OCHO

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Alek se despertó al oír un trueno, un zumbido y luego un monstruoso rugido.

Se sentó y parpadeó, convencido por un instante de que lo que le había sacado de su sueño había sido alguna horrible pesadilla. Pero los sonidos seguían llegando hasta él, igual que los gritos, el crujido de las cuerdas y los gruñidos de bestias. El aire olía a la electricidad que desprenden los relámpagos.

Alek, que aún llevaba las botas puestas, corrió hacia la ventana de su camarote. Tenía previsto dormir solo una hora, pero el sol ya estaba alto y el Leviathan había llegado a su destino. Docenas de amarras colgaban hacia el suelo. Las siluetas que las estaban maniobrando iban vestidas con pieles en lugar de uniformes de aviador y todos ellos gritaban… ¿Eran rusos?

El suelo estaba sembrado de árboles caídos, cientos de ellos, tal vez millares. El humo de una chimenea se alzaba desde un distante grupo de edificios. ¿Era tal vez algún tipo de campo maderero?

Entonces Alek escuchó otro rugido y vio osos de guerra entre los árboles caídos. No llevaban jinetes, ni siquiera arneses y su piel ajada parecía descuidada. Retrocedió involuntariamente un paso, alejándose de la ventana. ¡La nave estaba ahora lo suficientemente baja para que las bestias gigantes pudiesen alcanzarla!

No obstante, parecía que estuviesen huyendo de ella.

Alek recordó el trueno que le había despertado. La tripulación de la nave debía de haber asustado a las criaturas de alguna forma.

Cuando el Leviathan se posó en el suelo, se inclinó para mirar por la ventana. Colocaron pasarelas y los rusos, por lo menos dos docenas de ellos, subieron a bordo. Pronto el gemido de una sirena resonó por la nave, avisando de un rápido ascenso.

Alek se retiró al interior justo a tiempo. Los chasquidos de las cuerdas cortadas restallaron en el aire y la aeronave salió disparada directamente hacia arriba, elevándose tan deprisa como los ascensores de vapor en los que había montado en Estambul.

¿Qué era este lugar? El amasijo de árboles caídos se extendía hasta donde alcanzaba el horizonte; la zona era mucho más extensa que cualquier campo maderero. Incluso cuando el Leviathan se elevó al cielo, no se veía dónde terminaba aquella destrucción.

Alek se dirigió hacia la puerta de su camarote, sin saber dónde ir a buscar respuestas. Los darwinistas sabían que podían contar con él cuando necesitaban su experiencia clánker, y sin embargo ahora no le habían llamado.

¿Dónde estaría Dylan? ¿En la bodega de carga?

Al pensar en el muchacho, Alek recordó el periódico que descansaba sobre su cama. Las preguntas que se había formulado cuando estaba a punto de dormirse surgieron de nuevo. Pero tal vez aquel no era el momento adecuado para hacerse preguntas sobre el misterioso Dylan Sharp.

Los pasillos de la nave estaban abarrotados de rusos que acababan de subir a bordo. Sus demacrados rostros estaban sin afeitar y se les veía medio muertos de hambre bajo sus gruesos abrigos de pieles. La tripulación del Leviathan estaba intentando quitarles sus pesados bultos, pero los hombres se resistían, ingleses y rusos enfrentándose sin demasiado resultado.

Alek miró a su alrededor, preguntándose cómo la nave podría elevarse con todo aquello. La tripulación debía de haber tirado hasta el último pedazo de las provisiones de reserva.

Una mano enguantada se posó en su hombro.

—Eres tú, Alek. ¡Perfecto!

Se dio la vuelta y encontró a Dylan ante él. El muchacho vestía un traje de vuelo y llevaba las botas llenas de barro.

—¿Has estado ahí afuera? ¿Con esos osos? —le preguntó Alek.

—Sí, pero no ha sido tan terrible. ¿Sabes hablar ruso?

—Todos los rusos que he conocido hablan francés —Alek miró a los hombres hambrientos y descuidados que tenía a su alrededor y se encogió de hombros—. Aunque creo que eran una clase diferente de rusos.

—¡Da igual, pregúntaselo de todos modos, bobo!

—Por supuesto.

Alek empezó a abrirse paso por el pasillo, repitiendo: Parlezvous français?

Un momento después Dylan le imitaba, gritando la frase con un deje claramente escocés. Uno de los rusos alzó la vista con una chispa de reconocimiento y los condujo hacia un hombrecillo que lucía unos anteojos y un uniforme azul bajo su abrigo de piel.

