de gala. Cuando Bovril alargó una mano hacia ella, la muchacha acarició su piel y a continuación abrió la puerta con una profunda reverencia. Se le escapó una leve sonrisa en su rostro, y Alek se sintió un tanto idiota vestido con su chaqué, como si ambos fuesen niños que juegan a disfrazarse.
Los demás invitados ya habían llegado: el conde Volger, el señor Tesla, y la reportera del periódico de Hearst en San Francisco. La doctora Barlow hizo pasar a la joven. Lucía un vestido rojo pálido con un cuello emperifollado y una pluma de avestruz de color rosa que se enroscaba por su sombrero de fieltro también rosa.
—Su Serena Majestad, os presento a la señorita Adela Rogers.
Alek hizo una leve inclinación.
—Tuve el placer de conocerla anoche, aunque solo brevemente.
La señorita Rogers le tendió la mano para que se la besase y Alek dudó, puesto que la joven no era de su posición social. Pero los americanos tenían fama de ignorar esas convenciones, de modo que Alek le tomó la mano y la besó en el aire.
—No ha acertado —dijo la mujer con una sonrisa, perpleja.
—¿Acertado? —preguntó Alek.
—Su mano —explicó la doctora Barlow—. La costumbre en Europa, señorita Rogers, es que solo se besa la mano directamente sobre la piel a las mujeres casadas, puesto que creen que ustedes, las jovencitas, pueden turbarse fácilmente con el toque de los labios.
Alek oyó que Deryn soltaba un bufido, pero consiguió no hacerle caso.
—¿Jovencita? ¡Pero si ya he pasado de los veinte! —dijo la señorita Rogers—. ¡Le aseguro que mi mano ha sido besada muchas veces sin sufrir daños!
El loris de la doctora Barlow se echó a reír, y Alek tosió educadamente.
—Por supuesto.
—Y casi estuve casada una vez —afirmó la señorita Rogers—. Sin embargo, un antiguo pretendiente intervino precipitadamente en el último momento y rompió la licencia de matrimonio. Creo que todavía estaba enamorado de mí.
—¿En serio? Sin duda lo estaba —consiguió decir Alek.
—¿Acaso no pudo conseguir otra licencia? —le preguntó la científica.
—Supongo que sí, que podía. Sin embargo, la interrupción me dio tiempo para pensar y decidí anteponer mis artículos. Al fin y al cabo, una siempre puede conseguir un marido.
La doctora Barlow se echó a reír mientras guiaba a la joven hacia la mesa. Alek notó que se sonrojaba y desvió la mirada. Al hacerlo, vio una sonrisa burlona en el rostro de Deryn y también en el de Volger. Pensó intrigado si todas las mujeres americanas serían tan descaradas, al igual que tan dispuestas a avergonzar a los hombres como lo estaban para escapar en globo.
—Turbarse fácilmente —repitió Bovril—, y después se arrastró debajo de la mesa para unirse al loris de la científica.
Cuando Alek se sentó, se dio cuenta de que había un sexto plato en la mesa ante una silla vacía.
—Parece que estamos esperando a un invitado misterioso —dijo el conde Volger—, inspeccionando su copa de vino buscando manchas.
—¿El señor Francis? —preguntó Alek a la doctora Barlow.
—No, él no ha sido invitado. Pronto lo averiguarán —la mujer hizo un gesto con la cabeza a Deryn, quien abrió la puerta.
Un hombre vestido con una chaqueta que le sentaba definitivamente mal entró en el comedor. Tardó un momento, pero enseguida Alek se agarró al borde de la mesa, casi levantándose de su silla.
—¡Usted!
—No se levante, Su Alteza —Eddie Malone hizo una reverencia—. Damas y caballeros, siento llegar tarde.
Alek se hundió en su silla.
—Invitado misterioso —murmuró la bestia.
—Señor Malone, creo que ya conoce al conde Volger y a Su Serena Majestad.
La doctora Barlow se deshacía en sonrisas. Señor Nikola Tesla y señorita Adela Rogers, les presento a Eddie Malone, reportero del New York World.
—¿El World? ¡Oh, cielos! —exclamó la señorita Rogers.
—Edward Malone —murmuró Tesla—. ¿No es usted el periodista que entrevistó al príncipe Aleksandar en Estambul?