Alek se inclinó a modo de saludo.

Je suis Aleksandar, Prince de Hohenberg.

El hombre le devolvió la reverencia y dijo en perfecto francés:

—Soy Viktor Yegorov, capitán de la aeronave del zar Emperatriz María. ¿Está usted al mando aquí?

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—No, señor. Yo solo soy un invitado en esta nave. ¿Usted es el capitán de estos hombres?

—¡Querrá decir el capitán de una aeronave muerta! —el hombre miró por encima del hombro de Alek—. Aquel loco está al mando.

Entre la multitud había un hombre alto vestido de paisano, que se alejaba acompañado por dos oficiales de la nave.

Alek se volvió a Dylan.

—Este hombre es Yegorov, capitán de aeronave —dijo señalándole—. Pero dice que aquel tipo está al mando.

Dylan soltó un bufido.

—Sí, a él ya lo he conocido. ¡Es el señor Tesla, el científico clánker, y está rematadamente loco!

—¿Tesla, el inventor? —preguntó Alek—. Debes de estar equivocado.

El capitán Yegorov oyó el nombre y escupió al suelo.

—¡Me ha costado mi nave y casi consigue que nos maten a todos! Un loco de remate con los hombres del zar tras él.

Alek dijo en un cuidado francés:

—¿No será por casualidad Nikola Tesla? Creía que estaba trabajando para los clánkers.

—¡Por supuesto que lo está! —dijo el capitán—. Los alemanes financiaron sus experimentos cuando nadie más lo hizo y diseñó muchas armas para ellos. ¡Pero ahora que hay guerra, ha visto lo que han hecho a su patria! Es serbio.

—¡Ah! Por supuesto —dijo Alek bajando la voz.

Tal vez aquella gran guerra se había extendido a todo el mundo, pero todo había empezado con la invasión de Serbia, de la que se culpaba a la familia de Alek. Su padre, heredero al trono austrohúngaro, y su madre habían sido asesinados por un grupo de revolucionarios serbios o al menos era lo que todo el mundo pensaba. En realidad, los asesinos habían sido contratados por los autores de un complot tramado por el propio tío abuelo de Alek y los alemanes. No obstante, la minúscula Serbia había sido la primera víctima de la venganza de Austria.

El capitán Yegorov entornó los ojos.

—Espere. Eso es… ¿un uniforme austriaco?

Alek bajó la vista mirándose y se dio cuenta de que vestía su chaqueta de piloto echada sobre el mono de trabajo de mecánico manchado de grasa.

—Sí. De la guardia de los Hausburgo, para ser preciso.

—¿Y usted es el príncipe de Hohenberg, ha dicho? —el capitán Yegorov sacudió la cabeza—. ¿El hijo del archiduque en una aeronave británica? De modo que los periódicos decían la verdad.

Alek pensó en cómo era posible que los ridículos artículos de Eddie Malone hubiesen llegado hasta Siberia.

—En cierto modo, tal vez. Soy Aleksandar.

El hombre soltó una seca carcajada.

—Bueno, supongo que si un inventor clánker puede cambiar de idea, ¿por qué no un príncipe austriaco?

Alek asintió y finalmente las palabras calaron en él. Nikola Tesla, inventor de las transmisiones inalámbricas, el cañón Tesla e incontables aparatos más, se había unido a los darwinistas. Al conde Volger le fascinaría escuchar estas noticias.

—¿Qué estáis charlando vosotros dos? —preguntó Dylan—. ¿Te ha contado ya por qué ese científico clánker está aquí?

—Al parecer, el señor Tesla se ha unido a los darwinistas —dijo Alek en inglés. Se dirigió al capitán de nuevo—. Pero ¿por qué están todos ustedes en Siberia? El señor Tesla es inventor, no explorador.

—Está buscando algo en este bosque de árboles caídos —el capitán Yegorov sacudió la cabeza—. No tengo la menor idea.

Alek recordó el extraño aparato guardado en el abdomen de la nave.

—¿Algo de metal?

El hombre se encogió de hombros.

—Es posible. Hace unos días sus soldados excavaron un enorme agujero y el científico estaba bastante nervioso. Después de aquello nos retiramos al interior de la alambrada para esperar el rescate.

Alek se volvió a Dylan, traduciéndoselo toscamente.

—Tesla estaba buscando algo aquí, algo secreto. Fuera lo que fuese, lo encontró hace unos días.

—Caramba. Pues eso significa que lo llevamos a bordo —Dylan miró el concurrido pasadizo, lleno de hombres cargados con pesados bultos, pero no había rastro de Tesla—. Se lo han llevado a proa, para hablar con los oficiales.

—¿Crees que querrán conocer al capitán Yegorov? —le preguntó Alek.

—Creo que sí —Deryn sonrió—. Y también necesitarán un traductor.

Un marine estaba apostado en posición de firmes en la entrada del pasadizo que conducía a la proa impidiendo el paso a los rusos. Sin embargo, saludó cuando Dylan se acercó y Alek se quedó junto a él escuchando mientras el muchacho explicaba quién era el capitán Yegorov y que no hablaba inglés. Unos pocos minutos después, Alek y el capitán eran acompañados hacia la proa.

—¡Cuidado con aquel caraculo! —gritó Dylan y luego se alejó para enfrentarse a la multitud de rusos.

—No veo razón alguna para que este hombre esté aquí —dijo Tesla mirando fríamente al capitán Yegorov.

El capitán le repuso algo breve y brusco en ruso.

La doctora Barlow habló con voz tranquilizadora.

—Este es un momento difícil para todos nosotros, señores. Nuestra nave está llena de hombres y vacía de provisiones. La experiencia de otro capitán de aeronave es bienvenida.

Tesla soltó un bufido, que la científica ignoró cortésmente.

—Si haces el favor —le dijo a Alek—, mi francés está un poco oxidado.

Mientras traducía su bienvenida a Yegorov, Alek escuchó un murmullo sobre su cabeza y, al alzar la vista, vio que tanto Bovril como el loris de la doctora Barlow estaban colgando de los tubos de los lagartos mensajeros. Lo estaban repitiendo todo, deleitándose con los sonidos de un nuevo idioma.

El capitán Yegorov hizo una leve reverencia.

—Les agradezco sinceramente que nos hayan rescatado y soy consciente de la grave situación en que se encuentran. Pero no es culpa mía. Este loco ordenó a sus soldados que matasen a mi aeronave. ¡Para dar de comer a los osos!

Alek tradujo la última parte en inglés con voz entrecortada, casi sin poder creer lo que estaba diciendo. Los oficiales del Leviathan también parecían horrorizados.

Tras un momento de silencio, el doctor Busk carraspeó.

—No nos corresponde a nosotros emitir juicios sobre lo que ha sucedido aquí. Estamos en una misión de rescate, nada más. Tal vez deberíamos presentarnos. Se volvió hacia el capitán Yegorov y dijo despacio en un mal francés:

—Soy el doctor Busk, oficial jefe científico a bordo de la aeronave de Su Majestad, Leviathan.

Cuando la doctora Barlow se presentó a sí misma y al capitán, Alek se dio cuenta de que su francés era impecable y se cuestionó por qué la doctora en realidad le quería allí.

El señor Tesla parecía aburrido e irritable: daba golpecitos con su bastón y hacía muecas mientras las presentaciones se sucedían alrededor de la mesa. Pero cuando Alek se presentó, los ojos del inventor se iluminaron.

—¡El famoso príncipe! —dijo en inglés—. He leído algo sobre usted.

—Ah, usted también —Alek suspiró—. No tenía ni idea de que el New York World fuese tan popular en Siberia.

El señor Tesla se echó a reír al escuchar aquello.

—Mi laboratorio está en la ciudad de Nueva York y usted era la comidilla de la ciudad cuando yo la dejé. ¡Y durante la temporada que pasé en San Petersburgo, en la corte del zar también circulaban muchos rumores sobre usted!

Una sensación desagradable recorrió la espina dorsal de Alek, como siempre que pensaba en los miles de extraños discutiendo los detalles de su vida.

—No crea todo lo que lee en los periódicos, señor Tesla.

—Por supuesto. Afirman que estáis tirando de los hilos para influir en la República otomana y, sin embargo, estáis aquí a bordo del Leviathan. ¿Acaso estáis ocultando el hecho de que os habéis convertido en darwinista?

—¿Darwinista? —Alek paseó su mirada por los componentes de la mesa, de pronto consciente de que la sala estaba llena de oficiales del Leviathan—. No sé si puedo afirmar eso. Pero, si de veras ha leído algo sobre mí, sabrá que las potencias clánker tramaron la muerte de mis padres. Los alemanes y mi tío abuelo, el emperador austriaco, son los culpables de esta guerra. Yo solo quiero terminarla.