—Yo mismo, desde luego —Malone se sentó—. Le he estado siguiendo desde entonces, se podría decir. ¡Y gracias a su transmisión de radio durante el vuelo, por fin lo he encontrado!
El inventor sonrió.
—Ha sido un experimento muy gratificante.
Los dos hombres se echaron a reír y Alek, de repente, deseó que él y Deryn hubiesen dejado que la tormenta destruyese la antena. Su único propósito había sido generar más publicidad.
La señorita Rogers parecía horrorizada.
—¿Alguien le ha contado al jefe que uno de los hombres de Pulitzer se encuentra a bordo?
—Al señor Hearst no se le ocurrió preguntar —la científica hizo un gesto a Deryn, quien se acercó para escanciar el vino—. Y usted descubrirá que el señor Malone tiene una noticia interesante.
Malone se volvió a la señorita Rogers.
—Está relacionada con su amigo Philip Francis. Hemos estado investigándole durante algún tiempo y resulta que no es su verdadero nombre. ¡Nació Philip Diefendorf, un nombre tan alemán como el suyo!
Alek frunció el ceño, recordando al señor Francis de la noche anterior.
—Pues no tiene acento alemán.
—Puede que también haya cambiado la forma de hablar.
La señorita Rogers puso los ojos en blanco.
—Philip nació en Nueva York.
—Eso es lo que él dice —dijo Malone.
—¡Ah! Vosotros los del World siempre estáis haciendo que nuestro jefe parezca un traidor. ¡Y lo que sucede es que le odiáis porque vende más periódicos que vosotros!
—Yo no he dicho que Hearst sepa nada de esto —apuntó Malone, alzando las manos—. Pero el jefe de vuestra operación de noticieros es alemán y se ha tomado muchas molestias para ocultarlo.
—¿No es cierto que la mayoría de los americanos tienen procedencias diversas? —preguntó el conde Volger.
El señor Tesla asintió con la cabeza.
—Yo mismo soy inmigrante.
—Un argumento excelente —afirmó la doctora Barlow—, pero el capitán está preocupado. Ayer por la noche subimos a bordo una gran cantidad de suministros a toda prisa y aún no se ha podido registrar toda la carga.
—Registrarla, ¿por qué? —preguntó la señorita Rogers.
—El sabotaje es la manera más fácil de destruir al Leviathan —aseguró la doctora Barlow—. Una pequeña bomba de fósforo en el lugar correcto nos conduciría a todos a un violento final.
Todos los comensales se quedaron en silencio y Alek notó que el dolor de cabeza amenazaba con volver.
—Eso no es probable, por supuesto —intervino Deryn—. Toda la tarde hemos utilizado rastreadores bajo cubierta y no hemos encontrado explosivos. No obstante, es cierto que algo peligroso podría haber sido introducido de contrabando a bordo.
—¿Como qué? —preguntó el conde Volger.
Deryn se encogió de hombros.
—¿Un arma de algún tipo?
—No me digan, esto es sencillamente ridículo —dijo la señorita Rogers—. Un solo hombre no puede controlar a toda una tripulación, no importa qué tipo de arma tenga.
—Con el arma adecuada, un solo hombre puede hacer bastante daño —afirmó el señor Tesla, y dejó escapar un suspiro—. No hace mucho diseñé un dispositivo que resultaría de lo más útil en esta situación. Hice que lo construyesen y me lo enviasen a Siberia, pero, por desgracia, no llegó a tiempo puesto que antes de que llegase, su nave fue lo bastante amable de rescatarme.
Alek miró a Deryn, recordando el artefacto que aún estaba guardado en el almacén de los oficiales.
—Por lo que dice parece una máquina fascinante —dijo la doctora Barlow con una sonrisa—. Tal vez usted podría hacernos una demostración, señor Tesla.
—¿Una demostración? Pero si no… —el científico miró con los ojos entornados a la doctora—. Ah, ya veo. Desde luego me encantará hacerlo.
—Después de cenar, por supuesto. ¿Señor Sharp?
Deryn hizo una leve inclinación y luego se volvió para abrir la puerta otra vez. Los camareros de la nave estaban esperando fuera.
Mientras introducían los platos que tintineaban con sus tapas de metal, desprendiendo humeantes aromas de bistec y patatas, Alek reflexionó sobre lo que acababa de suceder. La doctora Barlow jamás permitía ningún desliz sin una buena razón, y no obstante había revelado sus sospechas sobre Philip Francis a la señorita Rogers, una periodista compañera que también trabajaba para Hearst. Y luego permitía que el señor Tesla supiese que su máquina de detección de metales había estado a bordo del Leviathan durante todo el tiempo.
¿Es que acaso había decidido que la cooperación era mejor que el secreto?
—Cena —dijo alegremente Bovril, trepando al regazo de Alek.
La puerta de la bodega de los oficiales se abrió con un chirrido, mostrando la máquina del señor Tesla entre cajas de sake y sedas japonesas. La fiesta se había trasladado bajo la cubierta después de la cena, y los seis parecían fuera de lugar vestidos con sus mejores galas. La señorita Rogers seguía bebiendo jerez, y Volger y Malone habían bajado a la bodega con sus copas de brandy.
—¿Esto ha estado aquí todo el tiempo? —preguntó Tesla—. ¿Y me lo han ocultado hasta ahora?
—Señor, fue usted quien nos lo ocultó —dijo la doctora Barlow—. ¿Por qué caramba hizo que la subieran a escondidas a bordo?
Tesla siguió quejándose un momento y a continuación abrió los brazos.
—¿A escondidas? ¿Y por qué habría yo de hacerlo? Debe de haber sido un malentendido con los rusos.
—¿Tal vez usted solo les pidió que fuesen discretos? —dijo la doctora Barlow amablemente.
—Bueno, por supuesto. Ya me han robado demasiadas ideas. Y usted ya sabe cómo son los rusos, una gente muy reservada —el inventor avanzó hacia la máquina, inspeccionando el panel de control—. Pero ¿cómo se las arreglaron para montarla sin los planos?
—Mis hombres y yo encontramos su diseño muy intuitivo —dijo Alek—. Todavía somos clánkers.
—¡Clánkers! —dijo Bovril.
—Ya era hora de que lo recordaseis —murmuró el conde Volger, pero Alek no le hizo caso.
—Es tal como la visualicé —las manos de Tesla acariciaron la madera—. No está mal, Su Alteza.
Alek dio un taconazo.
—Le transmitiré sus cumplidos al profesor Klopp.
—¿Qué es exactamente este artilugio? —preguntó la señorita Rogers.
Tesla se volvió hacia ella.
—Un magnetómetro de la más alta sensibilidad, que utiliza los principios de la conducción atmosférica.
—En otras palabras, detecta metales —dijo Deryn.
Tesla hizo un gesto con la mano.
—Uno de sus usos más mundanos.
—Pero, por ahora, el más pertinente.
La doctora Barlow se adelantó e hizo girar la manecilla del control principal y la máquina se puso en marcha con un zumbido. Los dos loris comenzaron a imitar su sonido.
—Parece que está completamente cargada —dijo Tesla, mirando los diales con los ojos entornados.
La científica sonrió.
—Casi del todo.
—Casi —repitió su loris.
Alek miró a Deryn, que sonreía de nuevo. La doctora Barlow, por supuesto, estaba dejando que Tesla supiese que ellos ya habían usado la máquina. Y con qué propósito, seguramente él ya lo sospecharía.
Alek recordó su discusión con Deryn en Tokio, cuando él había declarado que lo que habían encontrado en el camarote de Tesla no era más que una roca interesante. Pero si Tesla había creado la máquina con el único propósito de encontrar metal, entonces aquella roca tenía que ser el objetivo de toda la expedición. Aquel misterioso trozo de hierro podría muy bien ser la clave de Goliath.
Y por alguna razón Tesla quería mantener todo aquello en secreto.
—Bueno —refunfuñó el inventor—. Veamos si funciona.
Tesla era un virtuoso con los controles de su máquina. Podía configurarla para buscar metal en cantidades grandes o pequeñas, lejano o cercano. Cada uno de los tres globos tenían propiedades ligeramente diferentes, y cada uno podía ajustarse por separado. Alex, al observarle, se dio cuenta de que había empleado el dispositivo de la manera más torpe, como un gato tocando el piano.