El señor Tesla asintió lentamente con la cabeza.

—Entonces, ambos somos siervos de la paz.

—Un noble sentimiento, caballeros —intervino el capitán Hobbes—. Pero en este momento estamos en guerra. Tenemos veintiocho bocas más que alimentar y hemos lanzado por la borda la mayor parte de nuestras provisiones a la tundra para hacerles espacio.

—Desde luego, las aeronaves tienen sus limitaciones —dijo el señor Tesla.

Alek no hizo caso a aquel hombre y rápidamente tradujo las palabras del capitán Hobbes al francés.

—Si nos dirigimos directamente al campo de aterrizaje de Vladivostok, todos sobreviviremos —sugirió el capitán Yegorov—, ya que está a dos días de distancia y no pasaremos hambre; y, en cuanto al agua, podemos recogerla sin aterrizar, tal como las aeronaves rusas han hecho durante años.

Alek tradujo y el capitán Hobbes asintió firmemente con la cabeza.

—Le agradecemos que se haya unido a nosotros en este conflicto, señor Tesla, y el zar nos ha pedido que le ofrezcamos toda la asistencia que podamos. Pero me temo que el capitán Yegorov tiene razón. Aún no podemos llevarle de regreso a San Petersburgo. Tendremos que mantenernos rumbo al este.

El inventor hizo un gesto despectivo con la mano.

—Da igual. Aún no he decidido adónde quiero ir.

—Gracias a Dios que nos hace este pequeño favor —expresó la doctora Barlow en voz baja.

—Después de aprovisionarnos en Vladivostok, deberíamos completar nuestra misión en Japón, pero no estaré completamente seguro hasta que nos lleguen las órdenes del Almirantazgo desde Londres —comunicó el capitán Hobbes.

—Si tuviesen un sistema inalámbrico en lugar de estos ridículos pájaros —murmuró Tesla.

El capitán Hobbes pasó por alto este comentario.

—Mientras tanto, por precaución deberemos racionar nuestra comida.

Miró al capitán Yegorov y Alek repitió sus palabras en francés.

—Somos aviadores. Por supuesto entendemos la situación —afirmó Yegorov—, todos nosotros racionamos las comidas desde que llegamos a Tunguska.

—Tunguska —dijo Bovril desde el techo.

La doctora Barlow echó una mirada a la bestia y luego preguntó en francés:

—¿Así se llama este lugar?

El capitán Yegorov se encogió de hombros.

—El río Tunguska atraviesa este bosque, que no puede decirse que tenga nombre.

—No aún. Pero pronto todo el mundo sabrá qué ha sucedido aquí —murmuró Tesla.

La doctora Barlow se dirigió a él, pasando al inglés.

—Si no le importa que se lo pregunte, señor Tesla, ¿qué sucedió aquí?

—Para decirlo simple y llanamente, la mayor explosión de la historia de nuestro planeta —explicó el hombre en voz baja—. La onda expansiva rompió los cristales de ventanas a cientos de millas de distancia. Aplastó el bosque en todas direcciones y levantó tal polvareda en el aire, que el cielo se volvió rojo durante meses en todo el mundo.

—¿En todo el mundo? ¿Y cuándo sucedió eso exactamente? —preguntó la doctora Barlow.

—A primera hora de la mañana del 30 de junio de 1908, aunque en el mundo civilizado los efectos atmosféricos apenas se percibieron. Pero, si esto hubiese sucedido en cualquier otra parte y no en Siberia, el suceso habría dejado atónita a toda la humanidad.

—Atónita —susurró Bovril en voz baja y Tesla hizo una pausa para mirar irritado a la bestia.

Alek miró al exterior a través de los inclinados ventanales de la sala de navegación. Incluso a aquella altitud, podía ver que la zona de árboles caídos se extendía sin fin.

—Vine aquí para estudiar lo que pasó y pronto redactaré un informe de mis resultados —mientras el inventor proseguía, posó su mano en el hombro de Alek y este se volvió para mirarle—. Cuando lo haga, el mundo se estremecerá y tal vez por fin encuentre la paz.

—¿La paz? ¿Gracias a una explosión? Pero ¿qué la causó, señor? —preguntó Alek.

El señor Tesla sonrió y golpeó tres veces al suelo con su bastón de paseo.

—Goliath lo hizo.