La doctora Barlow llamó a dos miembros de la tripulación para que transportasen la máquina, y pronto los globos ya estaban danzando, guiando a Tesla a través de los montones de suministros que habían sido cargados en la finca de Hearst. Los invitados iban a la zaga tras ellos, mientras el señor Malone aprovechaba para disparar su flash de vez en cuando enviando temblorosos reflejos de todos ellos por las oscuras bodegas de carga.
Los parpadeos de la máquina finalmente los condujeron a una bodega abarrotada, hacia un montón de barriles enterrados entre cajas de dátiles y manzanas.
El señor Tesla intentó ver algo a la luz de las luciérnagas y chasqueó la lengua.
—Al parecer, estos barriles contienen algo más que azúcar.
—¡Oh, cielos! —exclamó la señorita Rogers.
La doctora Barlow hizo un gesto a Deryn, quien ordenó a los miembros de la tripulación que apartasen la máquina. Alek le ayudó a quitar las cajas de arriba y cuando quedó el camino despejado, ella se adelantó con una palanca en la mano y partió la tapa de madera de un solo golpe.
—Cuidado, Dylan —dijo Alek—. Si esto es sabotaje, puede ser una trampa.
Los demás retrocedieron pero Bovril olió y dijo:
—Azúcar.
Deryn apartó la madera astillada y luego metió la palanca en el barril: se detuvo con un sordo golpe metálico.
—Bueno, eso es interesante. Se quitó los guantes blancos, se subió una manga y metió la mano. Un momento después, tiró de algo largo y delgado envuelto en trapos llenos de grasa. Cuando sacó aquel objeto, se derramó un montón de azúcar por el suelo.
Una vez desenvuelto, el cilindro de metal brillaba bajo la luz de las luciérnagas. Alek miró al conde Volger, quien asintió con la cabeza y dijo:
—Se parece algo al cañón de un Spandau. Pero es un Colt-Browning, muy probablemente del 1895.
—Una metralleta. ¡Oh, cielos! —exclamó la señorita Rogers.
La cámara de Malone destelló una vez más, cegando a Alek un momento. En el instante en que parpadeó para que los puntos negros que veía desapareciesen, Deryn ya había sacado otro trofeo. La muchacha desenvolvió los trapos y dejó al descubierto una caja de metal del tamaño de un plato llano.
—¿Un tambor para munición? —preguntó Alek.
Volger se adelantó para mirarlo mejor.
—Si lo es, a mí no me es familiar.
—Espere. No lo abra… —empezó a decir la señorita Rogers, pero Deryn ya había abierto las dos tapas de la caja.
Un disco negro cayó al suelo y lo golpeó con un estruendoso bam sobresaltándolos a todos. Aquello rodó por la oscuridad, desenrollando una tira de algo brillante tras él.
La señorita Rogers se arrodilló para mirarlo más de cerca.
—Esto es una película no expuesta. O al menos lo era, jovencito, antes de que la abrieras. Ahora se ha echado a perder.
—¿Película? —preguntó Alek—. ¿Pero por qué iba alguien a pasar de contrabando más cosas de estas a bordo? En el camarote del señor Francis ya hay montones de ellas.
El conde Volger asintió.
—Por lo demás, ¿por qué una ametralladora? El Colt-Browning pesa quince kilos. Un poco grande para ser usada por un saboteador.
—Y lo más seguro es que tampoco encontremos balas para ella —agregó Deryn—. Nuestras bestias habrían olido la pólvora.
—Es un buen misterio —dijo la doctora Barlow, volviéndose a la señorita Rogers—. Aunque en cierto modo me siento aliviada. Tal vez su señor Francis no sea más que un traficante de armas —frunció el ceño—. Y un proveedor de… películas de cine.
La señorita Rogers se encogió de hombros.
—No tengo ni idea de lo que está pasando, se lo prometo. Pero mañana me pondré a husmear y veré qué puedo averiguar.
—Pero no se olvide de que esta historia es mía —dijo Malone.
La señorita Rogers le miró ceñuda, pero asintió con una seca inclinación de cabeza.
—Vamos a tener que revisar el resto de los barriles, señora —dijo Deryn a la científica—. Después haré que el carpintero del barco selle la bodega de nuevo y así nadie se enterará de que lo hemos descubierto.
Alek asintió con la cabeza. Si la nave no estaba en peligro inmediato, no había necesidad de que se produjese una confrontación. La mejor manera de descubrir los planes del señor Francis sería permitirle hacer el siguiente movimiento.